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Robert Nozick.

Tras el velo de la ignorancia: el liberalismo de mercado, el liberalismo igualitario, los paraísos fiscales y los archivos de Facebook

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Leído por Andrés Alba.
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Esta es la primera parte de una serie de cuatro artículos que funcionan de forma secuencial, y que abordan la desigualdad, la justicia, el mérito y el rol del mercado y el Estado desde distintas filosofías. Por su extensión, hay un artículo para cada día de la semana, salvo para el viernes, porque es viernes y estamos en primavera.

Mientras los super ricos campean por el espacio propulsados por las inequidades que exacerbó la pandemia, Joe Biden reclama que paguen su “parte justa” y se pongan al día con “lo que deben”. Mientras desnudan la riqueza oculta en los paraísos fiscales, la fortuna de Mark Zuckerberg se reduce en seis mil millones de dólares y lo degrada al quinto puesto de la lista de los más pudientes, con apenas 122 mil millones de dólares. Mientras aumenta la polarización y el enfrentamiento, el debate de ideas se empobrece y se lesiona la convivencia democrática. Mientras Maduro festeja la Navidad en Venezuela, los libertarios toman por asalto una Argentina fracasada.

Mientras todo esto pasa, estimado lector, por qué no aprovechar el tiempo para compartir apuntes desordenados sobre justicia, desigualdad y contratos sociales hipotéticos. Con una aclaración: no son temas de mi dominio, sino intentos exploratorios en el campo de la filosofía política.2

Pero lo que me falta de conocimiento me sobra en caracteres -como descubrirá- y receptividad para aprovechar el intercambio que pueda disparar esta aventura exploratoria. Por eso le propongo cuatro notas, que funcionan encadenadas y monopolizan la totalidad de este suplemento. Me tendrá que perdonar, de antemano, la poca capacidad de síntesis. Y para alivianar la carga, dejo una nota para cada día de la semana, salvo para el viernes, porque es viernes y estamos en primavera.

Lunes. “¡Viva la libertad, carajo!”1

Omitamos las referencias cuantitativas habituales sobre la desigualdad y partamos de una premisa sencilla: vivimos en un mundo desigual. Para algunos, esa desigualdad es injusta y demanda una actitud osada en el plano redistributivo. Para otros, no hay nada malo en cómo se han distribuido los frutos del crecimiento en las últimas décadas, ni en las brechas que ensanchó la pandemia.

Desde una perspectiva utilitarista, el principio rector de la moral consiste en maximizar la felicidad para el mayor número. Como advirtió Jeremy Bentham (1748-1832), todos disfrutamos del placer y rehuimos del dolor. Como filosofía, el utilitarismo convierte esta apreciación en la base de la vida moral y política. Si la comunidad es “un cuerpo ficticio” compuesto de la suma de todos los individuos, nuestras acciones deben guiarse por un cálculo simple: sumar las unidades de placer de cada uno, restarles las unidades de dolor, y ver qué da la cuenta. Si da positivo, las acciones tendrán una justificación moral y serán justas.

Por ejemplo, si la justicia pasa por maximizar la felicidad, podría promoverse una redistribución agresiva de la riqueza. Tomemos la fortuna de Elon Musk, que actualmente es el hombre más rico del mundo, y empecemos a sacarle dólares hasta el punto que el último dólar que le saquemos iguale su descontento con la satisfacción que le produce al resto de la comunidad. Sin embargo, un utilitarista menos apresurado pondría una objeción: si lo desplumamos con impuestos, perderá el incentivo para trabajar, invertir e innovar. Eso generará menor crecimiento y atentará contra el bienestar en el largo plazo; habrá menos para repartir y todos reportaremos menor felicidad.

Pero esa no es la única objeción ni la que nos ocupará en lo que sigue. La aproximación libertaria a esta cuestión rechaza de plano lo anterior, no porque reduzca la felicidad en el tiempo, sino porque atenta contra la libertad. Tomemos el ejemplo de Murray Rothbard (1926-1995), referente intelectual del anarco capitalismo (libertario extremo que, a diferencia de los minarquistas, rechaza cualquier función del gobierno):

Supongamos una sociedad que cree fervientemente que los pelirrojos son agentes del diablo y, por lo tanto, cuando se encuentra uno hay que ejecutarlo. Supongamos también que existe sólo un pequeño número de pelirrojos en cualquier generación, tan pocos que son estadísticamente insignificantes.

