Son ellos. Seguro. No hay confusión. Ahí andan. Ahí están. Ahí andan y ahí están los dos, los dos siendo casi uno, más que cerca en esa callecita cualquiera de Buenos Aires.
Messi y Di María ríen.
Di María y Messi lloran.
Messi bambolea la cabeza para acá y para allá, para el norte y para el sur, quizás rumbo al pasado o quizás hacia el futuro. A su lado, Di María también. De nuevo: son ellos, no hay confusión, Messi y Di María, Di María y Messi.
Primero, Messi: es ancho como medio portón, se le desparrama una barba rubia pero más despareja que rubia, sabe que jamás lo llamarán Pulga y lo único reluciente que tiene es el 10 de Messi sobre la espalda de su camiseta celeste y blanca que, enfundada por encima del pulóver, desde luego, dice Messi.
Segundo, Di María: más preciosa que la nostalgia del verano en medio de este clima de abrigos, morocha como el carbón que Di María juntaba pegado a su viejo cuando era un nene que fantaseaba con ser el más que crack que terminó siendo, tiritante hasta enamorar, elegante bajo el envoltorio de otra camiseta celeste y blanca en la que sobresalen el número 11 y las letras del apellido Di María. Messi y Di María se atrapan las manos como sólo lo vuelve posible el amor, pero no se susurran amor, amor y más amor. En esa callecita cualquiera de Buenos Aires, sus susurros desparraman otro mensaje:
-Si necesitás, reíte como él -suelta la boca de puras ternuras de Messi en la periferia del oído de Di María.
-Si necesitás, llorá como él -lanzan los labios de mismas ternuras de Di María en el aire que rodea a Messi.
Entonces, ríen y lloran y lloran y ríen. Como Messi y como Di María. Como el verdadero Messi. Como el verdadero Di María. Todos y todas son, en estas horas y hace muchas horas, Messi y Di María en la Argentina que, en estas horas y en muchas horas, tiene bastante aprendido que, frente a las intemperies de la existencia, contragolpeándoles a las inclemencias económicas, con un gobierno que aspira a colarse en la fiesta (como alguno anterior), el fútbol cobija y es un refugio para respirar felicidades.
Increíbles Messi y Di María, los verdaderos, los que en Miami reiteran el juego de beberse la Copa América, los que alguna vez brillaban y no eran campeones, los que después y después de después siguieron brillando para salir campeones. Messi y Di María son ellos, pero, como lo certifica en la plenitud del invierno porteño esa pareja hecha de Messi y de Di María entrelazando los dedos, son mucho más que ellos.
En una callecita cualquiera de Buenos Aires, en las avenidas de Buenos Aires, en otras ciudades grandes, en veinte mil pueblos, en incontables pueblitos, en las casas opulentas que son la minoría de un país de opulencias cada vez más obscenas y cada vez más concentradas, en los muchísimos rincones donde falta casi todo pero subsiste la pelota como ritual y como esperanza, la noticia evidente es que Argentina se torna bicampeón continental, en 120 minutos, luego de vencer 1-0 a Colombia. Pero la noticia profunda resulta otra. O la misma, y también otra. La noticia es que Messi y Di María son, están, andan por todas partes.
Acaso todo ocurra por efecto de la alegría, de que el fútbol constituye un vínculo posible con la alegría, de que las personas se empecinan en perseguir y en acariciar la alegría. Acaso sea eso, pero sumado al arraigo inempatable del fútbol en el pulso de una sociedad como la argentina a la que se le desflecan identidades y sueños (“El fútbol es lo único que nos queda”, abreviaba el gran escritor Osvaldo Soriano en los 90 cuando en la patria todo migraba a las alforjas de megacapitalistas). Acaso sean la necesidad de la alegría y la pertenencia histórica al fútbol, pero en multiplicación, porque, de modo permanente, llega el aviso de que todas y todos “somos” la selección y, en efecto, ahí se exhibe una garantía de que, al menos, algo colectivo y algo consistente “somos”. Y acaso, por encima de todos los acasos, Messi y Di María, Di María y Messi, deambulan transformados en camisetas, cada vez más piel sobre las pieles de millones, porque sucede algo que se mezcla con la alegría y hasta amenaza con atenuarla: Messi y Di María -ya o a la vuelta de la esquina- se van.
Hay un viejo chiste del maestro Caloi, quien fue uno de los grandes dibujantes y humoristas de este costado del planeta, en el que un tipo que acaba de convertir un gol y provoca el delirio de la multitud asciende a los cielos, conversa con alguien que luce pinta de Dios y le ruega que detenga el tiempo, que lo detenga para siempre, que genere que ese instante de plenitudes no se esfume, que comprenda que carece de sentido hacer que sigan avanzando los relojes. ¿Para qué? Si todo lo que vale la pena acontece durante esa fugacidad, si allí se unen el fútbol y la gloria, lo individual y lo colectivo, la dicha y una especie de eternidad. En una de esas, retumba como una pomposidad con pretensiones filosóficas, pero quien se acomode entre los habitantes de muchas mesas argentinas o entre los corazones de quienes hasta padecen la dificultad de disponer de una mesa notará que pasa tal cual, que en esta circunstancia palpita el viejo anhelo humano de vencer al tiempo: entre los motivos casi obvios que inducen a vestirse de Di María y de Messi, de ser ellos o un poco ellos, flota la certeza de que el día en que no estén ambos, un día que es inminente, el ahora tal vez proveerá maravillas, pero no serán estas maravillas: la era de Messi y de Di María, la era en la que la combinación entre el verde de los pastos y el celeste y blanco de las pilchas da como resultado ganar y, más que ganar, ejercerlo con un sello que invita, desde el fútbol, a lo justo, a lo lindo.
Messi y Di María, en una callecita cualquiera de Buenos Aires, las manos invariablemente juntas, no conjeturan sobre el tiempo. La barba más despareja que rubia y la morochez hecha hermosura desembocan en un bar dentro del que, por supuesto, hay más gentes recubiertas por ropas en las que se lee Messi o Di María. En la vereda, ensimismado en el receso escolar del invierno, un chiquito acelera, la redonda bajo el brazo, camino a una plaza en la que seguro habrá cita de fútbol. “Dale campeón”, canta solo, mientras un short de Messi y una camiseta de Di María le habitan los músculos. En simultáneo, Messi y Di María, de nuevo los verdaderos, surgen en la televisión del bar, en la repetición diez mil de las celebraciones que continúan al triunfo sobre Colombia. En la tele, como fuera de ella, se asumen bicampeones de América, los protagonistas de una época inolvidable. Y ríen y lloran. Como los Messi y los Di María de un país entero, que los enfocan, que los quieren, que muchas cosas, que ríen y que lloran otra vez.