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Ilustración: Ramiro Alonso

Sciarpa dell’evento: otra historia maradoniana

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Cómo conseguir una bufanda de Napoli termina siendo más importante que el partido en sí.

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Sciarpa dell’evento, sciarpa dell’evento, sciarpa dell’evento. Entre la Peroni y el mantra quedé estúpido. Sciarpa dell’evento, sciarpa dell’evento, sciarpa dell’evento. El movimiento del estadio es universal, el pancho y la Peroni, las sciarpe dell’evento a cinqui euri. Es bien europea la costumbre de la bufanda en la tribuna y la manía de hacer una por partido. Aquello incluso le agrega expectativa, aunque la primera expectativa era lograr entrar. Estaba estúpido por el San Paolo, como un señor de cuatro décadas que encuentra un oasis donde cinco callecitas mueren y todos los santos callan.

El ticket de entrada era dudoso. Eso es cierto. Pero lo que menos tenía era ansiedad. Menos aún después de encontrarme con Eva, a quien le estaba mandando un audio en la puerta del café Vesubio, donde también estaba su amiga Sabrina, a quien ella estaba buscando y, por transitiva, quien escribe. Entonces dije “puedo escribir sobre la miseria, pero también puedo escribir sobre la magia”. La vida es implacable y tierna, cada día es implacable y tierna. Igual, a mí el San Paolo me dejó estúpido para siempre.

Se fundó como el Stadio del Sole en 1959, pero desde 1963 tiene nombre de santo. Primero fue San Paolo, luego Diego Armando Maradona, Stadio Diego Armando Maradona. La vida es implacable y tierna. Desde que Diego murió cayó otra lágrima en Nápoles, la lágrima indescriptible de la ausencia. En las paredes del San Paolo los años se cuentan como las grietas de un árbol o como el caparazón de una tortuga; en la gente pasa algo similar. Los estadios son un embudo donde todo el vino de la ciudad se vierte. Son un pliegue de la ciudad cuando hay partido. Cuando no hay, el San Paolo es una pieza de museo.

En los santuarios de las callecitas que se pliegan para llegar y se estiran para volver, las caras de los muertos de la familia mantienen su más brillante sonrisa para siempre. Las velas y el padre Pío orientaban a los pobladores cuando todavía no había luz. Después que vino la luz, la humedad se quedó y el sol abandonó su carrera por entrar a las casas bajas, abandonó el nombre del estadio, se dedicó a custodiar las azoteas desde donde cuelgan banderas deshilachadas de viejos scudetti, y de los nuevos también cuelgan. Diego es un familiar más en los santuarios.

Curva B, la distinti es como el talud. La pesada del Napoli agita las palmas al unísono, hay tres o cuatro tipos con el megáfono alentando a cantar una vez más, más fuerte aún que los ultras de la Curva A. Por los túneles que rodean el campo –una fosa para los que osan saltar y un camino para la gente del palco preferencial– es imposible no verlo a Diego en su primera llegada al San Paolo, que después llevaría su nombre. Pero antes de cambiar el nombre de una pieza de museo como el estadio, Diego va por los túneles con la cara del Pelusa. Todas las versiones de Maradona habitan el San Paolo los días de partido. Sus más eternas versiones, las más duras, las ilegibles, las más felices.

Mientras sube los escalones, la Camorra no volverá a ser la misma Camorra, porque Nápoles no volverá a ser la misma. Puede decirse que Diego refundó esta ciudad. Una ciudad existe cuando hay ilusión, si no es Pompeya: en Pompeya no hay ilusión. En San Giovanni a Teduccio, el mural de un dios humano se descascara como una pintura de Miguel Ángel. Dicen que quieren tirar los monoblocks donde está pintado un Diego director técnico de 2010. Revivir el barrio, dicen, destruir. En el mural de Miano, una señora de bastón le reza a los gritos, le da las gracias por existir y por haber venido a Nápoles, le apunta a Maradona con el bastón. El santo sonríe en el costado de un edificio. Diego es el primer santo que sonríe.

Cuando salí del San Paolo, entonado por un empate y desplegando esquinas para ubicar el camino, no estaban los vendedores de las sciarpe dell’evento y no pude comprar la bufanda con la fecha del partido que había visto. Desde ese momento entendí que las horas que me quedaban las dedicaría a intentar conseguirla. Recorrimos con Luciano, en motorino, todos los puestos habidos y por haber. En uno me citaron para la mañana siguiente a primera hora en los alrededores de Napoli Centrale, la estación de trenes. Todos los alrededores de las terminales son picantes; tuve que poner cara de zaguero recio, de poeta también recio, pero la sciarpa no estaba.

Cuando Gonzalo ubicó a quien tenía las bufandas en el barrio de Marano, había caído la noche, me había quedado sin efectivo y sin internet. Sólo sabía que el metro línea 2 me llevaba, así que fui sin mediar demasiado pensamiento. Cuando llegué al barrio no tenía nada de turístico. Me metí en un bar y pedí una cerveza con internet. Era un lejano oeste napolitano. Al rato llegó Luciano, una especie de ángel de la guarda. Y más tarde, conversación y transferencia mediante, apareció el hombre con su señora en un autito. Dijo que no salía de su casa después de las 21.00 por nada, pero que era coleccionista y entendía lo que valía para nosotros la sciarpa del empate.

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