Si bien el homicidio de pelirrojos aislados es deplorable, las ejecuciones son pocas, y la vasta mayoría del público, como no son pelirrojos, obtienen una gran satisfacción psíquica con la ejecución pública de los pelirrojos. El costo social es mínimo y el beneficio social es grande; por lo tanto, está bien y resulta apropiado para la sociedad ejecutar a los pelirrojos. El libertario, profundamente comprometido con los derechos naturales, muy preocupado por la justicia de ese acto, reaccionará horrorizado y se opondrá de manera firme e inequívoca a las ejecuciones”.3

Suavicemos el ejemplo, cambiando “pelirrojos” por “ricos” y “ejecución” por “impuestos”, para deducir que está mal gravar a los ricos para ayudar a los pobres. No por un problema de eficiencia, asociado a los incentivos, sino porque viola un derecho fundamental: el derecho a hacer lo que quiera con las cosas que poseo, siempre y cuando respete el derecho de otros a hacer lo mismo.

Esta es la justificación moral del Estado mínimo, aunque la acepción de mínimo varía dentro del espectro libertario. Para un minarquista, como Ludwig von Mises (1881-1973), un Estado mínimo es aquel que se restringe a hacer cumplir los contratos, a proteger la propiedad privada y a mantener la paz. Para un anarco capitalista, como Rothbard, mínimo es equivalente a nulo. Para tener una referencia contemporánea y rioplatense, Javier Milei se define como “minarquista estático y anarcocapitalista dinámico”.

Hecha la precisión, partamos de la primera visión, que es menos extrema, y asumamos un Estado restringido a esas tres funciones. Cualquier tarea que exceda esas funciones no tendrá justificación moral, porque atentará contra las libertades y será ilegitima.

Bajo esta concepción, el Estado no es quién para decirme lo que tengo que hacer, incluso si corro el riesgo de hacerme daño. Si no quiero usar casco para andar en moto, no lo uso. Y si en su cruzada paternalista me obliga a usarlo, estará violando mi libertad ilegítimamente.

Si no quiero ahorrar para mi jubilación, no ahorro. Como dijo Milton Friedman (1912-2006): “Si un hombre prefiere conscientemente vivir al día y gastar lo que tiene para disfrutar ahora, si escoge deliberadamente una vejez en la penuria, ¿qué derecho tenemos a impedirle que lo haga?”. Si bien podemos aconsejarle que lo haga, “¿tenemos derecho a valernos de la coerción para impedir que haga lo que quiere?”. No tenemos.

Si no quiero contratar a un trabajador por razones de género, raza o religión, el Estado no tiene derecho a impedirlo. Las leyes que me lo impidan, según Friedman, “suponen claramente una interferencia en la libertad de los individuos de cerrar contratos voluntariamente entre sí”.

Y si no quiero contribuir a aliviar la situación de los menos favorecidos, tampoco puede obligarme: las políticas redistributivas son una forma de coerción, los impuestos son un “robo” y los gobiernos son una “banda de ladrones”. Si quiero ayudar a los pobres, lo haré voluntariamente, sin necesidad de tener al gobierno “apuntándome a la cabeza con una pistola”.

Anarquía, Estado y utopía

La obra de Robert Nozick (1938-2002) constituye un pilar filosófico de estas ideas. Que Bill Gates tenga 129 mil millones de dólares mientras la gente se muere de hambre o de frío en la calle no nos dice nada sobre si el mundo es justo o injusto, si la desigualdad es mala o buena. Lo que importa para determinar si una sociedad es justa o no, y si la desigualdad está bien o mal, es cómo se generó ese abismo entre Gates y un indigente. Por eso, la justicia distributiva debe descansar sobre dos requisitos: la justicia en lo que inicialmente se tiene y la justicia en las transferencias.

¿Los recursos que le permitieron acumular su fortuna son legítimamente suyos? ¿Hizo su fortuna mediante intercambios o donaciones voluntarias? Si en ambos casos la respuesta es afirmativa, tendrá derecho a tener lo que tiene y no existirá justificación para la intervención distributiva del Estado. Si se cumplen ambas condiciones, cualquier distribución que resulte de un mercado libre será justa, independientemente de las brechas que existan entre los que están arriba y los que están abajo.

