Una digresión y un mito sobre la versión beta del concepto
La “mano invisible” representa uno de los conceptos más relevantes e influyentes del pensamiento social. Un concepto que nació junto con la economía, al menos junto con la economía entendida como un campo específico del conocimiento. Ambos nacieron huérfanos de madre y tuvieron como padre a un escocés multifacético llamado Adam Smith.
Sin embargo, no son flacos los argumentos que podrían sustraerle la patria potestad. No de la economía como ciencia, que tiene su hito fundacional en una de sus tantas obras. Pero sí de ese principio casi místico que endiosa la capacidad autorreguladora de los mercados y proscribe la intervención del Estado en los asuntos económicos.2
Considerando la totalidad del legado de Smith, la mano invisible sólo se menciona tres veces; tres palabras en un mar de palabras que sólo se repiten tres veces. Y la polémica no se agota en el conteo del concepto, también se extiende hacia sus aplicaciones, que carecen de un cuerpo común y consistente capaz de nutrir de sentido a la metáfora. De los tres usos, sólo concentraré la atención en uno. Los otros dos, y sus implicancias, quedaran para más entrado el invierno, así evitamos alargar esta digresión.
El uso que nos interesa en este caso pertenece a la obra de Smith publicada en 1759, la Teoría de sentimientos morales, y refiere a los señores feudales que dividen su producción entre sus siervos en “aproximadamente las mismas proporciones que se distribuirían si la tierra se hubiera dividido en partes iguales”. Estos señores no están preocupados por la “humanidad” o por la “justicia”, y en su “egoísmo natural y rapacidad”, sólo persiguen “sus propios deseos vanos e insaciables”. Sin embargo, emplean a miles de trabajadores pobres para producir y saciar esos deseos. Por eso es que “están dirigidos por una mano invisible para, sin pretenderlo, sin saberlo, promover el interés de la sociedad y la propagación de la especie”.
Esta, además de ser una versión primitiva de ese principio casi místico que sintetiza las bondades del libre mercado, también podría ser la versión primitiva de la teoría del derrame. Sí, esa que para el nuevo presidente de Estados Unidos “nunca ha funcionado”.
Cuando estos señores contemplan la cosecha de sus campos se imaginan consumiéndola toda, pero la “capacidad de sus estómagos no es proporcional a la inmensidad de sus deseos”. Y como les sobra, y necesitan a sus siervos para la próxima siembra, no tienen otra que distribuir. Es el exceso de lo producido que no puede ser absorbido por su capacidad estomacal lo que desborda, lo que derrama, lo que gotea sobre quienes están en la base de esa estructura piramidal. Más que la mano, es la gula invisible la que opera. Este podría ser, por qué no, el germen de lo que siglos más tarde sería la teoría que hoy nos ocupa. Pero faltaba más, muchísimo más.
Un cowboy con muchos talentos
256 años después de que Smith usara la metáfora para describir la cadena de eventos que conecta una motivación personal (incrementar su riqueza) con sus consecuencias involuntarias sobre el bien común (repartir sobras entre sus siervos), apareció un pintoresco personaje y le otorgó un nuevo impulso al concepto.
Will Rogers no sólo fue “el hijo favorito de Oklahoma”. Fue cowboy, humorista, periodista, actor y muchas otras cosas. Dicen que dio la vuelta al mundo tres veces y que rodó más de 70 películas. Murió de forma trágica en un accidente de avión en 1935. Tres años antes, en una de sus columnas, había escrito lo siguiente acerca de los estímulos promovidos por Herbert Hoover durante la Gran Depresión:
“Todo el dinero se asignó a la parte superior con la esperanza de que llegara a los necesitados. El Sr. Hoover era ingeniero, sabía que el agua gotea. Colócala cuesta arriba y déjala ir, que llegará hasta el lugar más seco. Pero no sabía que el dinero se filtraba hacia arriba. Dáselo a la gente de abajo y la gente de arriba lo tendrá antes de la noche de todos modos, pero al menos habrá pasado por las manos de los pobres. Salvaron los grandes bancos, pero los pequeños se fueron por el cañón”.
Este sería, dicen, el segundo hito en el desarrollo embrionario de nuestro concepto, de donde tomaría el nombre y el apellido: economía del goteo. Lamentablemente, Roger murió sin saber el alcance que tendría su ironía, porque para que tomara forma, faltaba más. Y es ahí cuando entra un nuevo actor ‒literalmente‒.
