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Luis Pierri.

Foto: Gianni Schiaffarino

De ida y vuelta al B-612: Luis Pierri y la lógica de El Principito

8 minutos de lectura
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Viajar, jugar, crecer. De goleador en un Mundial juvenil a olímpico con 21 años, de capitán celeste a líder de una generación. La historia de un jugador que recorrió más planetas que ningún otro y dejó una huella que podemos leer a través de la fábula de Saint-Exupéry.

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Editar

Toma un sendero de nubes, es el modo mejor de llegar.
Sube hacia el sol, vuela hacia mí, allí estaré.
Psiglo, “Vuela a mi galaxia”

Desde sus primeros pasos, la especie humana ha sentido la necesidad de desplazarse, de abandonar lo que le es familiar y mirar hacia lo desconocido. El viaje se convirtió así en uno de los elementos simbólicos más recurrentes de la literatura y de la vida misma, entendida también como una travesía constante. Movernos del lugar en el que estamos –con el pasaporte, con la mente o con una pelota naranja en la mano– es la única manera de conseguir lo que estamos buscando, lo que soñamos o deseamos.

Aunque no se desencantó con ninguna rosa, Luis Eduardo Pierri –como el pequeño príncipe de Saint-Exupéry– decidió desde muy joven abandonar su planeta y explorar el resto del universo. Con sus característicos rulos, precoz y curioso, se convirtió en un viajero inquieto que salió a descubrir los misterios de nuevos mundos que navegó gracias a su altura y su talento. En la historia del básquetbol uruguayo, pocos viajes fueron tan sorprendentes como el suyo.

Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones.

Con los ojos frescos, la mente abierta y cargado de inocencia, El Principito cuestiona el mundo de los grandes, algo que en el deporte se puede hacer saltándose etapas muy rápido. Hay quienes desafían los mandatos que dicen que hay una edad para todo; son los que nacen listos para viajar.

Como en ese viaje que el protagonista emprende desde su asteroide B-612, visitando diferentes planetas y también la Tierra, Luis irá encontrando experiencias que le enseñarán sobre muchos aspectos de la naturaleza humana. Sus dos metros y 16 años son la carta de presentación ante el mundo, que vendría a ser el Campeonato Mundial Juvenil que se va a jugar en Salvador de Bahía en agosto de 1979. Es el primero de la historia, y también está previsto que lo jueguen muchachos un poco más grandes. En Uruguay es el tiempo de Horacio López, Wilfredo Ruiz y Horacio Perdomo, que ya andan por los 18 o 19.

Comenzaba una travesía por diferentes mundos del básquetbol, en la que cada torneo y cada rival le iba a enseñar algo. El respeto, el liderazgo o el disfrute serían la cosecha recogida en esos lugares desconocidos, por encima de los anecdóticos 2,7 puntos por partido. Es el más juvenil de todos los que juegan el primer torneo de la categoría, que tendría a Uruguay en la octava posición y a otro uruguayo como goleador del torneo: Tato López, con 33,2 por partido.

Las personas grandes son decididamente muy extrañas.

Cumplir 18 años y ser parte de esos equipos de gente grande. Salir campeón Federal con la primera de Bohemios y sudamericano con la selección mayor en un Cilindro repleto. Todo eso le pasaba en 1981 entre elogios, viajes y diarios, a una velocidad inusual. Era como le dijo el farolero al Principito: cada año, el planeta giraba un poco más rápido. Parecía que el tiempo, vestido de entrenador audaz, se animaba a hacer debutar al futuro antes de lo previsto.

Como aquel niño que miraba el cielo con el asombro de la primera vez, se maravillaba y aprendía de cada escala del viaje. El básquetbol sería un vehículo para conocerse a sí mismo y para entender el mundo, porque ahí estarían todas las metáforas de la vida: planetas y personajes que representarían de manera más real que simbólica el ego, la avaricia, la obsesión, la fragilidad o la soledad. Por el camino perdería la inocencia y se volvería más sabio al ver la existencia misma desplegada en un rectángulo de 28 metros de largo por 15 de ancho.

