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Edificio de la Fiscalía peruana en Lima mientras declara la presidenta Dina Boluarte, acusada de corrupción.

Foto: Ernesto Benavides, AFP

Medir mal la corrupción permite que los países ricos actúen con impunidad

5 minutos de lectura
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Las clasificaciones convencionales de corrupción global no sólo son sesgadas y unidimensionales, sino que, en última instancia, también son engañosas y dañinas. Sólo evaluando el problema en múltiples dimensiones podremos comenzar a ver cómo se manifiesta en diferentes contextos, incluidos los países ricos, que tienden a ser considerados irreprochables.

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“En una sociedad cada vez más orientada hacia el desempeño, las métricas son importantes. Lo que medimos afecta lo que hacemos”, sostenía el informe de 2008 de la Comisión sobre la Medición del Desempeño Económico. “Con las métricas equivocadas, estaremos luchando por las cosas equivocadas”.

La Comisión estaba desafiando la primacía del PIB como la métrica del desarrollo. Pero la misma observación se aplica a la corrupción, que se mide convencionalmente –y engañosamente– como un problema unidimensional.

Los índices de corrupción global, entre ellos el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) de Transparencia Internacional y el Índice de Control de la Corrupción del Banco Mundial, les asignan una calificación única a los países. Estas métricas demuestran consistentemente que los países ricos están “muy limpios”, mientras que los países pobres son “altamente corruptos”. Por ejemplo, el IPC de 2023 ubica a Reino Unido (puesto 71) como el vigésimo país menos corrupto del mundo, mucho más limpio que China (42) y Brasil (36). La mayoría de los usuarios del IPC, entre ellos medios, empresas y analistas, interpretan estos números como un hecho.

Ahora bien, ¿los países más ricos realmente son menos corruptos que los más pobres? Las métricas unidimensionales como el IPC eclipsan el hecho de que las variedades cualitativamente diferentes de corrupción no se pueden reducir a una calificación única. Estas métricas también sub-miden sistemáticamente lo que yo llamo “corrupción de los ricos” –que tiende a ser legalizada, institucionalizada y ambiguamente poco ética– por contraposición a la “corrupción de los pobres”.

En los países más pobres, la corrupción adopta formas claramente ilegales y escandalosas, como robar fondos públicos y aceptar sobornos. En los países ricos, en cambio, muchos creen que el problema ha desaparecido. En The Quest for Good Governance (La búsqueda de una buena gobernanza), Alina Mungui-Pippidi llega a concluir que las economías avanzadas han alcanzado un estado final de “universalismo ético”, donde “el mismo trato se aplica a todos”. Gran Bretaña es “el ejemplo histórico clásico” en este sentido, a lo que agrega que “el imperio británico se fragmenta habitado principalmente por poblaciones de ascendencia europea”. En resumidas cuentas, el Occidente rico está limpio.

Pero dado el actual ascenso del populismo en las democracias de altos ingresos, lo que en gran medida es una reacción contra las ventajas desmesuradas de las que gozan los ricos y los individuos con conexiones políticas, el “universalismo ético” parece más ilusorio que real. Como reveló un informe despiadado de 2020 publicado por The New York Times, la mitad de los contratos gubernamentales de Reino Unido para suministros médicos durante la pandemia de covid-19 fueron hechos con “empresas dirigidas por amigos y socios de políticos” a través de un “canal VIP” especial.

¿Cómo puede ser, entonces, que el IPC calificara a Reino Unido como el vigésimo país menos corrupto? La calificación no se basa en encuestas realizadas internamente por Transparencia Internacional, sino en una combinación de diversas encuestas de terceros. Casi todas ellas provienen de organizaciones occidentales como la Unidad de Inteligencia de The Economist, y tienden a depender considerablemente de respuestas de ejecutivos de empresas occidentales.

Por otra parte, las palabras que se emplean en estas encuestas suelen ser vagas. Por ejemplo, el Anuario de Competitividad Mundial, una de las fuentes del IPC, les presenta a los ejecutivos de empresas una opción binaria burda: “Sobornos y corrupción: existen o no existen”. No sorprende que el IPC muestre, año tras año, que los países ricos están “muy limpios”, aún si sus ciudadanos comunes no están de acuerdo.

