A los 64 años de edad, recién recibida de maestra, María del Carmen González viaja cinco horas de Solís de Mataojo a Montevideo, ida y vuelta, para dar clases en la escuela 327 de Casabó. “No me pesa para nada. Lo hago con gusto”, dice, y se le nota.
No le pesa que la medianoche la encuentre planificando el día siguiente, ese al que en pocas horas le verá orejear los primeros rayos de sol por el horizonte desde la ventanilla del ómnibus de la empresa Minuano. Son 80 los kilómetros que recorrerá para llegar hasta la garita montevideana, desde donde, una hora y media después de haber subido al primero, se subirá a otro ómnibus, en este caso, un CUTCSA en el que no siempre hay asientos disponibles, para ir, ahora sí, hasta Casabó. Son 50 minutos más, y en la mayoría de ellos, el Cerro se ve a un costado, pese a que en teoría está yendo hacia él. Pasa el Prado, Belvedere, Capurro, y un quiebre repentino la pone, después de tanta espera, rumbo al Cerro de Montevideo. Luego va a tener que caminar unos 500 metros de pasajes con zanjas y basurales como veredas. Cuando ponga su primer pie en la escuela, ya serán cerca de las 8.00. Pero no le pesa, insiste. En parte porque esperó mucho tiempo para poder hacerlo, y porque no fue sólo esperar sino también preparar.
Aunque es una maestra recién recibida, tiene algunos años de experiencia. Fue auxiliar en el jardín 113 de Solís de Mataojo. Allí, subraya, le daban total libertad para trabajar. “Pienso que tenía que ver con que ya era alguien grande y que era la única de las auxiliares que había hecho todo el liceo. Siempre me decían ‘vos tenés que ser maestra’. Era mi meta. Ahí fue que me impulsaron tanto, y que me mandé”. Pero apareció la traba de la edad: con más de 40 años no podía inscribirse, le dijeron. “Me acuerdo que había una persona que estaba terminando Medicina y tenía más de 60. Supongo que si es por una cuestión de edad, sería más peligroso ser médico”, dice, y se ríe.
Puede ser muy poético decir que se puso a estudiar a los 60, pero no es difícil suponer que podría haber perdido el tren de estudio o que, al decir del presidente, “la biología” entrara en juego.
Siempre fui muy lectora, de lo que fuera. Siempre leía algo, así sea un cuento fantástico. Lo que sea, algo estaba leyendo, porque sentía que tenía que leer. Y siempre me gustó aprender. Además, aunque fuera una vieja decrépita, iba a ir a estudiar. Era mi meta. Siempre dije que no quería ser una vieja chancletuda.
¿Qué vendría a ser una vieja chancletuda?
Son esas que necesitan estar mirando todo el tiempo por la ventana. Yo me siento de espaldas a la ventana. No me interesa qué pasa afuera.
Cosa que en las pequeñas poblaciones es muy frecuente.
Sí. Demasiado.
A las 5.25 lo que hay en la parada de la ruta es un contorno, una mancha humana, o dos, o tres, que aparecen recién cuando un auto o un camión las alcanza con las luces, o cuando ya se está demasiado cerca para que contrasten tímidamente el resplandor del foco más cercano del alumbrado público. La garita protege lo que puede, que no es tanto. Y el viento, incluso mínimo, ayuda a que llegue una llovizna huérfana de gotas pero que al rato empapa. La rutina casi que por reflejo: suponer, por las luces, que el que viene es el ómnibus; hacerle señas, subir e ir hasta el asiento intentando no despertar a nadie. Son las 5.30; 5.40 a veces. Hay un celeste lejano, perdido entre los grises que siguen regando el parabrisas sin la necesidad de gotones. Parece que la lluvia nace allí, que mana del vidrio. María del Carmen se acomoda. El resto duerme, o intenta.
La tenue polarización de sus enormes lentes impide descubrir el color de los ojos. A veces los cierra, intenta dormir, desplomando el cuerpo de mujer grande de pelo corto, morocho, que se sugiere lacio, sobre el asiento reclinado.
Sin edad
Un e-mail del periodista minuano Fernando Bonhome me había contado todo en apenas 30 palabras: “María del Carmen González recibió su título de maestra a los 64 años de edad y viaja de Lavalleja a Casabó para dar clases en una escuela de contexto crítico”. Tenía, adjunto, el audio de una nota que le hizo el 28 de setiembre de este año, aún sobre las tablas del Teatro Lavalleja, donde el Instituto de Formación Docente hizo el acto de colación de grado. “Desde que empecé a estudiar, y desde antes incluso, tuve siempre en mente trabajar en una escuela de contexto crítico y de tiempo completo”, le dijo María del Carmen.
¿Por qué a esta edad?
