Va saliendo la gurisada de los cubiles húmedos del sector D0, a los pies de una de las planchadas. Adrián nos grita desde el primer piso, dice que “a ver cuándo baja”. En realidad todos gritan por salir. El fútbol es la excusa. El módulo 10 es un grillerío constante de ganas de gol, de carne, de sal, de sol y de viento. Ahí vienen saliendo los pibes. José calienta en la puerta de la celda mientras la fila se arma cerca del policía que va tirando los nombres. José cuelga los ojos del piso y ensaya una coreografía marcial simétrica, un calentamiento, un cuelgue corpóreo, una salida en el movimiento. Los gurises se van presentando: Lázaro, Luciano, Juancito, Jorge, Juan Carlos, Carlos el otro, Daniel que está para irse, como el Chancho, porque son compañeros de causa. José espera que la fila se esfume en los cacheos. Se arrima, mantiene el movimiento, no se gasta en mirar a los ojos hasta que su nombre no aparece en la lista. Ahí sí se prende de la vista del cobani y enfatiza nombre completo y apellido. Por ahí aparece y entonces sale, como un jugador por el túnel sacándose las últimas mentiras del cogote nervioso, como un boxeador bajo la capucha y rumbo al ring, sacudiendo los cordones de las botas, ensayando pasos de un baile que lo hace vibrar. La ansiedad empieza a sudar desde las cejas.
Stefanía se ajusta los cordones de los botines. Hay un ritualismo impostergable en algunas cosas, como subirse las medias, secar el sudor con la camiseta, volver a ajustarla por adentro del pantalón. Con enfática dulzura Stefanía marca el calentamiento. El desafío es coordinar entre la pelota, el cono y el otro. El desafío de coordinar con el otro es una cuestión vincular. De hablarse, de prestarse los ojos. El fútbol es una cuestión vincular. Es la excusa para vincularse. El vínculo es una cuestión para pulir en el juego. El diálogo es el pase, la conversa es el partido. El grillerío cuelga de las ventanas como los trapos que no son banderas. Luego del calentamiento se reparten los colores para defender, y se resuelve el arco para cuidar, por lo tanto el arco para vulnerar.
Seba va carpeteando al golero mientras separa al zaguero con el brazo y acomoda con el revés la pelota lejos de piernas ajenas. Cuando encuentra el hueco saca el zapatazo furtivo, el travesaño suena y queda temblando, mientras de las ventanitas desciende una vocal de lamento que se transforma en el instante que la pelota pica de una línea que no existe para adentro, y vuelve a perderse contra el alambre del perímetro porque no hay red. El lamento se transforma en un segundo en grito de guerra. Las protestas al árbitro no se hacen esperar, pero Sebastián emprende su carrera de gol mirando a la tribuna enrejada y con los brazos abiertos. Es lo más parecido a la libertad.
Suena un trancazo que no es de rejas. Es pierna, cuero y pierna. Pelota, zapato y pelota. Cuatro piernas, cuatro championes y una pelota que se deforma. Stefanía y Alfredo trancan una pelota sin amo. Una jugada sin dueña. El ruido rebota en las paredes del módulo y vuelve mientras la jugada sigue. O te enseñan a trancar fuerte o trancás fuerte porque no te queda otra. En el patio de la abuela de Stefanía el fútbol fue moneda corriente. El patio era la canchita donde los varones y ella se debatían en duelos que sólo se terminaban con la luz. El fútbol te pega de botija o no te pega. Aunque muchos se enamoren en tiempos mundiales, el fútbol está intrínseco en los orientales y en las orientalas, como la vidalita.
En contrapartida al gol de Seba y mientras el trancazo, un arquero al que le dicen Tío saca rápido porque el tiempo apremia. En la cárcel el tiempo siempre aprieta. El Tío se apura porque lo ve a Lázaro desesperado que la pide. El bochazo desmedido parece que se va lejos pero baja justo a la altura de la planchada del medio. El arquero que se rescata tarde, la pelota que da en el palo, luego en la espalda de un arquero ya destartalado, para perderse adentro del trampero, e ir a parar a las aguas confusas atrás del arco. Golazo de arco a arco, como otrora hiciera Manga, aquel arquero tricolor de ojos norteños y manos largas. Stefanía consuela a Miguel que está quemado con la jugada anterior y con la vida misma. El fútbol entonces como el consuelo de los desahuciados. El fútbol como la excusa para el consuelo. En el último partido se define quien gana pero a pocos nos importa. Salir campeón es otra cosa.