–Juan, ahora sólo le falta el Nobel. –¿El Nobel? No, por favor. ¿A usted le parece que le pueden dar el Premio Nobel a un hincha de Atlanta?
En ese instante, tal vez en cualquier otro, Juan Gelman, argentino, latinoamericano, universal, periodista, militante, padre, abuelo, tipo eterno, no podía no recibir una caricia de Atlanta y no podía no responder con la gracia que Atlanta, su Atlanta, merecía. Aquel interrogante resonó cuando acababa de recibir el Premio Cervantes, la distinción más resonante que tiene la literatura en castellano, como reconocimiento a su condición irrompible de poeta, a su decisión de jugar con las palabras para ponerlas a disposición de la belleza, de la comprensión y, en especial, de la humanidad. Y como tributo a la causa entre las causas por la que había luchado, palpitando desesperaciones y evitando rendiciones: la memoria, la verdad y la justicia para lo que fuera y, muy particularmente, para el espanto que atravesó su país con el genocidio que avanzó desde la mitad de los 70 hasta 1983; una era horrible que exterminó a su generación, que le arrasó a sus compañeros y a sus compañeras, que le desapareció a su hijo Marcelo y a su nuera María Claudia, que le robó una nieta.
Desde todas esas identidades, en el riñón de España y en abril de 2008, supo entretejer un discurso igual a ningún discurso, un discurso que había provocado que el mundo se arrugara, se hiciera y se deshiciera, se deshiciera y se hiciera, se volviera dolor y se volviera, también, esperanza. La esperanza expresada en que, enfrente, aplaudiéndolo con el corazón ardiente, había gente a montones y, entre esa gente, esa nieta buscadísima y por fin recuperada en Uruguay, Macarena Gelman. El mundo seguía arrugado por el estremecimiento.
Y, en medio de tantísima vibración, siempre Atlanta, su club, su equipo, otra identidad fuerte en esa suma de identidades –los versos, la resistencia– que brotaban como flores invencibles en la intervención de Gelman. Otro amor de Gelman al que, poeta al cabo, abordaba desde la pasión y, además, desde la ironía.
Parte de su vida
Gelman creció en el barrio de Atlanta, en la porteñidad de Villa Crespo. Pero no creció en Villa Crespo así nomás. Creció en las calles de Villa Crespo donde aprendió a patear una pelota de trapo, una pelota de papel, la pelota que fuera con tal de que fuera una pelota. Y creció en los cafés de Villa Crespo, “donde la barra se dividía entre los hinchas de Atlanta y los de Chacarita, jugaba al billar, discutíamos a los gritos”. Y creció eligiendo a Atlanta, yendo al Cajoncito, la vieja cancha a la que marchaba en la década del 40. Y sufriendo por Atlanta que, junto con un amor de infancia no correspondido, le dejó “la tristeza para toda la vida”. Tristeza como una ironía. Y buenas memorias como una certidumbre.
Lo puntualizó ante el periodista Juan Ignacio Calcagno en la página Sentimiento Bohemio: “Mis recuerdos son muchos, empezando por la calle Vera. Allí jugábamos a la pelota, que muchas veces era de papel atado con soguitas; las de goma valían 20 centavos, un montón en ese entonces. Había desafíos con las barras de otras esquinas y, ahora que lo pienso, cuántos chicos pasábamos horas y horas en la calle. También había que gambetear al tranvía 7 que pasaba por Vera. Estaban la vieja de los higos, que le robábamos esquivando escobazos, el viejito de la relojería, al que siempre jorobábamos con bombitas de mal olor, los juegos de pobre, el rango y mida, cachurra monta la burra, una especie de golf con palo de escoba y piedras, las bolitas, las figuritas”.
El barrio como mundo, como territorio de casi todo, como vía de acceso a la pelota, como –más adelante– posibilidad de pensar los sueños familiares, los arraigos y los desarraigos, el esfuerzo, la existencia. “Mi pasión por el fútbol –explicó– nace en el barrio. A los padres, inmigrantes, no les interesaba. Bastante tenían con hacer esfuerzos para sobrevivir, mantener a la familia, lograr que los hijos estudiaran. Los hijos pudieron interesarse en el fútbol gracias a esos inmigrantes no interesados en el fútbol”.
Esa juventud lo abasteció de las mil sensibilidades que se leerían en sus poemas y de una resolución discutible para procurar ser goleador. “Me batían ‘El pibe taquito’. Me perdía miles de goles por partido, pero nunca dejaba de usar el taquito para empujar la pelota. Siempre creí que me salía lo más bien, pero teniendo en cuenta las puteadas de mis compañeros, parece que no rendía mucho para el equipo”.
