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Nacer con un violín: Estrafalarius, una reflexión sobre el descubrimiento

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Estrafalarius. Postales de una vida comienza con un nacimiento. Con el mismísimo instante del parto en el que el bebé está a punto de asomar su cabecita. Pero antes, en la tapa, en la portadilla y en la página de las dedicatorias, ya teníamos pistas, desde la ilustración, sobre las peculiaridades del recién nacido: un violín y una galera, que trae implícito el significado de la magia, pero también de algo de otro tiempo, o de ningún tiempo real.

Desde ese nacimiento el cuento se instala en el terreno del asombro, y la perspectiva es interesante porque ubica al lector en el lugar de la madre que está pariendo esa criaturita que causa el estupor de dos personajes que cruzan la mirada con el lector, ojos y boca abiertos a más no poder: el padre y la partera brasileña. Las primeras palabras de la madre son inequívocas: “Pequeño estrafalario”, exclama al ver que el recién nacido viene con un violín en sus manos. De la combinación de esa concluyente bienvenida y el contrapunto del padre, “Stradivarius”, surge el nombre del personaje: Estrafalarius. Y vaya que le hace honor.

El personaje es singular y se lo describe en pocas pinceladas, en toda su maravilla: crece sin parar y en poco rato es más alto que los tres que lo reciben si se pararan uno sobre los hombros del otro, y no emite sonidos vocales, sino que toca el violín. Lo que comienza, entonces, con este nacimiento, no es una vida cualquiera, sino una excepcional, en la que el recién nacido no es pequeño ni dependiente de sus padres, sino que sale caminando, inaugurando su aventura en el mundo.

En su recorrido, la maravilla se retroalimenta: no sólo quienes lo ven se sorprenden y asombran, sino que Estrafalarius se fascina con las sensaciones que despierta un camino que hace atento a todo lo que sus sentidos le regalan. Hay en ese salir a experimentar el afuera una vocación de apertura, de dejarse llevar y seducir por lo que el entorno le revela. Es, pues, una caminata de descubrimiento y de mutuo reconocimiento, en la que los olores, los sonidos, los colores se destacan. Y ese deleite proviene también de lo que las personas con las que el protagonista se cruza le devuelven. Va, así, recolectando vivencias y recuerdos.

El libro tiene un punto de quiebre: “La mañana que descubrió a Fasol, un gatito negro del tamaño de un puño que apareció acurrucado en su pecho, supo que estarían juntos para siempre”. La irrupción de esa criatura pequeña y frágil, con la que entabla una relación de cariño, cuidado y amistad, coloca al personaje –y al cuento– en una dimensión diferente, en la que aparecen, como surgiendo infinitas de una fuente, las preguntas. Para arrancar, ese sentimiento que despierta al instante el gatito genera una certeza que está llena de –valga la paradoja– incertidumbre. Porque si estarán juntos para siempre, ¿qué significa para siempre?, ¿cuál es la posibilidad de semejante rotundidad? Y Virginia Mórtola pinta con una sutileza la extrañeza que produce esa expresión en Estrafalarius: “Y siguió el vuelo de una mariposa hasta que la vio desaparecer”.

Las aventuras posteriores son compartidas, son de a dos. El desenfado inicial se complejiza con la fragilidad inherente al vínculo afectivo: aparece la reflexión acerca de la pérdida, de la memoria, de muchos porqués, junto con una valorización de los momentos vividos y atesorados. Los textos son más largos, más llenos de detalles y con mayor vuelo poético. El final, abierto, es bellísimo y enigmático. Al igual que la música del violín de Estrafalarius, deja flotando un montón de preguntas.

El tono del cuento hace equilibrio entre lo gozoso y una reflexión por momentos melancólica y siempre punzante, que abre las posibilidades del texto a donde el lector quiera llegar. La anécdota, atractiva de por sí, vehiculizada por la fantasía, da lugar al goce de la palabra y a un abanico de preguntas –chiquitas y enormes– de esas que nos asaltan dos por tres. “¿Puede entrar una vida en un libro?”, se pregunta la autora desde la contratapa, y esa inquietud por lo inabarcable es el motor de la narración. Como contrapartida, el detalle, el rescate de lo pequeño, es su alimento.

Mención aparte para el trabajo del ilustrador Eduardo Sganga, que se despacha con un universo exuberante para que habite Estrafalarius, donde dominan los colores vivos, las curvas, el movimiento, la expresividad, y una mirada entre tierna y amorosa a los personajes que van y vienen por estas páginas. Igual que el texto de Mórtola, ofrece un mundo maravilloso, con mil y un detalles para buscar y perderse en ellos, y preguntas sin respuesta para que el libro nos deje picando y permanezca en nosotros al cerrarlo.

Estrafalarius. Postales de una vida, de Virginia Mórtola y Eduardo Sganga. Alfaguara, 2021. 44 páginas. $ 400.

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