En 1983 yo tenía nueve años y era fanático del humor de actualidad. Obviamente no entendía mucho de qué iba la cosa, pero ver a mis padres llorar de la risa con El Dedo y Guambia o las “Noticias cantadas” de Telecataplum alcanzaba y sobraba para fanatizarse. En esa época la dictadura estaba empezando su retirada, así que al sentimiento de liberación inherente a la carcajada se sumaban otras liberaciones, como la política y la cultural, de las cuales El Dedo y Guambia y el canto popular (otro de los placeres que me contagiaron mis padres) eran potentes impulsoras. Antonio Dabezies, que murió la semana pasada, tuvo mucho que ver con ambas, en el primer caso como fundador y en el segundo como organizador de recitales.
Mi fanatismo por las revistas de Antonio duró varios años. Tenía guardados en la biblioteca de mi dormitorio una cantidad de números que leía y releía sin piedad. Pero con la llegada de la adolescencia el humor de actualidad dejó de interesarme y empecé a fanatizarme con estilos más atemporales, como los de Woody Allen y Fontanarrosa. El humor de la apertura era cosa de mis padres. En esa época también empecé a escribir, solo o con amigos. Uno de esos amigos era el Eyhe, con quien empezamos a hacer historietas que coguionábamos y él dibujaba. Un día las llevamos a Guambia y Antonio empezó a publicarnos. Aquellas historietas se salían un poco del “humor guambiero” que identificaba a la revista, aunque, en realidad, creadores como Juceca, Mario Levrero o Lizán publicaban desde la época de El Dedo, así que en realidad lo que realmente identificaba a El Dedo y Guambia era la apertura a estilos muy distintos entre sí. Esa apertura habilitó nuestra entrada.
Fue mi primer trabajo, y uno de los momentos que más recuerdo de todos los años en que publicamos en Guambia fue, precisamente, el primer cheque que nos dieron, que en mi caso fue el primer pago que recibí en mi vida. En aquel momento nos pareció un montón, después no tanto, pero una década más adelante, cuando en los medios de comunicación se naturalizó una aberración llamada “pago por canje”, que de pago no tenía nada, porque consistía en darte gratis cosas que no habías pedido ni necesitabas, como fines de semana en estancias turísticas (un clásico de aquella época), entendí que era muchísimo. La compensación económica por un trabajo puede parecer la cosa más natural del mundo, pero en el ambiente artístico es escandalosamente común que algunos vean el pago como un elemento no tan importante en la ecuación. No era el caso de Antonio. Lo suyo no sólo era abrir espacios para favorecer la comunión entre los creadores y su público, sino también pagarles lo mejor posible.
Mi recuerdo de él en la redacción era el de un tipo callado, que pasaba mucho rato frente a la computadora, diseñando la revista y contestando con monosílabos, si es que llegaba a contestar. Tata Alcuri llegó a burlarse de eso desde las propias páginas de Guambia. Ahora creo que hablaba tan poco, al menos en el ambiente laboral, porque no estaba especialmente interesado en reflexionar sobre los contenidos de lo que publicaba, sino en ayudar a que vieran la luz.
La década de los 90 no fue fácil para Guambia. Las ventas de diarios y revistas bajaban, para los avisadores parecía que el hecho de que un medio de prensa tuviera un buen tiraje no era motivo suficiente para pautar en él (sigue siendo así), y el clima de la época empezó a volverse más frívolo. La política ya no importaba tanto y el humor cholulo de Marcelo Tinelli empezó a pegar fuerte. A fines del siglo XX la revista dejó de salir, luego tuvo una sobrevida como suplemento del diario Últimas Noticias y finalmente desapareció.
Pero casi al mismo tiempo apareció otro gran proyecto de Antonio, el Espacio Guambia, que funcionaba donde antes estaba la redacción. Además del nombre y el lugar, esta sala de espectáculos compartía con la revista, y seguramente con todos los proyectos de Antonio, el objetivo de reunir a audiencias y creadores, respetando su laburo. Tras décadas de trabajar con ese norte, aquello seguramente se había convertido en algo parecido a un acto reflejo, un camino sobre el que no había que teorizar o hacer alharaca, sino simplemente recorrer, porque era necesario y correcto.