Como advirtió hace algunos meses el economista venezolano Ricardo Hausmann, “después de décadas de estar relegada a los confines del pensamiento económico, la política industrial está de regreso”.1 De hecho, el resurgimiento de la política industrial fue uno de los temas centrales en el marco de la última reunión del Foro Económico Mundial en Davos.
Consideraciones generales
De forma muy general, podríamos entender la política industrial como el conjunto de esfuerzos orientados a promover industrias o sectores específicos que el gobierno entiende como estratégicos para alcanzar determinados objetivos, como pueden ser la resiliencia de las cadenas de suministro, la promoción de tecnologías verdes, las ventajas geopolíticas o la generación de buenos empleos que promuevan la complementariedad entre el trabajo y la tecnología.
De forma más concreta, el Instituto Roosevelt define lo anterior como “cualquier política gubernamental que fomente el cambio de recursos de una industria o sector hacia otro, modificando los costos de los insumos, los precios de los productos u otro tratamiento regulatorio”.2 En ese sentido, el espíritu de estas políticas pasa por “modificar los resultados de la actuación del mercado para ponerlos en concordancia con los objetivos económicos y sociales generales de un país”.
De esta manera, la política industrial va un paso más allá con respecto a las intervenciones públicas destinadas a corregir las fallas de mercado, que al día de hoy son relativamente aceptadas sin grandes divisiones. A modo de ejemplo, bajo esta lógica se inscriben las políticas de defensa de la competencia, las intervenciones que buscan mitigar los problemas asociados a las asimetrías de información y las regulaciones que se enfocan sobre las externalidades negativas. Obviamente, un paso antes se sitúa la inversión pública en infraestructura, educación y en la base científica y tecnológica de la economía, así como aquellas que fomentan las complementariedades con el sector privado para mitigar riesgos, aumentar la rentabilidad y potenciar el desempeño económico por la vía de la productividad.3
Es así que, durante las últimas décadas, el debate sobre los beneficios y los riesgos asociados a este tipo de estrategias ha generado más calor que luz, dado que la política industrial “ha sido siempre una dimensión controvertida de las estrategias de crecimiento y desarrollo en las economías emergentes”. Actualmente, ante la aprobación de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés) y de la Ley de CHIPS y Ciencia impulsadas por la administración de Joe Biden, la discusión se ha trasladado también a la órbita de las principales economías.
Con la primera de estas leyes el gobierno estadounidense pretende dirigir cerca de 370.000 millones de dólares en subsidios para acelerar la transición energética. Con la segunda, por su parte, busca no rezagarse –o mantener la delantera, dependiendo a quién se le pregunte– en el contexto de la disputa hegemónica con China.
En efecto, la Ley de CHIPS y Ciencia consta de tres componentes principales. El primero supone incrementar la inversión en ciencia y tecnología, promoviendo un salto en materia de capital humano que fortalezca las capacidades tecnológicas para rivalizar con China. El segundo implica trasladar los eslabones de las cadenas de suministro de semiconductores a Estados Unidos o a los países que forman parte de su esfera de influencia. Por último, la tercera pata incluye restricciones a los flujos de comercio, inversión y tecnología con China.
Como señaló recientemente el premio nobel de economía Michael Spence, el primer pilar no es particularmente controvertido desde la perspectiva que nos ocupa, dado que “no se trata de inversiones que modifiquen en forma directa la estructura de la economía local o mundial tal como la determina el mercado”. En el caso del tercero, y desde una lógica interna a Estados Unidos, tampoco lo es en tanto la desconfianza hacia China es uno de los pocos puntos de contacto entre demócratas y republicanos.
Sin embargo, volviendo a nuestro debate, las discusiones más encendidas en la actualidad discurren sobre el segundo de estos tres componentes, que es el que ha generado mayores divisiones. En particular, siguiendo el análisis de Spence, “los críticos señalan que la inversión pública selectiva en la capacidad productiva de cualquier industria equivale a elegir ganadores y perdedores, y consideran que los gobiernos no están bien preparados para esa tarea, sobre todo porque existe la posibilidad de que intereses creados capturen el proceso de toma de decisiones”. Veamos entonces, a continuación, las dos visiones contrapuestas sobre este tipo de políticas.
Argumentos en contra de la política industrial
“Por qué fracasa la política industrial”4 fue el título elegido por Michael Strain –director de Estudios de Política Económica en el American Enterprise Institute– para su última columna. Partiendo de la base de que “la política industrial está haciendo furor hoy en día”, advierte que su funcionamiento es bueno en la teoría, pero no en la práctica, dado que siempre existen factores que frustran los esfuerzos estatales dirigidos a revitalizar sectores específicos alterando la asignación de recursos que derivaría del mercado.