Menos de 12 meses después, regresaba al mismo estadio para jugar el Sudamericano juvenil de 1982. Esa vez su participación ya no era testimonial. Aquellos aplausos que apenas percibía ahora le llegaban. Ya no era un chiquilín entre hombres, sino que dominaba su universo guiando a Uruguay al único título juvenil en su historia. Era el capitán, goleador del equipo con 25,6 puntos de promedio y emblema absoluto. El MVP del campeonato que encendía su propia luz, aprendiendo a comprender el valor de la responsabilidad, la amistad y el liderazgo.

Un par de meses más tarde, completaría aquel 1982 tan especial con una convocatoria para jugar el Mundial de mayores en Colombia, donde dejaría un promedio de 5,5 puntos por partido. Recién tenía 19 años.

A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo.

Cuenta la historia que había una vez un Principito que habitaba un planeta apenas más grande que él. Tan pequeño era, que podía llegar a estallar si un baobab crecía demasiado. A Luis Pierri le pasaba algo parecido, le quedaba chico el mundo de los de su edad. Fue así como decidió salir a conocer otros planetas y, en aquel verano español de 1983, llegó a un lugar en el que vio cosas que nunca había visto. Todo era nuevo, incluso los rivales que iba a encontrar en su segundo Mundial juvenil. Con toda la experiencia a cuestas en una carrera de vértigo, miró estrellas a los ojos y brilló más que ninguna.

Casi sin darse cuenta, fue dejando constancia de su enorme talento a cada paso que daba a ese nivel: 33 puntos a Italia. 37 a Angola. 35 a la Unión Soviética. ¡Pum! 39 a Canadá. 38 a China. 20 a República Dominicana. Y 29 a Australia, para cerrar el show. Ni siquiera pensaba en los récords: no supo hasta muchos años después que había sido el máximo goleador del torneo con 33 puntos por partido, por encima de nombres como Arvydas Sabonis (Unión Soviética), Detlef Schrempf (Alemania), Andrew Gaze (Australia), Jordi Villacampa (España) o Héctor Pichi Campana (Argentina). Su talento ya no era ajeno para nadie y los grandes, amantes de las cifras, maravillados. Por el camino ganaría su segundo título federal con Bohemios.

Haz de tu vida un sueño, y de tu sueño una realidad.

Los sueños que tenía hasta no hacía mucho se iban haciendo realidad a medida que llegaban los torneos internacionales más importantes. Siempre teniendo claro que el viaje es lo que define la vida. Una vez más, estaba en un lugar en el que no suelen estar los jóvenes: por jugar unos Juegos Olímpicos con 21 años.

Así como en la obra de Saint-Exupéry se plantea de manera metafórica la pugna entre la infancia y la adultez, Los Ángeles 1984 le marcaría al número 6 uruguayo esta dicotomía. Pero, a diferencia del pequeño príncipe, la llegada a la instancia soñada por cualquier atleta lo encontró literalmente a las piñas contra los franceses en el primer partido.

Entendió la magnitud de una competencia que terminó siendo histórica para Uruguay por el sexto puesto obtenido, acumulando experiencias y consolidándose como el sexto hombre con un promedio de 10 puntos y 5 rebotes por partido. Todo sin perder la pasión, la curiosidad y la capacidad de asombro que lo acompañaban desde el primer torneo. En ese planeta estaban todos. Los que jugaban mejor, los que saltaban más alto, los que embocaban más. Los Jordan, los Petrovic y el Tato, siendo goleador como en aquel Mundial juvenil de 1979. Pero lo más importante era sentir que pertenecía. Y quería más, además del nuevo Federal que sumaría a su palmarés ese mismo año.

Dos años después, con 23, volvería a España para jugar su segundo Mundial a nivel de mayores. Como cuando el geógrafo le muestra mapas de tierras extrañas al Principito, no se conformó con mirarlos: se metió de lleno en ellos y dejó su nombre escrito con letra grande. Con un promedio de 20,5 puntos por partido, terminaría cuarto entre los máximos anotadores del torneo, por detrás de los legendarios Nikos Galis (Grecia), Óscar Schmidt (Brasil) y Drazen Petrovic (Yugoslavia).

