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Hincha de Colón de Santa Fe, antes de la final de la Copa Sudamericana, el 9 de noviembre, en Asunción del Paraguay.

Foto: Juan Mabromata, AFP

Hay un siempre para la batalla

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Redacción al margen | Sobre la final de la Copa Sudamericana.

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Duele, sí. Son cosas que pasan. Pero la historia no son los finales. A la señora que cerró el negocio no le importó nada. A ella, la peluquera del barrio, la dominó más lo que lleva en el pecho que la mente fría, entonces no midió el impacto del fin de semana, o sea, los días que más trabajo y dinero hace: bajó la persiana y se fue en busca de eso que llaman amor, o sea, un rato de felicidad. Días antes, esa señora que no conozco atrapó mi atención con un pizarrón pintado que, avisando que cerraba viernes y sábado, decía: “Perdón, pero juega Colón”.

Duele, sí. Son cosas que pasan. Pero la historia no son los finales. El fútbol es el arte de lo que puede pasar y, por eso, se parece a la vida. A veces reina el pesimismo, ver todo mal, oscuro, jodido, pero el resquicio de fe aparece. A veces gana el entusiasmo y ahí todo es más fácil de notar, porque la flor del pecho se abre, juega en la cabeza, y más vale que nadie venga a decir nada. Pero la mayoría de las veces, la mayoría posta, se dubita, se va con la esperanza escondida donde late el escudo, porque lo cerebral no deja pillarse, para qué, si en este lugar del mundo está bien pago jugar de 5 y no regalar nada, más allá de que nos creamos todo.

Duele, sí. Son cosas que pasan. Pero la historia no son los finales. Por eso Alberto Nini salió en bicicleta hasta Asunción. Arrancó en San Javier, una ciudad santafesina –histórica tierra donde los indios mocovíes pasaron de las buenas a las malas por desidia de los colonos, qué novedad–, para recorrer quién sabe cuántos kilómetros a pedal y llegar embanderado a la capital paraguaya, sumándose a 35.000 almas. A Alberto, gorro, camiseta y calza rojinegros, se le notaba la marca del sol en cada pliego de su piel, la sonrisa como los árboles en primavera y los ojos de los pájaros que vuelan.

Duele, sí. Son cosas que pasan. Pero la historia no son los finales. Entonces una vez le conté a Vega que, cuando vivía en una casa con el típico patio delantero de ciudad del interior, apenas contenido por un muro bajo, de poco más de un metro y medio y adornado por una reja, en las tardes de ocio y juegos virtuales siempre elegía Colón. Puedo citar de memoria el equipo subcampeón de 1997, mirá vos. Entonces Vega, después de que habláramos de que “Vayan pelando las chauchas” también es himno de Colón gracias a los hermanos Medina, puso un video en Youtube, en el que otro Vega, al final de un partido, siendo médico del equipo, remó a trompadas un momento en que la cosa se puso brava. No da para festejar piñazos, es una forma primitiva de “arreglar” las cosas, pero entendí la idea: hay una parte del fútbol que es inconsciente. Contradictorio, es como bailar en una pata.

Duele, sí. Son cosas que pasan. Pero la historia no son los finales. Final fue la que ganó Independiente del Valle, y vaya si hizo historia ese cuadro negriazul, un club que rompió las cadenas de los que evangelizan gritando “siempre ganan los grandes”, un discurso que se parece a creer en los Reyes Magos: dura hasta los ocho años. Ahí habita un campeón y en esa parte de Ecuador todavía es sábado.

Duele, sí. Son cosas que pasan. Pero la historia no son los finales. Juran allá en el litoral que no hay fronteras, que los ríos no distinguen las arenas y que, tanto en el Uruguay como en el Paraná, “buen pescador es el diablo / –dicen los viejos isleños–, / usa espineles de astucia / y hermosas guaynas de anzuelo”.

No enseñan a vivir, hay que morder el anzuelo: perder se parece a los domingos, a los lunes no hay que hacerles caso y los martes se vuelve a creer. Qué lindo es ser de Colón, dirán.

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