Ahí está Miguel. Ya no en el pasto. Ya no en el banco. Ya no en su sonrisa mítica y a prueba de malas noticias. Ya no en la conversación infinita sobre el fútbol infinito. Ya no alargando su medio siglo de presencia intensa como figura en el reino de la pelota. Ya no donde estaba, porque Miguel, Russo, entrenador, jugador, campeón de colecciones de torneos y de colecciones de cosas, decidor moderado de ideas sobre el juego que merecen reiterarse con y sin moderación, emblema más que alto de unos cuantos clubes, andador de pasos postreros como técnico de Boca, murió el 8 de octubre después de amagarle y gambetearle una y otra y otra vez a una enfermedad que sabe de agresividades y no de piedad. Y si no está ni en el pasto ni en el banco ni en la sonrisa ni en la conversación infinita, y si, además, hubo miles y miles que lo lloraron y lo aplaudieron en las decenas de ceremonias de despedida, ¿dónde es que está Miguel? Hay más de una respuesta. Para sus afectos más cercanos, seguro que está en cada rincón del corazón y de la memoria. Pero para la sociedad argentina –y acaso para otras sociedades que recibieron el eco de los adioses a Miguel– está, especialmente, en otra parte. Está en su última lección.
Qué impresionante lección: jugar hasta el final.
Qué lección de lecciones: persistir al costado de la cancha, trabajando, aplicando la inteligencia y la sensibilidad, sin aminorar porque al almanaque personal le restaran apenas unos papeles, abrazando lo que les da sentido a los días y apretándolo igual o más fuerte que siempre.
¿Cómo no pensar y cómo no pensarse frente a un comportamiento así? Así: tan estremecedor, tan pleno, tan convencido, tan verdadero, tan señalador de para qué permanecer despierto entre el amanecer y el anochecer.
Una vez, en una entrevista para los medios de la Conmebol, a Miguel le preguntaron si no tomaba un riesgo innecesario al hacerse cargo de cierto equipo. Con la sonrisa invicta sosteniéndole la voz, contestó sin vueltas: “Si no lo hiciera, no sería yo. ¿Sabés lo que es vivir sin ser vos?”. De nuevo: Miguel jugó hasta el final siendo él. ¿Y en qué consistió ser él? Miguel detectó temprano algo que hace que la vida sea vida: la pasión. Evidente pasión suya: el fútbol. El fútbol como juego; el fútbol como desafío; el fútbol como oportunidad para acariciar fugazmente a la gloria, entendiendo que muy rápido hay que retornar al llano; el fútbol como un misterio al que es posible descifrarle secretos para armar buenos conjuntos y ganar partidos, pero asumiendo que lo descifrado regresará al misterio unas semanas después; el fútbol como tema mayúsculo de conversación; el fútbol como arena para construir lo que no es fútbol. Detectó eso Miguel. Lo detectó y no lo soltó. Ni siquiera ante la perspectiva de la muerte. Una perspectiva que, dado el lugar de Miguel en la agenda pública, resultó visible para muchísima gente.
–El tipo va a hacer lo que más le gusta, eso en lo que cree, hasta irse –le soltó un hombre de unos 60 calendarios a su hijo, al salir de un partido en la Bombonera un poquito antes de la partida de Miguel.
El hijo le respondió con dos vocablos:
–Qué crack.
Y eso que es cierto que proliferan los motivos para valorar a Miguel. Desde que se estrenó en 1975 como futbolista de la Primera de Estudiantes, enfundándose a los 19 años la única camiseta que lució, encadenó eslabones hechos con méritos: fue triunfador en una época que endiosa a quienes triunfan, pero no suscribió ese endiosamiento; fue cuidadoso cuando lo atravesó la derrota, aunque hace rato que las derrotas parecieran validar la desmesura; fue estandarte de la escuela de ese Estudiantes de origen sin renunciar a ese sello, pero le abundó sabiduría para añadirles a su ser y a su trabajo lo que enseñan otras escuelas; fue analítico en un circo que entroniza las altisonancias; fue protector de sus compañeros más jóvenes en un medio en el que se multiplican los individualismos y los abandonos; fue reservado en una edad de bocones; fue alguien a quien querer según revelaron tantos muchachos a los que orientó; fue un individuo al que esos muchachos sintieron como un maestro.
Ahora, entre lo más maestro de ese maestro reside ese acto sobre el que casi no habló pero eligió ejecutar. Se moría Miguel y, por eso mismo, no largó nada de la pasión. Al revés: potenció mimarla, comprometerse con ella, sudarla, disfrutarla. Como si el maestro Bruce Springsteen le cantara en el oído derecho su hermosa “No surrender”, himno de no rendirse. Como si, en el otro oído, la maestra Edith Piaf le regalara la también hermosa “Yo no me arrepiento de nada”. No rendirse y no arrepentirse. O, en las palabras de Miguel, “ser yo”. El futuro pueden ser los próximos 50 años o la próxima media hora, el horizonte completo o un túnel que desemboca en una puerta cerrada. ¿Y qué? Al mango. Al mango en todos los aires y en los aires de cuando se agota el aire. Sobre todo ahí, en esos aires de desenlace a los que los hinchas de Boca y de los rivales de Boca y de los que no eran rivales de Boca asistían emocionados, quizás perplejos, seguro admirados, jamás indiferentes. Cada minuto es cada minuto. Cada minuto importa mientras haya minutos.
Que la muerte se enoje o no se enoje, pero conviene avisarle que ni ella, tan poderosa y tan arrogante, puede vencer a semejante lección de vida. A la última lección de Miguel.
Ariel Scher, desde Argentina.