Se viene otro clásico, un enfrentamiento que desde hace ya mucho más de 100 años se ha transformado en un acontecimiento sociodeportivo que mueve y sacude a todo el Uruguay.
Aunque por décadas y décadas el clásico, o la acumulación de ellos, era lo que definía quién se perfilaba como el campeón, un partido entre Nacional y Peñarol es mucho, muchísimo más que un crucial acontecimiento de la competencia deportiva. No importa si decide una cosa o la otra, o si no define nada. Es, está ahí.
Cada clásico tiene su sello, su particularidad buena o mala, para que quede en los anales de la historia grande o de las historias mínimas, y este del próximo sábado a las 16.30 en el Parque Central de movida tiene, como pasó hace meses, la exclusión absoluta de cualquier hincha del club visitante.
Es lo que se viene y es devastador porque se empieza a deconstruir lo que por décadas y décadas, generación tras generación, fue un bien común a los uruguayos: ir a los clásicos.
Ciento mucho
He visto, desde niño hasta estos días, un mínimo de 150 clásicos, entre aquel del sol reventándome en la Olímpica, mientras los vendedores pasaban por encima de los diarios que habíamos llevado con mi padre para sentarnos, “¡acaramelado el pop!”, “¡hay sanguche-vasito-bombón helado, Conaprole helado!”, el cocacolero que cargaba en su canastito de lata con hielo 20 o 30 botellitas y al que nunca se podía llegar; y estos últimos experimentando en cabinas o palcos, lejos del Centenario y con una parafernalia tan espantosa para entrar que el rito de iniciación de niños y niñas en ese espectáculo único se pone en cuestión.
Aquella vez de la Olímpica tenía 6 años y no sé ni cómo salió, pero tengo imágenes que me perduran o que me he inventado con el paso del tiempo, de las carreras del Pardo Abaddie, canoso, por la Olímpica, de Joya y Spencer, de Domingo Pérez, de Roberto Sosa, de Celio Taveira Filho. Recuerdo gorritos, gente casi en familia de un cuadro y del otro, gritando, festejando, sufriendo.
Hasta el liceo creo que nunca fui a un clásico solo, y cuando papá no estaba o no podía fui con Ricardo y su padre, con mi tío el Vasco Muracciole, con el papá de Alberto Núñez, con mi tío Juan, el primero en regalarme una pelota de cuero de verdad.
Algunos de nuestros antecesores e iniciadores de nuestra gloriosa afición por el fútbol, por la camiseta, y entonces también por ese evento ineludible que son los clásicos ya no son o no pueden ser habitantes del cemento, como lo fuimos nosotros por una eternidad de partidos y campeonatos.
Ahora ha tocado ser los reticentes iniciadores, continuadores de ese rito mágico de contacto con el cemento, del aprestamiento del grito lejano e inconducente, pero corrector, y de fe, desde la tribuna al campo.
En Uruguay la realización de un Nacional-Peñarol era la invitación a una fiesta, a una ceremonia, a un asado. En todo el país, seamos o no familia, nos movilizamos, nos aprontamos y nos generamos todo tipo de expectativas cuando sabemos que se celebra el clásico -así, simple y común nomás, sin necesidad de aumentativo marketinero de súper- y la mayoría de nosotros se pone en torno de lo que vaya a suceder, lo que suceda y el después de este partido de fútbol, que trasciende completamente lo que pasa en la cancha entre sus protagonistas.
Un clásico entonces es-era una acción popular vivificante y removedora, plena de emociones que aúna afectos y distancias.
Esto es cultura, animal
El clásico como elemento cultural innegable es una construcción capa a capa, generación a generación, alimentada por virtudes y esfuerzo, adhesiones y pasiones, goces y sombras.
Aunque suene a retorcido o un poco loco, siento la obligación moral y ética de estirar por los tiempos de los tiempos la cultura futbolística de mi pueblo, y procuraré llevar de mis manos a esas niñas y esos niños a iniciarse, a seguir con el aprestamiento básico de la singular emoción, de atravesar las calles entre propios y extraños, trepar en pasos de elefante esas enormes escaleras sin pasamanos a la emoción, hacer equilibrio entre piernas, bolsos y mates hasta encontrar el lugar adecuado, y sentarse a que pase la vida ante nuestro ojos con los colores que nos han dado, que hemos tomado, o que simplemente son tan nuestros y ajenos como el cuarto de los abuelos.
Se viene un nuevo clásico. Es el motor de una semana que no es igual a otras.