Ese nombre
Convergencias de una institución y un hombre: a Atlanta lo etiquetaron “los bohemios” por su suma de migraciones en los años que siguieron a su fundación, el 12 de octubre de 1904; a Gelman, las heridas y las injusticias de la existencia lo hicieron hijo de inmigrantes y migrante también. El 15 de marzo de 2006, sin embargo, el club y el hombre parecieron haber estado siempre sin mudanzas, juntos, inamovibles en ese sitio. Néstor Straimel, un brillante periodista que vio de cerca la carrera de Carlos Reutemann en la F1 para El Gráfico, además de dirigente de Atlanta y dramaturgo, lo escribió: “Llegó con andar cansino, casi arrastrando sus mocasines gastados. Sus ojos parecían dos buscahuellas que intentaban guardar en la memoria cada detalle del estadio y del club. Hizo –o sintió– que cada uno de los que lo rodeaban –y que veía por primera vez– parecieran amigos de toda la vida”.
Esa vez lo invitaron las autoridades de la institución para homenajearlo o, con exactitud, para expandir los homenajes. Un tiempito antes, a la biblioteca de la entidad le habían puesto Juan Gelman. Él lo valoró como un gol: “Me hicieron el homenaje más grande de mi vida. Claro, después de todo lo que Atlanta me hizo sufrir, me lo debían, fue una especie de compensación”.
Curioso: esa fe futbolera no se corporizó en una literatura futbolera de Gelman. Y eso que, como evoca algún compañero de redacción del diario La Opinión, en 1973, con una temporada en la que Atlanta se arrimó como nunca al título, sus debates con Osvaldo Soriano, hincha de San Lorenzo, duraban largo y amagaban con tornarse material de libro. Y eso que Atlanta, hoy en la segunda división del fútbol argentino, inspiró libros múltiples: Atlanta. Villa Crespo y sus bohemios, del historiador israelí Raanan Rein; Atlanta, una historia de valientes, de Federico Kotlar; La historia de Atlanta, de Alejandro Domínguez; La novela de Atlanta, de Mauro Piterman. Y que Atlanta abriga como un manto en Desmemorias, del diplomático Alberto Kaminker. Y que Atlanta fluye en las creaciones de Julián Centeya, de Juan Sasturain, de Roberto Fontanarrosa, de Adolfo Bioy Casares (“rengo Aldini, que oficiaba de bastonero y más de una vez nos llevó a la tribuna de Atlanta”, apunta en Dormir al sol).
A Marcos González Cézer y Julio Boccalatte, del sello Ediciones Al Arco, Gelman les reveló que alguna vez labró un cuento de fútbol y jamás lo publicó. “Te has quedado, don Luis, como te digo, / preguntándote el tiempo en que jugabas / a la escondida con el negro, a la / pelota con los otros en el barrio”, repiquetea en su libro Violín y otras cuestiones, de 1956, la presentación pública de todo lo que la poesía del autor de Cólera buey, Gotán, Mundar y El emperrado corazón amora empezaba a regalarle al universo. “Siempre me pareció que Dios bailaba el tango como los dioses / (en el club atlanta de mi querida ciudad)”, se sincera en “Se dice”, el único de los poemas suyos en el que reluce el equipo de las entrañas.
“Un domingo, en Roma, a las tres de la tarde, voy a visitar a un amigo y paso por el Coliseo, que se parece a la cancha de River, sólo que es más chiquito...”, soltó en un despliegue de nostalgias por Buenos Aires en horas de exilio. Mucho después, ya más que radicado en México, el periodista Miguel Russo conversó con él sobre Atlanta, que había ascendido a la Primera B Nacional: “Sí, claro, es uno de los regalos que todavía te da la vida. La última vez que vi jugar a Atlanta en vivo fue en la vieja cancha de Humboldt, allá por 1975. Buttice; Azzolini, Abdala, García y Rossi; Palmieri, Casares y Ribolzi; Cibeyra, Ramos y Rafart”. Edgardo Imas, quien lleva adelante la hermosa cuenta AtlantaRetro, rescata un mensaje del poeta que llegó a ser leído por los altavoces del estadio: “El exilio me llevó a otras canchas, pero nunca olvidé ni olvido al club que marcó mi adolescencia. ¡Salud por los 100 años que pasaron y los 100 y otros cientos que vendrán! Los mortales nos vamos a tocar el violín en otro barrio. Atlanta nunca morirá”.
El violín de Gelman partió a otro barrio el 14 de enero de 2014, cuando tenía 83 años, en México. La periodista Leila Guerriero lo despidió repasando un encuentro último en esa tierra durante el que ella le reveló que residía muy cerca de Atlanta: “Me preguntó, escueto, lejano, cómo estaba la cancha, mientras fumaba hasta el carozo un cigarrillo y me miraba con unos ojos que parecían, a la vez, alertas, cansados y burlones”.
Pregunta lógica, pregunta inevitable, pregunta muy Atlanta, pregunta muy Gelman. Puede fugarse el tiempo, pero hay cuestiones que no se fugan. Dicen que en la ocasión del Cervantes lo consultaron sobre Atlanta más de una vez. Y que hasta oyó el interrogante que, en una charla de dulzuras, le susurró al mendocino Rodolfo Braceli.
–¿Siempre de Atlanta, Juan? –Siempre Atlanta. Aunque gane.