Si el dinero de Gates es resultado de la innovación que generó su talento, y es producto de nuestra decisión voluntaria de comprar la licencia de Microsoft, no hay nada de injusto en la cantidad de ceros que tiene su cuenta bancaria. Si el dinero del mexicano Carlos Slim deriva de la captura del Estado y del monopolio ilegítimo de las telecomunicaciones, no es justo que sea millonario. Y esa injusticia sí justifica moralmente la intervención redistributiva, no para promover una mayor equidad, sino para corregir errores del pasado.

Reformulemos el famoso argumento de Wilt Chamberlain que utilizó Nozick para ilustrar su idea de la justicia utilizando a Shakira, una de las celebridades involucradas en los Pandora Papers. Si partimos de una situación de perfecta igualdad de ingresos, y la cantante colombiana comienza a llenar estadios con sus conciertos, no tardará en romper la armonía del reparto equitativo inicial. Sin embargo, si su talento fue lo que la puso en el escenario, y si cada persona que asistió al espectáculo lo hizo de forma voluntaria, disponiendo parte de su ingreso a pagar la entrada, ¿qué tiene de malo la nueva configuración de ingresos? ¿No tiene derecho a la fortuna que generó con sus dotes musicales y a partir de intercambios libres?

Según esta concepción filosófica de la justicia, cuando el Estado interviene para gravarla, socava la legitimidad de estas transacciones voluntarias y viola sus derechos. Que la fuercen a realizar una contribución caritativa contra su voluntad, diría Nozick, es moralmente condenable y atenta contra su libertad. Gravar las rentas de su trabajo es, desde esta perspectiva, equiparable al trabajo forzoso.

Es una conclusión temeraria, que se fundamenta así: gravar 30% de sus ingresos es lo mismo que obligarla a dedicar 30% de su tiempo de trabajo al Estado. Y si el Estado puede forzarla a trabajar para él, es porque de alguna manera tiene un derecho de propiedad sobre ella:

"Requisar el fruto del trabajo de alguien es equivalente a requisarle horas y obligarle a realizar actividades diversas. Si otros le fuerzan a usted a hacer cierto trabajo, o un trabajo no remunerado, durante cierto período de tiempo, serán ellos, aparte de las decisiones que usted pudiese tomar, quienes decidirán qué deberá hacer usted y cuál será el propósito del trabajo que usted haga. Esto [...] los convierte, parcialmente, en sus amos; les da un derecho de propiedad sobre usted".4

Este es el fundamento moral del libertarismo: yo soy mi propio dueño, y si eso es así, soy el dueño de mi trabajo, y si soy el dueño de mi trabajo, tengo el derecho a quedarme con sus frutos. El estado no es mi dueño, dirá Shakira, no puede obligarme a hacer conciertos por caridad. Como advierte Sandel, “el libertario ve una continuidad moral entre la imposición fiscal (que me quiten lo que gano), los trabajos forzados (que se queden con mi trabajo) y la esclavitud (negar que yo sea mi propio dueño)”.5

En su voracidad recaudatoria, el Estado se hace poseedor de una parte de nosotros, la parte que corresponde a la fracción de nuestros ingresos que debemos destinar a causas que exceden las funciones de un Estado mínimo.

¿Objeciones?

Para desgranar un poco más la filosofía libertaria, Sandel introduce algunas de las objeciones más relevantes esgrimidas por sus estudiantes para controvertir estas ideas.

La primera alude a que es una exageración igualar los impuestos y el trabajo forzado: si la ecuación no te cierra, podés trabajar menos tiempo. En el caso de Shakira, decidirá realizar menos conciertos, de la misma forma que Ronald Reagan decidió aceptar menos papeles en el cine como respuesta a las altas tasas que enfrentaban los millonarios en aquella época: “Me ofrecían guiones, pero cuando había llegado a cierto nivel de ingresos los rechazaba. No estaba dispuesto a trabajar por seis céntimos de dólar”.6

Muy bien, la réplica libertaria diría que el Estado no es quién para obligarme a elegir cuánto trabajar. Un ejemplo ilustrativo: si entra un ladrón a mi casa y tengo un televisor y 1.000 dólares, preferiría que se llevara el televisor, porque tendría más opciones si me dejara el dinero (reponer el televisor es una de ellas). Pero como señala este filósofo, “independientemente de que prefiera que me roben el televisor (trabajar menos), el ladrón (Estado) está haciendo algo moralmente condenable”.

