Hace una punta de años hubiese hecho sonar las campanitas de la puerta cancel de mi casa en simultáneo con el grito a mi madre: “mamá, estoy en el Palermo”. Pudo haber sido un miércoles a la 1 de la tarde como el otro día, con la fruta en la mano, o un sábado de tarde con el bolso abajo del brazo, o un martes de tardecita. Es como si hubiese sido siempre así, aunque hayan pasado más de 40 años desde que empezó esa rutina.
Mientras llegaba al Palermo coincidí con una señora, un adolescente y dos niñas abrigadísimas con sus cancanes y chalecos rosados. Recién salido de mi casa paterna, elijo de la góndola de mis prejuicios una gran abuela que lleva a los nietos a comer a la parrillada de la esquina. Cuando cruzamos la calle, ellos y yo, pasamos de largo por la parrilla, que como es mi barrio, sé que antes de ser Feliciano fue Don Balón, pero antes, mucho antes aún, el almacén de Jaime, donde todos los días confluíamos los vecinos a hacer los mandados y a conversar de fútbol con aquel asturiano que desembarcó, hizo familia y se hizo de Peñarol, cuando ni soñábamos con que un día ahí, a una cuadra, iba a haber un partido de la Copa Uruguay con 76 participantes de todo el país.
Seguimos de largo, decía, y en esos 70 metros que separan la esquina de la puerta del Palermo fui pensando que irían al parque, o a visitar a una tía vieja, pero en la esquina, llegando, sé que van al mismo lado que yo y ahí pienso: ¡qué bien el viejo Racing, cómo sigue germinando de abajo!, porque yo no es que sea el rey de los pasteleros, sino en todo caso uno de los primeros ejecutantes -desde la prensa- del poliamor futbolístico. Tampoco es que sea hincha de todos, pero este encuentro era de queridos.
Cuando cruzamos Ricaldoni y quedamos frente al escáner de la funcionaria policial, veo que la señora no iba a la parrilla, capaz ni era abuela, y no iba a ver a Racing, porque pregunta dónde se compran las entradas para ver a Huracán de Paysandú.
Entro, me acomodo y me sorprendo con la cantidad de gente que hay, pero más cuando miro para enfrente y veo bastante gente de Paysandú. Los cuento y son 62, y faltan mis compañeros de caminata, a los que a los cinco minutos veré aparecer gracias al chaleco rosado de las niñas.
De todos los partidos que vi de estos 32 que llevaba la copa hasta ese momento, este es el que más se parece a lo que imaginé antes de empezar, y se parecerá después mucho más cuando el desarrollo del juego y el acompañamiento, las reacciones y las emociones de los y las hinchas.
Hoy no puedo, tengo partido
El desarrollo del partido se dio de manera normal. Ambos equipos tenían un plan preestablecido emparentado con sus desarrollos en el mundo del fútbol en el que compiten siempre, y así lo trasladaron al campo sintético del Palermo donde Racing ejerció la localía. Los montevideanos, históricos referentes del fútbol profesional, y en pleno desarrollo de una gran campaña en la segunda división profesional, son los que impusieron el ritmo de juego, y por ende los que más tuvieron la pelota, aun cuando su entrenador, Damián Santín, eligió una oncena alternativa.
Los sanduceros, representantes del fútbol de barrio, que en 2018 compitieron y salieron campeones de la Copa Nacional de Clubes B con sus futbolistas –trabajadores vendiendo empanadas, ravioles y tortas de fiambre para costear sus viajes que tendrían destino en la gloria–, se defendieron con orden, con un arquero que parecía pasado de peso para los cánones del fútbol profesional, pero que en cuanto la gente lo vio actuar se maravilló; un par de zagueros tan macetudos como anchos que saben cómo tirar los kilos para adelante, pegar un dedazo para la tribuna y cabecear pelotas como bochas, y un par de jalvitas livianos y ferreteros que sueñan con ser punteros, pero que la vida les dio el oficio de marcador, el que cumplen de manera aprehendida, sin olvidar alguna buena galopada a los confines de los sueños, bah, o de donde puede aterrizar ese ollazo.
Cuando se fue el primer tiempo quedó la idea de que aquel escenario, uno de los posibles en este inmenso y democrático campeonato que junta a todos con todos, en formatos de juego, organizaciones, ciudades y pueblos, profesionales y amateurs: una oncena de futbolistas que debieron pedir el día en el trabajo para hacer 400 kilómetros y jugar, los de Huracán de Paysandú, frente a un cuadro de profesionales que puede mover su plantel y hacerlo muy competitivo, los de Racing, líderes de la B de la AUF.
No, claro que no fue Maracaná, ni el Camp Nou, ni siquiera alguna gloriosa tarde en Montevideo o Paysandú. No, no tuvo ni la épica, ni la masividad de los grandes partidos, pero los 300 que estábamos ahí seguro que quedamos confortados con un partido perdido en el mundo de las noticias entre un equipo de Montevideo y otro de Paysandú que se jugó un miércoles a la una y media de la tarde.
A las tres y media, cuatro, la abuela ya debe estar parando en la panadería para comprar la merienda para las niñas, y yo, mientras el mundo sigue andando tras la victoria de Racing 1-0, y la gente ya volvió a sus casas, a sus trabajos, a sus esquinas, en Montevideo o camino a Paysandú, siento que la Copa Uruguay era una necesidad, y ahora una perfectible realidad en el mundo del fútbol, que es un poco en la vida.
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