Su recorrido internacional entre 1979 y 1986 fue inigualable. Y lo que vino después confirmó un liderazgo único. Sin embargo, a excepción del Mundial juvenil de 1991, los grandes torneos ya no volverían a contar con la presencia de Uruguay.

Todos los adultos fueron niños alguna vez... pero pocos lo recuerdan.

Con el recuerdo de todos los planetas visitados guardado en la memoria, seguía sumando gloria a nivel local. Federal de 1987 con Bohemios, para terminar de recibir el rótulo de equipo de época; luego otro con Biguá en 1990 y un nuevo éxito internacional, esta vez a nivel de clubes, con el pato de Villa Biarritz en 1992. Al cerrar los ojos, podía estar seguro de que el tiempo que le había dedicado al básquetbol era lo que hacía que fuera tan importante en su vida.

El tiempo, el único bien que no regresa, lo pondría en 1995 en un lugar que le daba sentido al viaje. Ya no era el juvenil inocente, sino el capitán que había visto todo y jugado contra todos. Como el Principito cuando se encuentra con el zorro después de visitar los planetas y conocer al rey, al vanidoso, al borracho, al hombre de negocios, al farolero y al geógrafo, entendió que las relaciones humanas eran la verdadera medida de las cosas. Con la madurez de los 32 años, sentía que ya no viajaba solo. Otra vez Montevideo, el Cilindro, el frío del invierno y el calor de la gente. Sabía de sobra cómo se sentía todo eso, también lo de ser capitán y MVP. Y levantar la copa.

Habría tiempo para explorar otros planetas. En 1997, logrando en Venezuela un segundo Sudamericano consecutivo, algo que Uruguay no conseguía desde cuatro décadas atrás. Dos Federales más, ahora con la camiseta de Welcome, en 1997 y 1998, y una última vez en el Cilindro con la camiseta de Uruguay en el Premundial para Grecia 98. Esa vez, la oportunidad de volver a un Mundial después de 12 años se escapó por un doble de Brasil a cinco segundos del final. Las 13.000 personas que colmaban el emblemático estadio –tal vez las mismas de tantas otras veces– entendieron que no todas las estrellas pueden alcanzarse, pero que siempre vale la pena intentarlo.

El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe a dónde va.

En 1999, completando dos décadas entre juveniles y mayores, jugó su último torneo con la celeste: el Sudamericano de Bahía Blanca. Como el príncipe cuando se aleja del aviador y permite que la serpiente lo muerda, decidió dar un paso al costado sin hacer ruido. Era consciente de que ya no podía competir al nivel que deseaba contra los rivales más fuertes, a pesar de que el cuerpo técnico quería contar con su participación en los torneos inmediatos que se jugarían en Puerto Rico (Preolímpico) y Canadá (Juegos Panamericanos).

El viaje había concluido con éxito, con una sensación melancólica y mágica a la vez. Luis Pierri había viajado por más planetas que cualquier otro basquetbolista uruguayo de su tiempo. Desde su debut precoz hasta sus títulos como capitán, había dejado huellas en cada mundo que visitó. Por el camino, llegó a entender el sentido de la vida, la soledad, la amistad, el amor y la pérdida.

El Asteroide B-612, el planeta del Principito, es una metáfora del mundo interior de cada individuo, su vida personal y los espacios que cultiva. Los volcanes y los baobabs, que en su planeta simbolizan las emociones y los problemas que deben gestionarse para mantener el equilibrio interno. De repente, miró el cielo y supo que era hora de volver a ese lugar que tenía forma de barrio Pocitos, de tribuna, de Metropolitano ganado con Bohemios a los 44 años en 2007. De retiro. La luz no se había apagado, pero ya había iluminado bastante. Ya no era el joven inocente que había empezado la travesía en 1979, sino un hombre que había vivido y ganado casi todo, conservando siempre la esencia. Esa que, como dice una conocida fábula, es invisible a los ojos.

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