La segunda objeción refiere a las necesidades de los pobres. Si el Estado le saca 1.000 dólares a Shakira por concierto, ella ni se enterará, pero esa plata hará la diferencia, al menos transitoriamente, para una persona indigente. “Está bien”, dirán los libertarios, “pero ese es un argumento razonable para convencer a la cantante de hacer caridad voluntaria”. De nuevo, la caridad por coacción viola las libertades fundamentales y es, por este motivo, moralmente condenable. ¿Si yo tengo mis dos riñones saludables, y vos necesitás uno, no sería escandaloso que el Estado me extirpara uno contra mi voluntad para dártelo?

Tercero, si nos ponemos estrictos, a Shakira no se le cobran impuestos contra su voluntad. Ella forma parte de una sociedad democrática y tiene incidencia en el diseño de las leyes fiscales. Rothbard confrontaría este consenso implícito sobre los impuestos preguntándose qué pasaría con los pobres pelirrojos si la mayoría votara a favor de ejecutarlos para la felicidad del mayor número. ¿Es suficiente vivir en sociedad para dar consentimiento al deseo de las mayorías? ¿Qué pasa con los derechos de los pelirrojos? El consenso democrático no puede justificarlo todo.

Vamos por la cuarta objeción al planteo libertario: Shakira tuvo suerte al nacer con los dotes y las virtudes en una sociedad que justo los valora y recompensa en exceso. Nacer con esos dotes no es obra suya, como tampoco lo es que sean tan valorados en nuestra época; son hechos arbitrarios desde una perspectiva moral. ¿Puede reclamar los méritos y las recompensas que le reportan? ¿Tiene el derecho moral a quedarse con todo el dinero que le generan? ¿El paraíso fiscal no es un mecanismo de defensa contra el accionar ilegítimo del fisco, que viola el principio fundamental de que ella es dueña de sí misma?

En definitiva, la objeción apunta a que su talento no es suyo. Si no puede capturar los frutos de sus aptitudes es que de alguna forma no las posee realmente, y si no las posee, es porque no es su propia dueña. ¿Estamos seguros de que queremos atribuir a la comunidad política el derecho de propiedad de los ciudadanos? Yo me pertenezco a mí, no al Estado, ni a la comunidad.

¿Por qué me sacrificarían en aras del bien común? Las personas no deberían ser usadas como un simple medio para el bienestar de los demás, porque de ese modo se viola el derecho fundamental de ser el dueño de uno mismo. Mi vida, mi trabajo y mi patrimonio me pertenecen a mí y no pueden estar al alcance de las manos porosas de la sociedad y los políticos. Yo soy un fin en sí mismo, no un medio para un fin comunitario que es ajeno a mí, por más noble que pueda llegar a ser.

En palabras de Ayn Rand (1905-1982), la famosa escritora y filósofa libertaria: “El bien común es un concepto sin sentido, a menos que se lo tome literalmente, en cuyo caso su único significado posible es que es la suma del bien de todos los hombres individuales involucrados. Pero en ese caso, el concepto carece tanto de sentido como de criterio moral, porque deja abierta la cuestión de qué es el bien de los hombres individuales y cómo se determina”.7

El libre mercado, y el capitalismo de laissez faire, no se justifican sobre la base utilitarista que afirma que son la mejor manera de conseguir el bien común. Se justifican sobre la base de los derechos y las libertades individuales.

"La justificación moral del capitalismo no radica en la afirmación altruista de que representa la mejor manera de conseguir el bien común. Es cierto que hace eso, pero eso es solo una consecuencia secundaria. La justificación moral del capitalismo radica en el hecho de que es el único sistema en consonancia con la naturaleza racional del hombre, el único que protege la supervivencia del hombre cual hombre, y [el único] cuyo principio rector es la justicia".

Segunda parte de esta serie de cuatro artículos: El juego del calamar tras el velo de la ignorancia


  1. Las notas tienen como base dos libros de Micheal Sandel, La tiranía del mérito (2020) y Justicia, hacemos lo que debemos (2008), así como el curso que dicta en la Universidad de Harvard y que está disponible en internet. El resto de los textos consultados se aclaran en las notas al pie correspondientes. 

  2. Javier Milei 

  3. Rothbard M. (1973). Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario

  4. Nozick R. (1974). Anarquía, Estado y utopía

  5. Sandel M. (2008). Justicia: ¿hacemos lo que debemos? 

  6. Rowland E., y Novak R. (1981). The Reagan Revolution

  7. Rand A. (1966). Capitalismo: el ideal desconocido

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