“En el mundo real, está claro que los planificadores gubernamentales carecen del control para hacer que una política industrial tenga éxito en el largo plazo. Biden puede subsidiar la manufactura de semiconductores a punta de lapicera, pero no puede agitar una varita mágica para crear trabajadores que estén calificados para abastecer las plantas de fabricación de chips”. Con esto último se refiere a la escasez de trabajadores altamente calificados, que Deloitte estimó en aproximadamente 90.000. Según estimaciones, producir chips en Estados Unidos es 50% más caro que en Taiwán, donde está alojada más del 90% de la producción mundial.5
Por otro lado, argumentan quienes se oponen a estas políticas, está el problema de las represalias. En su visión, “las políticas industriales de ojo por ojo distorsionan los precios relativos y reducen la eficiencia económica al priorizar el capricho político por sobre la ventaja comparativa”, lo que en última instancia supone “prender fuego el dinero de los contribuyentes”.
En ese sentido, y como era esperable, las dos iniciativas reseñadas han generado creciente malestar entre otros países, en particular dentro de la Unión Europea, dado que discriminan a los proveedores extranjeros y no están alineadas con las reglas actualmente vigentes en términos de intercambios comerciales e inversión. Tanto es así que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, señaló que la IRA podría “fragmentar a Occidente”.
Para ilustrar este punto hacen referencia al impacto negativo que generó la introducción de aranceles por parte de Donald Trump (25% a las importaciones de acero y 10% a las de aluminio), que dio inicio a la guerra comercial que ha continuado bajo el mandato de su sucesor. En lugar de favorecer el empleo industrial para los estadounidenses, “para que América vuelva a ser grande”, las políticas proteccionistas desplegadas en aquel momento generaron –además de un encarecimiento de los productos– una pérdida de puestos de trabajo, producto del ciclo de represalias que fueron generando posteriormente. Como indica una investigación reciente desarrollada por dos economistas de la Reserva Federal, “el traspaso de una industria de una exposición arancelaria relativamente ligera a otra relativamente pesada tuvo como consecuencia una reducción del 2,7% del empleo manufacturero”.
En efecto, como escribió esta semana Anne Krueger, execonomista principal del Banco Mundial y exvicedirectora gerente del Fondo Monetario Internacional,6 Biden ha mantenido la mayoría de los aranceles y barreras comerciales de su predecesor. “De hecho, contra lo que esperaba la mayor parte de los analistas, Estados Unidos ha impuesto nuevas medidas proteccionistas, como las políticas de ‘compre nacional’ de Biden; el resultado es un aumento de costos para los consumidores y contribuyentes estadounidenses”.
Según Krueger, estamos pasando “de una guerra comercial a una guerra de subsidios”, y eso es problemático dado que “numerosos estudios han demostrado que el uso de subsidios suele perjudicar a los países que los aplican, ya que tiende a reducir la competencia, asfixiar la innovación, aumentar costos y poner en desventaja a los exportadores que dependen de insumos importados”. Sería mejor, sigue el razonamiento, destinar esos recursos a educación, formación profesional, investigación e infraestructura.
Las visiones contrarias a la promoción de las políticas industriales también enfatizan los riesgos asociados a la captura del Estado por parte de los lobbies y a las tentaciones de incluir objetivos adicionales que terminan diluyendo la efectividad de la iniciativa y por esa vía dilapidando recursos públicos. Sobre esto, el ejemplo más reciente citado por quienes sostienen posiciones contrarias a las políticas industriales es el de las exigencias impuestas por el gobierno a las empresas que reciben subsidios para la fabricación de semiconductores, para que garanticen una atención infantil asequible para sus trabajadores.
Argumentos a favor de la política industrial
“Los economistas deben reconsiderar las políticas industriales”, argumentó la semana pasada el presidente de la Asociación Económica Internacional, Dani Rodrik.7 En el pasado, los enfoques metodológicos limitados, sumados a la “hostilidad ideológica” hacia la intervención del Estado que dominó el debate a partir de los años 70, dieron como resultado evaluaciones negativas en torno a las consecuencias de este tipo de políticas. Sin embargo, “una nueva generación de esfuerzos de investigación adopta un enfoque más productivo y llega a conclusiones muy diferentes”.
En efecto, el renovado acervo de investigaciones encuentra resultados positivos y mejora la calidad técnica de un debate que ha estado naturalmente muy ideologizado, dado que discurre justamente sobre el rol y el peso que le asignamos al Estado y al mercado en el proceso de asignación de recursos.
