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Ilustración: Ramiro Alonso

La vida es juego

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La columna de la autora de El infinito en un junco

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Empollona. Repelente. Lista. Todo, incluso los halagos, puede arrojarse como insulto. A la defensiva, te acostumbraste a ocultar cuánto te apasiona aprender. Era mejor esconderte, revestir tu interés de un disfraz utilitario: si consigo sobresalientes me comprarán una bicicleta, me llevarán de viaje. Las negociaciones y los sobornos eran menos sospechosos que el entusiasmo. Imposible reconocer que saber era para ti el deporte más intenso, la droga favorita, la embriaguez más completa. Un placer inaplazable.

Con el tiempo averiguaste que la palabra “escuela” procede del griego “scholé”, que significa “ocio, tiempo libre”. Nuestros antepasados pensaban que las horas de estudio son un recreo para uno mismo, frente al trabajo, que te pone al servicio de un amo o del dinero. En latín, studium se traduce por “afición, mimo”. Y la voz ludus, de la misma familia que la ilusión, servía para nombrar a la vez el juego y la escuela. En la división entre descanso y tareas, aprender pertenecía al terreno de la libertad y la diversión. La escuela antigua no siempre supo estar a la altura de ese risueño ideal, pero ya Sócrates y los sofistas entendieron la enseñanza como disfrute y diálogo. Con su afilada ironía, el filósofo ateniense se mofaba de la solemnidad de la educación pomposa y sus diálogos interpelaban a la gente entre bromas, por las calles o en el ágora. Su método excluía el miedo o la ansiedad.

Siglos más tarde, Epicteto se interesó por las lecciones del juego. Que la vida iba en serio lo comprendió muy pronto. Nació esclavo de un amo cruel cuyas palizas le provocaron lesiones duraderas. Consiguió la libertad y se dedicó a ser maestro de pensamiento. Cuando en el año 93 el emperador Domiciano decidió expulsar de Roma a los filósofos y matemáticos, se instaló en la ciudad griega de Nicópolis, donde subsistió pobre y solo. Sin embargo, sus Disertaciones aconsejan afrontar cada tarea con la perfección del más hábil jugador y, al mismo tiempo, esa distancia que sentimos hacia el balón. “A ninguno de los contendientes le importa la pelota como un bien o un mal, sino que le importa tirarla y recibirla. En eso reside la armonía, en eso reside el arte, la rapidez, la maestría”. Epicteto señaló una paradoja esencial: necesitas cierta ligereza para jugar con solidez. En los grandes campeonatos, quienes se muestran agobiados por el acontecimiento, obsesionados por la victoria, pierden brillo, gozo y alborozo. Aceptar con alegría el riesgo del error permite explorar la mejor versión de cada persona. Nuestra obsesiva cultura del éxito detesta la derrota, cuando es la higiene básica de la partida. Este empecinamiento añade una presión innecesaria que destruye la libertad de experimentar y arriesgar. El pensador estoico hubiera aborrecido como una forma de esclavitud mental la obstinación por los resultados académicos y los implacables expedientes impecables.

En esta época de grandes desafíos, ansiedad creciente y medios menguantes, quienes se dedican a la enseñanza deben afrontar cada día auténticos ejercicios de equilibrismo y malabares. Para que su trabajo no se convierta en campo de batalla, sino de juego –como querían los antiguos–, necesitan apoyo y recursos. Hemos colocado sobre sus hombros una enorme responsabilidad, y nos corresponde ofrecerles deportivamente confianza, compañerismo y cordialidad, sin olvidar que “escuela” significa “recreo”. El ensayo clásico de Johan Huizinga Homo ludens explica que jugar no es lo contrario de la seriedad, como muestra la concentración de los ajedrecistas. De hecho, implica un orden que “lleva al mundo imperfecto y la vida confusa a una perfección provisional. La mínima desviación estropea todo el juego, le hace perder su sentido. Si se incumplen las reglas se deshace el mundo imaginario”. Desde tiempos inmemoriales, a todas las edades, buscamos pretextos lúdicos para poner a prueba nuestras habilidades en una atmósfera de concentración y reto, pero también de alegría y broma. Aprendemos más cuando el puro placer nos hace olvidar que estamos aprendiendo. Con suerte, conseguimos ser niños con los años: tal vez sólo deberíamos tomar en serio lo que nos haga sonreír.

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