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Martín Carbone y Agustín Tinetti.

Foto: Mara Quintero

Un mundo de camisetas: Rock and Gol, una marca de ropa que une el amor por el fútbol y la música

5 minutos de lectura
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Entrevista con Agustín Tinetti y Martín Carbone, ex futbolistas, hoy dedicados a una empresa que une sus dos pasiones.

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El Piki De Fassio era el técnico de la octava de Nacional, el contacto lo hizo la madre de su mejor amigo, Diego Maag, que vivía en el mismo barrio que el DT y allá fueron por la prueba. Diego le prestó unos botines a Martín porque no tenía. Su mejor amigo no quedó y él sí, lo que significó un primer vacío. Diego lo alentó a seguir. Después tuvo algunos rollos en La Picada, el cuadrito del baby que no lo quería largar así nomás. Todo era nuevo, arco grande, cancha grande, pretemporada y la noción de estar en un nivel superior a la mayoría del resto. Martín hacía goles a lo loco, usaba el cuellito como Éric Cantona y tenía el fetiche de a los Adidas Copa, mojarles la lengüeta y secarla al sol con un palillo, para que el cuero quede blandito y rebote contra los cordones al tranco. “No pensaba en otra cosa que no fuera fútbol'', dice Martín Carbone.

En la Séptima División lo citaron a la sub 15 de la celeste con el legendario Víctor Púa, que a fuerza de barrio elevó a unos cuantos futbolistas a la posibilidad de trascender. En aquel plantel juvenil había jugadores como Gonzalo Novegil, Horacio Peralta, Rulo Raúl Denis, Mario Leguizamón, el Pollo Rúben Olivera que era un año más chico; cruzó por primera vez el Atlántico para jugar un campeonato amistoso. Había quedado afuera del viaje anterior a Francia y estaba fascinado. Recién años después, incluso muy cercano en el tiempo a este texto, se enteró que había quedado afuera porque se había tenido que retirar urgente de la práctica ya que a su padre le había dado un ACV. El fútbol es una montaña rusa de ingratitudes y revanchas. Su viejo parecía que se moría.

Un par de años después, casi al mismo tiempo, quedó desafectado del plantel que jugaría el Sudamericano del 99 y lo dejaron libre en el club de sus amores: “Me preparaba todo el año para jugar los clásicos”. El fútbol es una estantería que se te está cayendo siempre. Martín Carbone recaló en Huracán Buceo, otro mundo, donde estaba Diego Maag, el amigo con quien había llegado a Nacional, el mismo que lo había alentado a seguir a pesar de haber visto frustrado su sueño albo. El fútbol es la presencia constante de las amistades. Vestuarios cavernosos, agua fría y cada uno con su ropa: en Huracán los sueños se vestían así. Dieron la vuelta juntos por el Apertura de la divisional A de la Cuarta División. Ahí también estaba el Rulo Denis y Christian Pichón Núñez, que terminaba de entrenar, pasaba por el cante y salía a correr otra vez para ser mejor que el resto. Perdieron la final del uruguayo con la generación 82 de Defensor Sporting en el Pichincha, donde a pesar de que “hubo gol de Carbone”, jugaban nenes como el Turbo Gonzalo Vargas, Sebastián Taborda, Willy Martínez, el Chueco Lastarria con el que siempre tenían lío, Nacho Ithurralde, y Edú Pepe que “la hacía chiquitita así”, dice Martín mientras hace el gesto con los dedos de un balón imaginario, gastado por los championes de un pibe olvidado.

Taller de Rockandgol.

Foto: Mara Quintero

Daniel Torres era el técnico de aquel Huracán Buceo y dice Martín que era un personaje. Como se fue a Villa Española, le dijo a Martín que se viniera para jugar en Primera porque en Huracán había demasiados valores. “Me enamoré de ese Villa Española”, sostiene. Aunque cuando Daniel Torres se fue se sintió “solo, solo, solo, solo”. Asumió Gustavo Matosas en su primera experiencia como técnico. Martín jugó un partido contra Peñarol en el Centenario en la reserva, para lo que se preparó como si fuera un clásico, y le rompió los ojos a Matosas, que terminó por instalarlo en la Primera División del club. En una práctica el técnico se metió a jugar y Carbone le tiró un caño, a lo que Matosas contestó con tremendo golpe en el medio del pecho, una escolaridad que debería estar extinta. Al tiempo llegó la desafiliación del club, los sueldos colgados, la pudrición y la necesidad del mango. Empezó a trabajar en una tienda de ropa donde conoció a Agustín, de quien se sabía que “venía de jugar bien en las inferiores”.