“¿Cómo puede un presidente no ser actor?”1
El amor está en el aire, o al menos lo estaba en 1937. Fue en ese año, y con esa película, que debutó Ronald Reagan en el mundo cinematográfico. Fue ahí, en Hollywood, donde el futuro presidente de Estados Unidos aprendería algunas cositas sobre los incentivos y el sistema tributario. Dicen las malas lenguas que, como actor que ganaba más de cinco millones de dólares al año, tuvo que destinar 79% de sus ingresos a pagar impuestos en 1937. Y esa cifra, en 1943, trepaba por arriba de 90%. “Me ofrecían guiones, pero cuando había llegado a cierto nivel de ingresos los rechazaba. No estaba dispuesto a trabajar por seis céntimos de dólar”.3 ¡Quién soy yo para juzgarte, Ronnie!
De a poco, su cosmovisión se iba consolidando; una cosmovisión que décadas más tarde quedaría condensada en su discurso de asunción presidencial: “El gobierno no es la solución, el gobierno es el problema”. Un paso más cerca de completar el puzle, pero faltaba más. Y es ahí cuando entran cuatro personajes adicionales.
La cena está servida
Esos cuatro personajes eran Donald Rumsfeld, Dick Cheney ‒jefe y subjefe del gabinete de Gerald Ford‒, Arthur Laffer ‒profesor de Economía de la Universidad de Chicago‒ y Jude Wanniski ‒editor del Wall Street Journal‒. Y se dieron cita en el restaurante del hotel Washington, allá por 1974. Entre charla, risas y copas, la conversación discurrió hacia temas tributarios.
Fue en ese momento cuando Laffer, único comensal versado en temas económicos, deslizó el fundamento que terminaría sentando una de las bases para la reaganomía: aumentar los impuestos no necesariamente genera un aumento de la recaudación. Todo lo contrario. Como ninguno de los otros tres entendía mucho, y la idea era contraintuitiva, Laffer agarró una servilleta y dibujó una “u” invertida y dos ejes.
En el eje vertical puso la recaudación del Estado y en el eje horizontal, la tasa impositiva. Con una tasa impositiva de 0% (intersección de ambos ejes), la recaudación es cero. A medida que la tasa aumenta empieza a crecer la recaudación, pero llega a un máximo en el techo de esa “u” invertida. Ese punto representa el óptimo, esto es, la tasa impositiva que genera la mayor recaudación posible. A partir de ese punto, aumentos adicionales de la tasa impositiva provocan una caída del monto recaudado, porque nadie estará dispuesto a producir. De esta manera, son dos las tasas impositivas que no generan recaudación: 0% y 100%.
Entre un extremo y el otro, y dependiendo de donde se encuentre la tasa, los impuestos pueden ayudar o pueden conspirar en detrimento de la actividad (y por esa vía de la recaudación). Si querés que produzca más y a un precio menor, no me entorpezcas con impuestos y regulaciones. Este sería el postulado de los defensores de la economía de la oferta. Para ellos, la clave del crecimiento está en ese lado de la ecuación y no en el lado de la demanda, hacia donde apuntan los postulados keynesianos.
En criollo, “los recortes de impuestos se pagan solos”4 porque aumentan la producción. Si les suena familiar, es porque fue la justificación que utilizó Donald Trump para su recorte impositivo en 2017. Según la economía narrativa, novel campo de estudio desarrollado por Robert Shiller que considera las narrativas como un shock con impacto real ‒como la suba del petróleo‒, esta es la primera condición que debe cumplir un relato para ser contagioso, persistir en el tiempo y generar transformaciones: una idea simple, directa, y atractiva. Por ejemplo, “los impuestos hacen mal”.
La segunda condición pasa por construir una historia pintoresca que lo acompañe. Acá es donde pesó la creatividad de Wanniski, el periodista que terminó de apuntalar la narrativa utilizando la historia de la servilleta cuatro años después de aquella cena. A tal punto se popularizó la historia, que las menciones a la curva de Laffer en libros y prensa explotaron a partir de 1978, pasando a convertirse en el instrumento más utilizado por Reagan para evangelizar sobre las bondades de los recortes impositivos. Y por si quedaran dudas sobre el potencial de esa narrativa, la servilleta con la “u” invertida aún se exhibe en el Museo Nacional de Historia Norteamericana.
