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Muhammad Ali y Alfredo Evangelista, el 16 de mayo de 1977 en Landover, Maryland.

Foto: Consolidated news pictures, AFP

El último round de Alfredo Evangelista

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Otra vez bajo las luces, el legendario boxeador uruguayo levantó el cinturón que llegó con casi medio siglo de retraso. En ese gesto tardío, el pasado se impone y los recuerdos afloran: Ali, Holmes, Spinks y las noches que explican una carrera en la élite mundial.

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Lo llaman por su nombre y sube al estrado, entre aplausos tibios y los flashes de las cámaras. Con el cuerpo gastado y la mirada todavía firme, Alfredo Evangelista es la demostración de que se puede ser campeón del mundo a los 70 años. El homenaje tiene lugar en Madrid, durante la edición 2025 de la convención anual de la Asociación Mundial de Boxeo (WBA). Casi medio siglo después de haber peleado por el título por primera vez, recibe el título honorífico por su enorme carrera.

Sostiene ese cinturón con delicadeza, casi como si tuviera miedo de romperlo. Alguien lo felicita, otras voces gritan su nombre, las cámaras apuntan y disparan. Son muchas emociones las que hacen que el presente se disuelva y el ruido cambie de frecuencia, como si una campana lo arrastrara otra vez a un ring a soñar con ser campeón. En un salón de un hotel madrileño, el camino de Villa Española a la crème de la crème de los ñatos pasa por su cabeza como una ráfaga de piñas.

Segundos afuera

Tiene 22 años y apenas 16 peleas profesionales. Nadie le explicó cómo se pelea contra Dios, pero está parado frente a él con todas las ganas de que ese 16 de mayo de 1977 quede en la historia. Lo mira entre impresionado, precavido y alerta, como si no fuera real.

Igual sale decidido a presionar al campeón contra las cuerdas, pero parece que está jugando al gato y el ratón con él. Durante los primeros siete rounds, sólo camina por el ring y gesticula. La historia se parece a la de Rocky, que un par de meses antes recibió el Oscar a la mejor película de 1976. La prensa estadounidense lo compara con el personaje de Sylvester Stallone; los 12.000 espectadores en el Capital Centre de Maryland no esperan demasiado de un uruguayo desconocido.

En el octavo, parece que la esquina de Ali lo rezongó y le pidió que empezara a demostrar su superioridad. Nota que está boxeando más, aunque sus 35 años dan señales de que está empezando a cansarse. ¿Y por qué no se puede dar el batacazo? Ya había advertido el más grande que su rival no podía ser subestimado y que, si le llegaba a ganar, sería el boxeador más famoso de todos los tiempos. Sí, tiene una chance. Lo puede sentir junto con la merma de rendimiento del campeón a medida que llegan al round 12 de los 15 pactados. Es el mejor round de su vida, el momento al que siempre querrá volver.

Aguanta los 15 rounds de pie. Ali dice que es un excelente boxeador, rápido e inteligente, capaz de asimilar muy bien los golpes. Que está lejos de ser un paquete y que estaban equivocados los que decían que era un don nadie. Para sus adentros, Evangelista sabe que acaba de probar su valía y que no será la última vez que pelee por un título mundial.

El murmullo lo hace reaccionar

El ruido ya no es el de un estadio lleno, sino uno mucho más educado y correcto, casi tímido. La convención de la WBA busca reconocer a las figuras que han dignificado al boxeo español a lo largo de los años. Es en ese país donde Alfredo construyó su gloria y echó raíces. Sin embargo, la fecha es un guiño a su tierra de nacimiento y la épica deportiva: 16 de julio.

Escucha palabras como ejemplo, trayectoria, valores. Alguien le recuerda aquellas peleas y el hecho de que en 14 meses disputó dos títulos mundiales contra Ali y Larry Holmes. Es como que estuviera ahí, el 10 de noviembre de 1978 en el Caesars Palace de Las Vegas. Los recuerdos siempre le parecen tan vívidos que le dan la sensación de ser en tiempo real. Holmes está invicto, pero él demostró contra Ali que tenía lo suyo. Ya supo ganar en la tierra de las oportunidades contra Pedro Soto y Jody Ballard, es el campeón europeo y ostenta el cuarto puesto en el ranking del Consejo Mundial de Boxeo.

Desde el primer campanazo se da cuenta de que el campeón del mundo va a sacar partido de su mayor alcance de brazos. No tendría que estar peleando ese día. La otitis causada por el agua de la piscina lo tiene a mal traer, pero una chance como esa no se podía dejar pasar. Holmes arranca despacio, con cautela. Domina el primer round con su jab de izquierda, mientras estudia el gancho zurdo del retador.

En el segundo, empiezan a llegar las combinaciones y los golpes de derecha. Se siente impotente, maniatado, castigado sin piedad. Holmes es incómodo, fuerte y agresivo. Saca manos de todo tipo. Alfredo logra colar un gancho de izquierda, pero no alcanza para ganarle a un monstruo que conecta a voluntad y, en el cuarto, parece mostrar la influencia de sus cuatro años como sparring de Ali. Empieza a bailar, al mismo tiempo que parece pegar con un martillo. ¿Qué hacer ante un tipo como ese? Tal vez, probar de ponerse un poco contra las cuerdas en el quinto y el sexto, con la promesa de aguantar un poco más y contragolpear.