Debido a grandes problemas que surgieron, de familia, de enfermedades, tuve que dejar el liceo. Después me casé, tuve mis cuatro hijos y vivimos en campaña. Todo lo mío siempre fue fuera de tiempo; tuve mi primer hijo a los 36 años. Más tarde, cuando pasamos a vivir en Solís, pude terminar el liceo y, cuando quise inscribirme en magisterio, en el 99, me dijeron que estaba pasada de edad. Por aquellos tiempos no querían maestras viejas. Ahora lo embromé a aquel ministro, porque soy más vieja y soy maestra.
El 28 de setiembre fue la entrega del título, pero María del Carmen se había recibido el 18 de noviembre de 2016, tres años y ocho meses después de haber empezado la carrera. En 2013, casi por casualidad, se había enterado de que ya no había límite de edad para inscribirse. No pudo esperar ni un día. “Ya tenía a mis hijos grandes. Lo planteé en casa y me dijeron que sí, que cómo que no. Al otro día terminaban las inscripciones, así que me bañé y salí para Minas con la cédula en la mano”.
Fueron casi cuatro años de viajes diarios desde Solís de Mataojo a Minas, a 41 kilómetros. La distancia pareció agrandarse cuando al horario de clases le tuvo que sumar el de las prácticas. De los 22 compañeros de primer año, se recibieron ocho. Ella fue una de las tres que consiguió liberarse de todas las materias en el último año. El resto dio los últimos exámenes ya en 2017. “Yo era la más vieja de la clase, lógicamente”.
Selva de ladrillos
En el interior de la escuela 327 hay una selva rodeada de ladrillos. Una selva o un jardín tupido, de goma eva y papel crepé. También hay ladrillos pintados, banderines como guirnaldas, cocardas, mariposas, flores y enredaderas que hacen olvidar que las varillas por las que trepan son las de las rejas de la puerta del salón de clase; rejas también pintadas, claro. Rejas en cada uno de los salones. De la ventana para afuera, rejas, tejido, bahía y campo. Si, como en los pagos de tierra adentro, hay un lugar en que se puede decir “acá termina el pueblo”, allí, parece, es donde termina Montevideo. Campo para un lado, mar para otro. El resto es todo ciudad.
A las 8.30 llegan los alumnos. Mae, le dicen. Escuchárselo a ellos, desde la musicalidad de la voz de un alumno de segundo año escolar, no es lo mismo que escuchárselo a ella cuando lo cuenta arriba de un ómnibus, por la ruta 8, a la altura de Pando, durante el retorno, que en invierno completa cuando ya se hizo la noche. Entonces, al sol lo ve salir y ponerse siempre desde la ventanilla de un ómnibus. No le pesa, y a esa altura uno ya no sabe si admirarla o indignarse.
Más allá de la meta, del deseo de ser maestra, es de imaginar que cuando pasa a haber una carga teórica, también hay replanteos; hay nuevas herramientas para ejercer la docencia y pensar la docencia.
“En lo teórico, lo que más me impactó, más allá de los pensadores nuestros, fue descubrir a Comenio, por su obra en el siglo XVII, y a Jacques Rancière con lo del maestro ignorante. Comenio sigue siendo muy actual, por esa suerte de emancipación del niño, de la autonomía, de hacer que el niño piense y no que reciba lo que se le dicta”.
Oficios varios
María del Carmen tenía 16 cuando murió su madre. No la tomó por sorpresa. Según cuenta, venía siendo un tiempo de aprendizajes, incluido el de dar inyecciones. Era la menor, estaba cursando cuarto de liceo y no fue fácil el después. Un hermano preso y una hermana con una discapacidad severa eran parte del contexto.
“Quedé medio a la deriva, y tuve que salir a trabajar. Y en aquel momento era muy difícil trabajar. Además, trabajaba desde las seis de la mañana a las siete de la tarde”. Tuvo después primeras nupcias, pero no. Creyó mejor, de algún modo, alejarse. Se instaló en Maldonado. Ya tenía 26. Se presentó a un llamado para la Policía, en la que trabajó durante cinco años y medio y en la que conoció a quien luego sería su marido.
En Maldonado decidió hacer 5º año de liceo. Tenía 36. “Iba uniformada, con escudito y todo. Me sacaba el uniforme del liceo y me ponía el de la Policía”. Ese año quedó embarazada, que venía siendo su primera espera dilatada. Cuatro hijos en casi la misma cantidad de años. Zapicán y después Solís de Mataojo. Recién allí, con más de 40, se hizo tiempo para terminar el liceo. Nunca pensó que tendría que esperar más de tres lustros para poder hacer magisterio.
What a Wonderful World
Vuelven del desayuno. Ayelén pregunta si soy periodista. Respondo con la mano y una mueca: “más o menos” o “algo así”, le transmito. María del Carmen saca un cuento sobre una gota de agua para hablar sobre la condensación pero, de paso, para trabajar en Lengua. Reparte las fotocopias, que van a su costo, como muchos materiales. Incluso el costo del traslado diario entre Lavalleja y Montevideo sale de su bolsillo.