No debe extrañar que Trump haya condecorado al bueno de Laffer con la Medalla Presidencial de la Libertad en 2019. Porque además de ser el padrino de la reaganomía, también fue el autor del libro Trumponomics: Inside the America first Plan to Revive Our Economy. Fue de ahí que el presidente más naranja de todos los presidentes sacó que los recortes de impuestos son “combustible de cohetes” para la economía. Pero ¿lo son? ¿Se equivocó Biden al afirmar que “la teoría del derrame nunca ha funcionado”? Como todo en economía, depende; depende para qué, y para quién.
“Las consecuencias económicas de los importantes recortes fiscales para los ricos”
Así se titula la investigación que llevaron adelante David Hope y Julian Limberg, promovida por el Instituto Internacional de Desigualdades de la Escuela Económica de Londres, para analizar el impacto de los recortes impositivos sobre la desigualdad de ingresos, el crecimiento económico y el desempleo.
En relación con la literatura que lo precede, el estudio incorpora dos innovaciones. Primero, los autores construyen una variable que nuclea varios tipos de recortes impositivos distintos, cubriendo 18 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos durante un período de 50 años ‒de 1965 al 2015‒. Esa es la primera contribución al acervo de conocimiento previo, en tanto ataca las dificultades que han estado detrás de este tipo de investigaciones.
Por un lado, muchos estudios se centran en el análisis de un único impuesto, pese a que no existe consenso en torno a cuál es el impuesto que debe considerarse para desentrañar los efectos de los recortes a los ricos. Por ejemplo, algunos utilizan impuestos sobre la renta de las personas físicas, otros sobre las sociedades y algunos sobre las sucesiones. Por el otro, tampoco hay acuerdo sobre qué indicador mirar. Hay quienes miran las tasas marginales superiores sobre la renta y quienes miran tasas efectivas o generación de ingresos.
Para superar estas dos limitantes, los autores sintetizaron varios impuestos e indicadores diferentes en una única variable, cuyo valor medio cayó más de 30% entre comienzos de los 70 y fines de los 90 (gráfico 1). De ahí el aporte: la nueva variable “proporciona una imagen más completa de los impuestos a los ricos, pero también permite realizar comparaciones entre países y a lo largo del tiempo”, destacan los investigadores.
En total son 30 los “grandes recortes” identificados en la muestra, la mayoría concentrados en la década de los 80. En el caso de Estados Unidos fueron dos las reformas recogidas, ambas durante el mandato de Reagan (1982 y 1986-1987). Y fueron tan grandes, que pusieron nervioso hasta el mismísimo Friedrich Hayek: “Al nivel al que se está produciendo, tengo mis dudas”, dijo en 1982. “Estoy a favor de reducir el gasto, pero anticiparlo vía impuestos antes de haberlo reducido es arriesgado”.
La otra innovación del estudio es que constituye un análisis causal, que va más allá de la correlación. Y eso es fundamental, no sólo para este tipo de investigaciones, sino para todo en la vida. Sí, es un poco exagerado, ¡pero es importante de verdad! Por eso, le reservamos un recuadro especial a este tema que tanta confusión ha generado, especialmente en tiempos de pandemia y relaciones espurias.
En este caso puntual los problemas de causalidad son particularmente desafiantes, dado el poder que tienen los votantes pudientes y los intereses empresariales para moldear las políticas públicas en su favor, especialmente en la órbita fiscal. Las reformas tributarias no surgen espontáneamente en el vacío. Por el contrario, hay factores políticos y económicos que las hacen más probables, y eso puede afectar la dinámica de la desigualdad. En otras palabras, intoxican el vínculo entre las dimensiones bajo análisis: ¿qué ocasiona qué?, ¿para dónde va la flecha de la explicación?
Según los autores hay un solo antecedente de análisis causal en este terreno, pero no cuenta con el abordaje integral desarrollado por ellos y descrito en el punto anterior. Y esa es su contribución académica, según dicen, porque hay que saber investigar, ¡pero también saber venderse!
Ahora bien, todo muy lindo con el aporte, pero ¿cuáles son los resultados? Que las rebajas significativas de impuestos para los ricos aumentan la desigualdad de ingresos medida a través de la participación del 1% superior en el ingreso nacional. Además, la magnitud del efecto es “sustancial”: en promedio, cada recorte fiscal importante genera un aumento de 0,8 puntos porcentuales en la participación de ese segmento. Para tener referencia, en Estados Unidos el 10% de menores ingresos muerde apenas 1,8% de la torta.5
Y no sólo eso, el efecto se mantiene a mediano plazo. Eso era esperable, y no habría ‒tanto‒ problema si la torta creciera producto de estas políticas. El tema es que eso no sucede. “Dirigiendo nuestra atención al desempeño económico, no encontramos efectos significativos. Más específicamente, las trayectorias del PIB per cápita y de la tasa de desempleo no se ven afectadas por reducciones significativas en los impuestos a los ricos, tanto a corto como a mediano plazo”. Si los autores están en lo cierto, con la marea no suben los botes, suben los yates.
