Un puñado de sólo 3.000 personas han amasado una riqueza de 14,4 billones de dólares, equivalente al 13% del PIB mundial. La fortuna e influencia de los milmillonarios del mundo (individuos con patrimonios superiores a los 1.000 millones de dólares) se ha acelerado vertiginosamente en los últimos 30 años, si pensamos que en 1993 su riqueza acumulada equivalía al 3% del PIB mundial.
Independientemente de su nacionalidad, los ultrarricos del mundo comparten dos sorprendentes similitudes: la gran mayoría son varones y suelen pagar muchos menos impuestos en proporción a sus ingresos que sus empleados y los trabajadores de clase media en general. La concentración de riqueza extrema es, por tanto, un problema mundial. Tan alarmante que el G20 (el grupo que reúne a las mayores economías desarrolladas y emergentes del mundo) lo abordó formalmente el mes pasado.
Así lo expresaron los ministros de Finanzas del G20 en la declaración final de la cumbre celebrada en Río de Janeiro del 25 y 26 de julio: “Es importante que todos los contribuyentes, incluidas las personas con patrimonios muy elevados, paguen los impuestos que les corresponden. La elusión o evasión fiscal agresiva de las personas con un patrimonio muy elevado pueden socavar la equidad de los sistemas tributarios[...]. Promover políticas fiscales eficaces, justas y progresivas sigue siendo un reto importante que la cooperación fiscal internacional y las reformas nacionales específicas podrían ayudar a abordar”.
La equidad fiscal sustenta la democracia. Sin ingresos fiscales suficientes, los gobiernos no pueden garantizar servicios públicos adecuados, como la educación, la salud y la protección social, ni responder a problemas mayores, como la crisis climática (que está desestabilizando a muchos países de todo el mundo). Dadas las nefastas consecuencias de la inacción política en estos ámbitos, es vital que los más ricos paguen los impuestos que realmente les corresponde.
La Declaración de Río es un hito importante. Por primera vez desde que se creó el G20 en 1999, todos sus miembros coincidieron en que hay que resolver la forma en que se grava a los más ricos, y se comprometieron a hacerlo. Pero este consenso no surgió de la nada. Los defensores de la equidad fiscal recorrieron un largo trecho en los meses previos a la cumbre.
Brasil ocupa este año la presidencia rotatoria del G20. A finales de febrero, su ministro de Hacienda, Fernando Haddad, me invitó a intervenir en una reunión de alto nivel en San Pablo y me encargó la redacción de un informe sobre la justicia fiscal y la tributación de los superricos (tema central de mi trabajo como fundador y director del Observatorio de Impuestos de la Unión Europea en París) que presenté a finales de junio, para que sirviera de base al debate de la cumbre de julio.
En el informe, titulado A Blueprint for a Coordinated Minimum Effective Taxation Standard for Ultra-High-Net-Worth Individuals, propuse la adopción de un nuevo estándar global de tributación efectiva que incluye una coordinación internacional para aplicar un nivel mínimo de tributación equivalente al 2% de la riqueza de los 3.000 milmillonarios del mundo. Un estándar como este no sólo generaría importantes ingresos adicionales (entre 200.000 y 250.000 millones de dólares por año), sino que también corregiría la injusticia estructural de los sistemas fiscales actuales, que hace que las tasas efectivas de impuestos que pagan los milmillonarios sean inferiores a los de las personas de clase media.
La opinión pública mundial apoya abrumadoramente un nivel de tributación justa de los ultrarricos. Según una encuesta de Ipsos efectuada en los países del G20 y publicada en junio, el 67% de las personas consultadas está de acuerdo en que hay demasiada desigualdad económica y el 70% apoya el principio de que los ricos deberían pagar tipos impositivos más altos.
La Declaración de Río marca un cambio significativo: los líderes mundiales no pueden seguir apoyando un sistema en el que los ultrarricos se salen con la suya pagando menos impuestos que el resto de nosotros. El acuerdo de los ministros de Hacienda incluye importantes medidas preliminares para mejorar la transparencia fiscal, aumentar la cooperación fiscal y revisar las prácticas fiscales perniciosas.
Es cierto que no hubo consenso político para incluir en el texto final la propuesta de un estándar global de tributación mínima del 2% a los milmillonarios. La declaración tuvo que ser aprobada por unanimidad y algunos países siguen teniendo reservas sobre aspectos de la propuesta. Por ejemplo, a pesar de que la administración del presidente Joe Biden apoya un impuesto mínimo para los multimillonarios a nivel nacional en los Estados Unidos, se ha mostrado reacia a impulsarla en el tablero internacional.
Pero no hay vuelta atrás. El impuesto mínimo ya está ya en la agenda global, si nos fijamos en la historia de las negociaciones internacionales sobre tributación, hay razones concretas para ser optimistas sobre el futuro de la propuesta. En 2013, el G20 reconoció la elusión fiscal rampante de las empresas multinacionales, lo cual dio un impulso político para abordar esa problemática. Su plan de acción inicial incluía la mejora de la transparencia fiscal, el refuerzo de la cooperación fiscal y la revisión de las prácticas fiscales perniciosas para grandes corporaciones, los mismos principios que conducen ahora la declaración de Río en cuanto a la tributación de individuos superricos. Luego, en octubre de 2021, 136 países y jurisdicciones (ahora ya son 140) adoptaron la aplicación de un impuesto mínimo efectivo del 15% para las grandes corporaciones.
Afortunadamente, no es necesario que todos los países adopten un estándar de tributación mínima de 2% sobre los milmillonarios (o sobre los centimillonarios –quienes tienen patrimonios por encima de los 100 millones de dólares– si así lo deciden los responsables políticos). Simplemente se necesita una masa crítica de países que se pongan de acuerdo sobre un conjunto de normas para identificar y valorar la riqueza de los ultrarricos y adoptar instrumentos para consolidar un nivel de tributación efectiva con independencia de la residencia fiscal de estos milmillonarios. De este modo podremos evitar un escenario en el que los ultrarricos huyan a paraísos fiscales y se pondría fin a la carrera a la baja entre países que compiten para ofrecer a los ultrarricos condiciones de tributación más bajas.
En los últimos diez años aproximadamente, la cooperación internacional en materia fiscal ha avanzado notablemente. La introducción del intercambio automático de información bancaria, por ejemplo, ha reducido enormemente la posibilidad de evasión fiscal. Ya disponemos de las herramientas necesarias para que los multimillonarios del mundo paguen los impuestos que les corresponden. Ahora depende de los gobiernos actuar con rapidez y eficacia.
Gabriel Zucman es profesor de Economía en la Escuela de Economía de París y en la Universidad de California, Berkeley, es director fundador del Observatorio de Impuestos de la Unión Europea y fue galardonado en 2023 con la Medalla John Bates Clark de la American Economic Association. Derechos de autor: Project Syndicate, 2024.