En ese sentido, la mejora metodológica del herramental de evaluación evita los problemas del pasado asociados a los errores de inferencia y causalidad. “Los resultados de esta investigación son mucho más favorables a la política industrial, y tienden a encontrar que tales políticas, o accidentes históricos que imitan sus efectos, a menudo han tenido efectos a largo plazo grandes y aparentemente beneficiosos en la estructura de la actividad económica”. Por ejemplo, la interrupción de las importaciones francesas durante el bloqueo napoleónico estimuló la industrialización en el hilado de algodón mecanizado mucho después del final de las guerras napoleónicas y generó efectos positivos consistentes con las visiones favorables al fomento de las industrias incipientes. En el mismo sentido, estos nuevos estudios también arrojan luz sobre la controversia en torno a la contribución de la política industrial al milagro económico de Asia Oriental, encontrando resultados favorables que contradicen conclusiones previas.
Rodrik establece, además, que es equivocado equiparar la política industrial con políticas comerciales proteccionistas y aislacionistas, en tanto las estrategias modernas de este tipo están dirigidas habitualmente a la promoción de las exportaciones. Además, agrega Hausmann, “las políticas industriales no tienen que ver con escoger ganadores, sino con garantizar que el suministro de bienes públicos mejore lo más posible la productividad”.
A la luz de lo anterior, estos economistas controvierten las visiones críticas a las políticas impulsadas por Biden, que se sostienen sobre el argumento de que “carecen de una base económica rigurosa”.8 Si bien siempre es beneficioso realizar más investigaciones, escribe Rodrik, “la nueva literatura ya nos proporciona mejores evaluaciones de las políticas industriales en toda su diversidad, evaluando las consecuencias de ejemplos históricos y contemporáneos e iluminando cómo funcionan o fallan dichas políticas según sus instrumentos y objetivos, y sobre las estructuras económicas prevalecientes”.
En la misma dirección apuntan los aportes al debate de Spence, quien señala que la verdadera pregunta no es si corresponde hacer política industrial, sino cómo hacerla bien. O, en palabras de Hausmann: “El interrogante, entonces, no es si deberían existir o no las políticas industriales, sino cómo se las debería gestionar”.
Y, para lograrlo, la capacidad estatal es decisiva, dado el rol que adquiere como inversor y comprador. “El Estado necesita personas con talento y experiencia (con una remuneración acorde) e instituciones bien diseñadas. Además, se necesitan objetivos precisos, limitados y claros, y salvaguardas que protejan contra la captura por parte del sector privado”, dado que “la política industrial no es Estado de bienestar para las corporaciones”.
En su visión, los ejemplos favorables a la aplicación de estas políticas abundan, entre los que se destaca el caso de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (Darpa), que ha sido clave para impulsar el desarrollo tecnológico –y sus derrames positivos– en el marco de alianzas con universidades y actores del sector privado, y el del sistema estadounidense para la asignación de fondos a la investigación básica en ciencia e ingeniería. Si bien este último implica elegir ganadores y perdedores, lo hace sobre una base fundamentada y rigurosa dentro de un marco de competencia genuina (evitando la captura por parte de los grupos de interés).
Entonces, si bien existen muchos ejemplos de políticas industriales que han fracasado, sólo en algunos casos el resultado negativo puede atribuirse a defectos de diseño. “Toda inversión que busque modificar las decisiones del mercado e influir en el desarrollo tecnológico implica riesgos inevitables, y no es posible garantizar los resultados. Pero cuando el inversor es un fondo de capital riesgo, nadie espera que todas sus inversiones sean un éxito. Hay que darle al Estado el mismo margen. Con que tenga un desempeño digno, una política industrial ya ha sido redituable para los contribuyentes”.
Para contribuir con el éxito, debemos aprender de las experiencias pasadas y fijar estándares rigurosos para la evaluación del desempeño, en lugar de “empantanarnos en discusiones superficiales e ideologizadas que no tienen en cuenta la amplia variedad de intervenciones posibles ni el hecho de que no todos los objetivos concuerdan con la eficiencia económica”.
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“Why Industrial Policy Is Back”. Project Syndicate. ↩
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“Is Industrial Policy Making a Comeback?” Council on Foreign Relations. ↩
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“In Defense of Industrial Policy”. Project Syndicate. “How to get industrial policy right - and wrong”. Financial Times. ↩
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“Why Industrial Policy Fails”. Project Syndicate. ↩
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Morris Chang, fundador de Taiwan Semiconductor Manufacturing Company. ↩
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“From Trade War to Subsidy War”. Project Syndicate. ↩
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“Economists Reconsider Industrial Policy”. Project Syndicate. “Industrial policy is so hot right now”. Financial Times. ↩
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“This Part of Bidenomics Needs More Economics”. The Wall Street Journal. ↩