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Doña Ramona.

Foto: Alejandro Persichetti, difusión

Doña Ramona, el silencio cómplice

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La obra en versión de Fernando Amaral: un golpe a la doble moral.

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Víctor Manuel Leites toma la anécdota para su Doña Ramona de una novela publicada por José Pedro Bellán en 1918 (Doñarramona). La historia se centra en Alfonso, Concepción, Amparo y Dolores, integrantes de una familia patricia de comienzos del siglo XX montevideano. Las tres hermanas permanecen enclaustradas en su casa realizando tareas domésticas y participando de los servicios religiosos, mientras que Alfonso, el varón, administra la barraca familiar. El batllista Bellán ofrece un panorama crítico de la vida al interior de esas familias pudientes, y la enfrenta a las ideas “radicales” representadas por un batllismo en pleno proceso de reformas y una clase trabajadora en ascenso.

Bellán ubica su relato pocos años antes del momento en que se publicó, algo bastante distinto de la situación de la obra de Víctor Manuel Leites, estrenada en el teatro Circular en 1982 con dirección de Jorge Curi. Parece claro que la anécdota que enfrenta a las familias conservadoras con las ideas batllistas y con los conflictos encabezados por los sindicatos anarquistas tomaba otros significados en años de la última dictadura cívico militar de nuestro país, y que sólo en el marco de una obra “histórica” era posible, en aquella coyuntura, hablar públicamente de los enfrentamientos entre sindicatos y Policía.

La obra original de Leites nos introduce directamente en el conflicto de clases: Dolores (Soledad Gilmet), la hermana menor de la familia, le lee un diario batllista a la sirvienta, Magdalena (Cristina Cabrera). Dolores elogia las ideas liberales, en particular la propuesta de reducir la jornada laboral a nueve horas, algo que Magdalena no alcanza a comprender. “Nueve horas me lleva sólo la cocina y los patios. ¡Cómo voy a hacer todo en nueve horas!”, se queja la sirvienta. Si por un lado Leites nos muestra desde el principio cómo la subjetividad de Magdalena está determinada por su tarea, por otro lado el desarrollo de la historia también señalará los límites del “progresismo” de Dolores, en particular cuando el “ascenso” de otra sirvienta ponga en peligro sus propios privilegios.

Otra opresión visible desde el comienzo es la de la mujer. Las tres hermanas de la familia son tan dueñas como esclavas de la casa, y deben esperar a su hermano Alfonso (Mauricio Chiessa) para servirle. Sus propios cuerpos, encorsetados y ocultos tras pesados vestidos, parecen sufrir el orden patriarcal de principios del siglo XX. Y es la institucionalidad de la Iglesia Católica la gran aliada del orden patriarcal. Los ritos católicos, que están a cargo de las mujeres, son claramente funcionales a su subordinación al varón de la casa. Lo que dinamizará la historia será la llegada de Doña Ramona (Mica Larrocca), un “Ama de llaves” que viene desde el litoral, mucho más joven y bonita de lo esperado. Doña Ramona está muy apegada a los “valores” católicos y será, al comienzo, una aliada del orden, elogiada por Amparo (la hermana mayor de la familia, interpretada por Gabriela Quartino) y resistida por Dolores y Concepción (encarnada por Rosario Martínez) tanto como por Magdalena. Quien, junto con Amparo, elogia las virtudes de Doña Ramona es Alfonso, que lentamente empezará a desarrollar también sentimientos de otro tipo hacia la sirvienta “calificada”.

La versión de Fernando Amaral en La Cretina enmarca la historia de Leites en una celebración inicial que instala al público en el arbolado fondo del Centro Cultural. Además de un violinista y una cantante lírica para amenizar el cumpleaños de Dolores, se incorpora a la obra un mayordomo (Adrián Prego) que recibe a los “invitados” y les ofrece, junto a Magdalena, una copa de vino. El personaje de Prego es clave para, explicitando algunas convenciones, convertir La Cretina de 2022 en una casona de la clase alta montevideana de 1906. El público juega a ser invitado a la casona, y así irá habitando los distintos espacios. Amaral y su equipo hacen latir los conflictos y nos muestran cómo se tensan sus contradicciones. Hay cierta ingenuidad en Ramona, quien cree honestamente en su deber de mantener el orden de esa estructura que también la oprime a ella.

El pragmatismo comercial de Alfonso, mientras tanto, lo lleva a ser poco principista respecto a la política, porque sabe que debe adaptarse. Sólo toma partido directo cuando una huelga amenaza frontalmente sus intereses, y saluda la represión policial con un claro “eran ellos o nosotros”. Pero lo interesante es que el vínculo que establecen Ramona y Alfonso, quizás a pesar de la propia Ramona, amenaza el orden social de esa familia. Y si la atracción es hábilmente sugerida en el transcurso de la obra a partir de gestos y miradas de los que somos cómplices, no es disimulada la forma en que las hermanas cambian su perspectiva al sentirse amenazadas en sus privilegios. Los sentimientos “progresistas” y los elogios conservadores hacia Ramona se traducen, a la vez, en silencio cómplice. En un silencio que también se adueña del público ante la brutalidad de la escena final.

Así como Leites usaba el relato de 1918 para hablar de 1982, Amaral habla de represiones sociales e hipocresías que nos acompañan 40 años después del estreno de Doña Ramona en el Circular. Quizás lo más interesante sea la habilidad con que nos muestra las contradicciones ante esas represiones: ¿cómo podemos pasar, como sociedad, de denunciarlas explícitamente a mirar para otro lado? ¿Cuánto del silencio del final refleja el comportamiento que realmente tenemos ante situaciones similares? ¿Cuánto miramos para el costado a la vez que hablamos de injusticias? La pregunta queda hecha; es sólo arrimarse un lunes a La Cretina para intentar responderla.

Doña Ramona. De Víctor Manuel Leites, dirigida por Fernando Amaral. La Cretina (Soriano 1236). Doble función los lunes a las 19:00 y 21:30.

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