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Fernando Muslera, José María Giménez y Diego Godín, después de la derrota ante Francia, ayer, en el estadio de Nizhni Nóvgorod. Foto: Johannes Eisele, AFP

Últimos metros

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También está por terminar el otro Mundial, el que no se ve en la cancha.

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El metro se llena de gente al pasar por la estación Spartak, vecina de los cimientos del coqueto estadio moscovita del mismo nombre. La tómbola del andén me premia con una puerta abierta justo en el lugar en el que estoy parado, delante de un malón que también aguarda por volver a casa. La suerte viene por duplicado. Ya en el vagón, un asiento libre me espera después de dar no más de tres o cuatro pasos.

A mi izquierda, dos tipos hablan en inglés en voz alta. Uno de ellos, el rubio que viaja a mi lado, tiene un gesto que me llena de culpa, que llegué a evaluar pero nunca concreté: le ofrece su lugar a un niño de ojos rasgados que está de pie junto a alguien que parece ser su padre. El botija lleva la bandera inglesa pintada en una de las mejillas. ¿Ascendencia china, japonesa o coreana? Imposible saberlo. El sospechoso de ser padre, de iguales rasgos, agradece pero dice que no. Mi gentil vecino de asiento insiste y se vuelca hacia su izquierda, para que el nene se ubique entre él y yo. Me desplazo unos centímetros hacia mi derecha y el gurí acepta el convite. Viajo callado con mi vaso de cerveza vacío ya convertido en souvenir mundialista. Y los dos tipos que venían hablando retoman su charla, siempre en inglés y en voz alta. En eso, se escucha la palabra clave: “Uruguay”. Algo suena familiar, más allá del nombre del país. El acento, sí, el acento suena familiar. El acento del tipo semipelado que lleva una bandera de Rusia atada en el cuello y habla en inglés con el rubio que le hizo sitio al botija de ascendencia asiática que que tiene pintada la insignia inglesa. Eso es. Entonces, pregunto: “¿Uruguayo?”. Y el aludido me dice que sí y empezamos a cambiar figuritas. Me cuenta que es de Juan Lacaze y que trabaja en la balanza que está al pie del puente de la ruta 1 sobre el río Santa Lucía, en suelo de San José. A las risas, agrega que la bandera rusa se la cambió a un lugareño por una uruguaya. Le cuento que soy de Montevideo y que estoy trabajando en la cobertura del Mundial. El rubio queda en el medio y sigue la conversación como la reina en Wimbledon: girando la cabeza a izquierda y derecha, como si las palabras fueran una invisible pelotita de tenis. Da muestras de interés, sí. Pero también evidencia no comprenderlo todo. Entonces, el lacazino me cuenta que el rubio es un ruso de Samara al que conoció en un hostel de Moscú porque hasta allí llegó con su familia para hacer un rublo extra durante la zafra mundialista. Aclaro: el que fue a laburar fue el ruso. El de Juan Lacaze está paseando, nomás. Le dieron licencia en la balanza. El padre del botija –un adulto canoso de factibles raíces chinas, japonesas o coreanas, que viaja parado frente al pibe– dice algo a la pasada que no entiendo exactamente. Pero paga dos pesos que es un elogio a la selección, a nuestra selección, por cómo acompaña sus palabras buscándome con la vista, con expresión de reconocimiento. No llego a responder porque salta un tipo con acento porteño, que va sentado a mi derecha. O sea, del lado opuesto al que ocupan el botija, el ruso y el de Juan Lacaze. El nuevo tertuliano también le da para adelante a Uruguay. Le consta la cercanía del partido con Francia pero no sabía nada de la lesión de Edinson Cavani. Bajo la dosis de exitismo y le cuento lo del Edin. Se queda pensando y asume que las cosas no son tan sencillas. Pero el diálogo se corta, porque el ruso – tremenda baraja, el ruso– no para de preguntar una cosa tras otra, con particular interés y una pizca de sentido del humor. Vivazo, quiere saber qué nos dice CNN acerca de Rusia. Se empieza a filtrar la cuestión política. El lacazino cuenta que alguien de su familia es comunista, yo le digo que mi abuelo también. Al entenderlo, el anfitrión suelta algo parecido a una sonrisa. Y dobla la apuesta y me pregunta qué pienso de la actualidad de su país sin dejar de mirarme, bien de al lado. Trago saliva, me valgo de mi limitadísimo inglés para tratar de explicarle que Vladimir Putin no me convence, sin decir mucho más ni levantar demasiado la voz: tampoco es cuestión de inmolarme. Creo que no comparte la idea pero se esfuerza por respetar. Me salva la campana. Estamos por llegar a la estación Lubianka, donde tengo que meterme en el laberinto de escaleras y túneles para combinar con la línea roja, que tras unas pocas paradas me dejará en mi barrio moscovita. El ruso y el lacazino también bajan. Los chinos, japoneses o coreanos que hinchaban por Inglaterra y el argentino quedan atrás, y alguien –creo que un porteño distinto al que habló antes– nos despide con otro elogio a la celeste, medio a los gritos.

De un largo túnel nace un brazo que conduce a la estación por la que pasa la línea que preciso para volver a casa. El ruso y el lacazino me acompañan hasta la bifurcación subterránea. Un previo plan de tomar algo surgido entre carcajadas muere en el instante en el que me percato de que estamos cerca de la una de la mañana, hora en la que –según tengo entendido– el metro de Moscú descansa por un rato. Nos despedimos, seguramente para no vernos nunca más. Siento algo parecido a la nostalgia, como si el final del viaje en metro anticipara el del Mundial.

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