“La teoría del derrame nunca ha funcionado”, dijo Sleepy Joe ‒como Trump gustaba de llamar a Biden‒. Y tenía razón, a medias. Como señalaba Carlos Grau hace unas semanas, “el buen arquero debe ser juzgado por su puntería”, pero “la óptica empleada para evaluar la puntería será diferente si se considerara otro objetivo... dime cuál es tu objetivo y te diré cuál es tu puntería”.6 ¿Aumentar el ingreso de los segmentos superiores de la distribución? Buena puntería. ¿Promover el trabajo y la inversión, y por esa vía agrandar la torta para repartir vía derrame? Mala puntería. Que la teoría del derrame nunca haya funcionado es sólo una media verdad.
El tamaño del pene y el crecimiento económico
Que dos fenómenos ocurran al mismo tiempo no necesariamente implica que uno sea la causa del otro. Tres eventos: A, B y C. ¿A causa B? ¿B causa A? ¿O hay un evento C que explica A y B? Para preguntas relevantes, respuestas pintorescas. Tatu Westling es un investigador de la Universidad de Helsinki que en 2011 publicó un singular estudio, El órgano masculino y el crecimiento económico: ¿el tamaño importa?[Tatu Westling (2011). Male Organ and Economic Growth: Does Size Matter?]. Para encontrar la respuesta, Westling contrastó el PIB per cápita de 121 países entre 1960 y 1985 con un estudio sobre la longitud del pene desagregado por país.
La respuesta: hay una relación en forma de “u” entre el tamaño del pene y el nivel de PIB. Por debajo de los 12 centímetros de longitud, y por encima de los 16 centímetros, el PIB es menor. Entre los primeros destacan los asiáticos y entre los segundos, los africanos. El tamaño del pene europeo se ubica en el promedio, y está asociado a los niveles más altos de PIB per cápita. He aquí la U invertida de la masculinidad. Si se lo están preguntando, Uruguay forma parte de la muestra: tomando en cuenta ambas variables, nuestro país queda entreverado en el pelotón. ¿Determina el pene la riqueza per cápita? ¿Determina la riqueza per cápita el tamaño del pene? Hay correlación, pero parece difícil asegurar causalidad.
Lo mismo pasa con los bares y las iglesias. Si graficamos la evolución de los bares y de las iglesias, tendríamos una recta que sale del origen con un ángulo de 45° (aumentan juntos en la misma proporción).
Hipótesis 1: las personas van al bar, hacen cosas que no deberían por el alcohol, al otro día se levantan arrepentidos y van a pedir perdón. Como pidieron perdón se sienten mejor, se olvidan de lo que hicieron, y vuelven de noche al bar, alimentando un círculo vicioso bar-iglesia-bar-iglesia.
Hipótesis 2: las ciudades crecen y con ellas los bares, las iglesias, las universidades, los comercios y demás. Los bares no explican las iglesias, ni las iglesias explican los bares. Hay un tercer factor que explica los dos: el desarrollo demográfico y urbano. Entonces, hay correlación (se mueven juntas) pero no hay causalidad (es un tercer factor el que explica la dinámica de ambos).
Y los casos pintorescos no se agotan ahí: ¿sabían que, entre 1999 y 2009, la cantidad de personas ahogadas en piscinas por año se correlaciona perfectamente con el número de películas que hizo Nicolas Cage? No extraña que este ladrón de orquídeas ande desaparecido de las pantallas.
Moraleja: ¡cuidado con las relaciones espurias!
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Rothschild, E. (1994). Adam Smith and the Invisible Hand. The American Economic Review ↩
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Ronald Reagan ↩
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Rowland E, y Novak, R. The Reagan Revolution. ↩
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Donald Trump. ↩
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“Trickle-down’ tax cuts make the rich richer but are of no value to overall economy, study finds”. Washington Post. ↩
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Carlos Grau. “Transferencias: la puntería y la elección de las flechas es la cuestión ¿cuál es la mejor forma de cortar la torta?”. Disponible en suma.org.uy. ↩