El aire se vuelve seco, la noche espesa y las manos pesadas. No tenía idea de que Holmes pegara tan fuerte, pero ese cross de derecha hace que se le apague la luz en el séptimo asalto.

Del primer nocaut nadie se olvida

Cuando vuelve a abrir los ojos, alguien le comenta que la brutalidad del boxeo se transforma a veces en arte. O tal vez lo sueña, en una noche de muchas emociones y notas en las que afloran los recuerdos de esas 62 victorias, 13 derrotas, 4 empates y 43 nocauts. Mientras escucha discursos de otros y felicitaciones, le cuenta a alguien que el mismísimo Joe Frazier lo elogió cuando se preparaba para pelear contra Leon Spinks. Agrega que Smokin’ Joe le dijo que tenía algo de él, el gancho de izquierda. Habla de orgullo por el reconocimiento de los grandes, y es inevitable sentir en las manos la adrenalina de ese 12 de enero de 1980.

Aunque tenga nada más que 25 años, tiene pinta de que el último tren está pasando por Atlantic City. No esperaba esta pelea, tampoco tuvo mucho tiempo para prepararla. Sabe que no está muy fino, pero que ganarle a un boxeador que le arrebató el título a Ali –para perderlo enseguida– puede ser una oportunidad para volver a pelear por ser el rey de los pesados.

Spinks es torpe y fuerte, por eso intenta abordarlo en el segundo round, arrinconándolo y conmoviéndolo con una combinación desprolija pero dura. Las piernas del excampeón olímpico y mundial tiemblan, su boca sangra, pero sobrevive y se recompone. La pelea es a palo limpio, pero no logra noquear. Se lo ve dubitativo y no aprovechando la oportunidad de dar el golpe de gracia.

En el tercero, Spinks sigue el consejo de su entrenador y cierra la distancia, manteniendo la mano derecha protegiendo el mentón. Conecta una derecha al mentón y luego varias al costado de la mandíbula en el cuarto round. Alfredo sabe que ese es su punto débil y, en el quinto, está para caer. El norteamericano vio el video de la pelea contra Holmes, sabe cómo noquearlo. Esquiva el gancho de izquierda y mete una derecha descendente que parece verse en cámara lenta y lanza al uruguayo, aturdido, contra las cuerdas. El árbitro llega al diez en el conteo tras una última derecha que lo manda a la lona.

Silencio. El vestuario ya está vacío

Rodeado de exboxeadores, dirigentes y viejos conocidos, Alfredo Evangelista habla. Nadie quiere interrumpirlo. Cada golpe relatado abre la puerta de entrada a su memoria.

Pelea por última vez contra un boxeador que luego sería campeón mundial, Greg Page, el 13 de junio de 1981 en Detroit. Page es técnico y pegador, parece que ese KO en el segundo round todavía duele. A veces toca caer, como también le pasa a Leon Spinks en otro combate de la velada, contra Larry Holmes. Es la época dorada de los pesos pesados.

No hace falta ni que describa la pelea que vio más de veinte veces en video. Comenta que, a veces, la ve y le parece que va a ganar. Así de cerca se sintió. El recuerdo tiene la vigencia de una epifanía, resonando en su oído con la voz de un Ali sudado y cansado diciéndole You’re strong, man. You’re strong. Dios era humano y le confesó que tuvo miedo de perder contra él en ese round 12 que quedó grabado para siempre.

La frase se repite una vez, dos veces, y se vuelve casi un eco. La siente vibrar, como queda sonando el metal de la campana después del golpe. Las manos arrugadas sostienen el cinturón. A su alrededor, las voces lo llaman campeón. Él apenas asiente, como quien escucha algo que ya sabía. Pasa la yema de los dedos por el cuero y la textura le devuelve sensaciones antiguas. Y entonces, sin mirar a nadie, murmura casi como un rezo que siempre lo había sido, aunque se bajara del ring por última vez en 1988 sin un título mundial que lo acreditara.

Vuelve en sí y sonríe, casi sin darse cuenta de que lo están aplaudiendo. Se acuerda de todo como si fuera ayer. El reconocimiento puede estar llegando tarde, pero casi nada del título mundial le es ajeno. Lo tuvo dos veces al alcance de sus puños y está impregnado en su piel, en su sangre, en los golpes recibidos con guapeza en cada rincón de los rings del Madison, Las Vegas o Atlantic City, en las otras dos veces en las que anduvo a las trompadas con campeones del mundo.

Bajo las luces del salón, en ese objeto simbólico se refleja un pasado que sólo él conoce de verdad. Por fin sabe cuánto pesa. Visiblemente emocionado, agradece el gesto y asegura sentirse orgulloso por ser recordado. Ahora sí, piensa el viejo gladiador, los golpes tuvieron sentido. Y la cosa es nada más que entre el oro del cinturón y él. Brillando los dos, por fin, en paz.

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