Agustín jugó en la generación 87 del Club Atlético Bella Vista, cuadro de antaño montevideano y bien yorugua, del barrio del Prado de la capital. En aquel tiempo el club inauguraba su complejo deportivo en la zona suburbana y todo pintaba para bien, venía de romperla toda en el Estrella del Norte de Sayago, en la canchita de Camino Ariel y Bell. En una cruzada a La Plata fueron también las juveniles de Racing y Agustín, con el Chapa Axel Ocampo, volvieron a romperla. Ocampo jugó en la generación de Nacional de Bruno Fornarolli, Mathías Cardacio y Luis Suárez, entre otros, y es hoy en día el psicólogo de la selección mayor que dirigió Diego Alonso. En La Plata a Ocampo y a Agustín Tinetti les decían “el Hormiga y el Enzo”, por Alzamendi y Francescoli, ídolos de River. A Racing, a la vuelta, Agustín fue caminando desde su casa con tres amigos más del barrio para probarse.

Axel y Agustín terminaron practicando en Nacional porque el ojeador del club albo de aquel tiempo también los vio en aquella prueba. Nil Chagas era el entrenador y el utilero era el popular Samantha de la voz perdida; jugaban un Marcel Román, un Palillo Gustavo Aprile. Y aunque a Agustín no le pasaba el sentimiento que a Martín por el cuadro de La Blanqueada, sino todo lo contrario, él “quería jugar”, como dice con pasión mientras se agarra de la mesa. Se probó entonces en el Parque Central viejo, aquel de ladrillos, al que lo acercaba el bondi número 2. Wilson Di Cono, que había descubierto en Peñarol a jugadores como el Pelusa Federico Magallanes y Antonio Pacheco, habló con el padre de Agustín, manya sentido, y le recomendó llevarlo al papal, donde trabajaba en aquel tiempo. El primer partido erró un penal contra Racing. Era chiquito, todo el mundo esperaba que creciera como esperó el Barcelona a Lionel.

Foto: Mara Quintero

Estuvo en la selección en la “época de Enzo Scorza”. Se iban juntos en el bondi. Esa generación formó la selección uruguaya que disputó el inolvidable Mundial juvenil en Canadá, donde brillaron algunos. Agustín habla de jugadores que se perdieron en ese camino que relata, “cómo me dolía cuando se iba un jugador que quería”, dice. “Me miraba el escudo de la selección en la camiseta y no lo podía creer, no podía dormir antes de ir”. Caminó dos años desde Sayago al Nasazzi y se cansó. En casa no había un mango y Agustín estaba “Varela”. Un día estaba esperando a un amigo que lo pasaba a buscar para ir a una práctica y el amigo no pasó o él llegó tarde, pero ese día se dio cuenta que aquello se había terminado.

Agustín y Martín fundaron Rockandgol, una marca de camisetas que reúne las pasiones del fútbol y la música. Los diseños forman parte de una discusión casi constante donde participa otro muchacho que al fin y al cabo las diseña, y que también lleva en sus venas ese trille de las inferiores que te hace curtir Montevideo, la calle, los barrios, la gente. En la gira mundial del disco The Game, Queen se presentó en Argentina y Diego, que recién había sido incorporado por Boca Juniors, presentó el tema “Another one bites the dust”, que significa algo así como “Otro que muerde el polvo”, que puede decir un montón de cosas. Ese fue uno de los primeros diseños de la marca. Así empezaron a unir una canción de Johan Cruyff con un pucho de Deep Purple, una gambeta de Angus Young con un poema de George Best, un asado de Pink Floyd retratado en una postal de equipo recordando la letra de “Money” que dice New car, caviar four stars, star daydream, think ill buy me a football team. Los Redondos con Zidane y el Pibe Valderrama, Megan Rapinoe con una canción de los Doors, y Fashanu con otra de Freddy Mercury que dice que quiere ser libre. Las estampas de sus pasiones están en la calle y el fútbol en sus venas, como dice una canción de La 25 que en realidad habla de otra cosa.

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