Consciente de que no había otras alternativas para estas métricas convencionales, a pesar de varias críticas (inclusive del propio creador del IPC), dirigí el Índice de Corrupción Desglosada. Al igual que el IPC, el ICD es una métrica de corrupción basada en percepciones que depende de encuestas de expertos. Sin embargo, desglosa la corrupción en cuatro variedades distintas: robo pequeño (extorsión por parte de funcionarios de poca monta), robo grande (malversación de fondos por parte de los políticos), dinero para acelerar trámites (pequeños sobornos para superar obstáculos burocráticos o asedio) y dinero de acceso (grandes pagos a cambio de privilegios exclusivos y lucrativos como contratos y rescates).

Mientras que las tres primeras variedades de corrupción –endémicas en los países pobres– son abiertamente ilegales y directamente nocivas, el dinero de acceso podría ser ilegal (como en el caso del soborno) o permisible (como en las finanzas de campaña). Los métodos sofisticados de compra de privilegios pueden involucrar a instituciones enteras donde ningún individuo es corrupto. Por ejemplo, el lavado de dinero, para el cual Londres es un nodo bien conocido, puede implicar la transferencia fluida de fondos a través de las fronteras mediante instituciones financieras sumamente respetadas. En Estados Unidos, los bancos colectivamente gastaron miles de millones de dólares en hacer lobby a favor de regulaciones laxas, lo que condujo a la crisis financiera de 2008 y, sin embargo, sólo un banquero fue imputado.

El ICD usa una encuesta de expertos original para calificar los cuatro tipos de corrupción. A fin de mejorar la calidad de la medición, empleo viñetas estilizadas en las que se les pide a los participantes que califiquen la prevalencia de escenarios representativos específicos en lugar de niveles de corrupción general. Más abajo se puede visualizar mi prototipo, que abarca 15 países. El resultado total del ICD de cada país aparece en la parte superior y se desglosa en las cuatro categorías de corrupción. Cada cuadro coloreado representa el tipo más dominante. Ahora podemos comparar no sólo los niveles agregados de corrupción percibida, sino también el tipo y configuración de la corrupción en los diferentes países.

Una comparación reveladora se produce entre Estados Unidos y China. Estados Unidos, en general, es menos corrupto que China, pero la brecha se achica al máximo en la categoría de dinero de acceso, el tipo dominante de corrupción en ambos países. En particular, la calificación de dinero de acceso de Estados Unidos es más alta que la de países de ingresos más bajos, como Tailandia y Ghana. Si nos basáramos exclusivamente en calificaciones generales, llegaríamos a la conclusión de que Estados Unidos está limpio. Pero cuando se desagregan las calificaciones, podemos explicar el atractivo de las promesas populistas de “drenar el pantano”.

Aún más interesante es el hecho de que, en Estados Unidos y China, prevalecen diferentes formas de dinero de acceso. En una comparación basada en una viñeta sobre aceptación de sobornos a través de las redes personales de los políticos, China domina claramente. Sin embargo, cuando pasamos a prácticas de “puerta giratoria” y captura regulatoria a través del lobby, Estados Unidos pasa a ocupar la delantera.

En resumen, el dinero de acceso en Estados Unidos es principalmente institucional, mientras que el problema en China sigue enredado en relaciones personales que involucran sobornos y pilas de dinero escondido. China no necesariamente es más corrupta que Estados Unidos, pero su corrupción ciertamente tiene una calidad diferente.

Una mala medición de la corrupción no es un simple tecnicismo. Esencialmente, refuerza el mensaje ilusorio, hipócrita y muchas veces eurocéntrico de que los países de altos ingresos han alcanzado un estado duradero de pureza ética. En realidad, la corrupción no necesariamente desapareció cuando los países se volvieron más ricos –más bien, evolucionó, volviéndose más sofisticada e imperceptible–.

Debemos seguir combatiendo la “corrupción de los pobres”. Pero, al desagregar la corrupción, las democracias capitalistas también pueden dirigir la atención necesaria, de manera urgente, hacia algunos de sus problemas más apremiantes, entre ellos la creciente desigualdad, la caída de la confianza pública en el gobierno y lo que la administradora de Usaid, Samantha Power, llama “corrupción moderna” (como las redes transaccionales de finanzas ilícitas). Superar estos desafíos exige medirlos con precisión, y no hacer de cuenta que no existen.

Yuen Yuen Ang, profesora de Economía Política en la Universidad Johns Hopkins, es la autora de How China Escaped the Poverty Trap (Cornell University Press, 2016) y China’s Gilded Age (Cambridge University Press, 2020). Copyright: Project Syndicate, 2024. Este comentario está acompañado por gráficos, que se pueden descargar aquí.

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