La gota de agua que le pide al sol que la haga viajar. Pasa por diferentes estados y vuelve a ser gota de agua. Mientras ella lee, algunos niños también y otros no. Los primeros quedan en evidencia cuando ella termina y siguen prendidos a la hoja deletreando todavía el desenlace. Después leen ellos. Hay autorregulación; unos piden a otros que no se rían de los que deletrean hasta que los interrumpe una melodía que, colándose por la puerta, les llega desde el hall de ingreso. Viene de una prueba de sonido, de una amplificación, con la grabación de un coro de niños cantando “What a Wonderful World”. Dos, tres, cinco, diez, empiezan, automáticamente, a corearla. María del Carmen duda entre pedir silencio o aprovechar la ola. Decide ver hasta dónde puede ir, munida de un papel con la letra de la canción que hizo famoso a Louis Armstrong. Hasta que alguien corta la reproducción y los dejó sin mar. De vuelta al agua, pero a la gota.
Hay acto en la escuela. La de los actos, dice María del Carmen, es una costumbre que la escuela perdió, pero que viene recuperando. Al principio no fue fácil, pero “la reacción de las familias ha sido fabulosa”. Esta vez reciben al embajador de Gran Bretaña, Ian Duddy. Apenas pone un pie en el hall, comienza “What a Wonderful World”, con todos los niños agitando una pequeña bandera británica y levantando las manos para el estribillo. “Muy buen inglés”, los felicita Duddy cuando terminan de cantar.
Caso a caso, la Mae narra un logro de su alumnos. Supo desde siempre de las diferencias de niveles, de las dificultades, de las más estremecedoras historias que vendrían de perilla para un titular impactante. Conversar con algunos maestros alcanza para saber que son muchos, demasiados, los niños que no se proyectan mayores. “Son muy pocos los que tienen un plan para ellos. No hay un sueño, una expectativa”, cuenta una de las compañeras de María del Carmen. Una de ellas no quiere que se cierre la reja de la puerta de clase. “Para algunos es una asociación inevitable con la cárcel, que es a donde de repente estuvieron de visita el fin de semana”.
Cualquier extraño puede advertir que, entre tantos niños, así como los hay de rostros y ocurrencias que encandilan, los hay también de los que parecen estar presos de una alegría sobremodulada, y otros que van con una tristeza que les pesa sobre la nuca. Detrás de cada gesto, detrás de cada ceño fruncido, de cada orden simple no acatada, uno olfatea alguna tragedia cotidiana. Rasca un poco, pregunta, y la confirma.
¿No será en parte eso lo que la mueve a viajar todos los días a trabajar?
Sí, creo que es una motivación. Pero creo que más que nada vengo por una satisfacción propia; es algo que anhelaba y también algo que puedo dar, y está lo que recibo de esos niños. Este año estuve 20 días sin ir porque me enfermé; estuve con una neumonía. Pero lo que me tuvo más nerviosa es que nunca hubo un suplente para mi clase, porque a la escuela no quiere ir nadie. Los niños estuvieron 20 días en otras clases.
Para algunos, incluso, la escuela puede ser hasta un lugar de paz.
Un alumno me preguntó la otra vez por qué no tenían que venir sábados y domingos. Dijo que me extrañaba.
Hay almuerzo, con menú detallado en un pizarrón que envidiarían no pocos restaurantes, y con cocineros empilchados como chefs, con gorro y todo. Hay solomillo de cerdo con puré mixto; los niños aprueban, los mayores también. Pasado el mediodía, cuando a la escuela de tiempo completo le queda todavía toda la tarde, hay un espacio que raya la recreación. En el salón juegan a ser comerciantes y clientes. Hay una moneda interna, diminuta, con la que compran en una farmacia. La cajera les dice el precio y los clientes van al pizarrón a sacar la cuenta de cuánto será el vuelto.
Tecnología aplicada
María del Carmen devuelve una llamada. “Perdoná que no pude atenderte. Es que estaba imprimiendo desde el teléfono”. Cuando comenzó a estudiar en el Instituto de Formación Docente “hacía todo a mano”. Haber escrito siempre para ella y no más que lo necesario la paró frente a otra valla: la caligrafía. Tuvo que hacer un curso durante el primer año de magisterio. Al siguiente, llegó la entrega de la portátil Magallanes del Plan Ceibal: “Me tiré de lleno a trabajar en la computadora”.
Con su teléfono, aprendió a imprimir, a compartir trabajos con los compañeros y a bajar libros. Antes “no estaba familiarizada para nada” con la tecnología, dice. “Pero soy curiosa, así que indago, busco, y por la vía práctica, si me muestran cómo hay que hacer, capto todo sin perderme. No podía estar dependiendo siempre de que los compañeros me ayuden”.
“Lo de ella es heroico”, dice el director de la escuela, Sebastián Camacho. “María del Carmen viene con una alegría desbordante todos los días. Ella llega con su capelina, sus sandalias sin media tanto en invierno como en verano. Recibirla cada día para nosotros es una señal de todo lo que se puede, de que se pueden vencer las barreras, y ese es un tema en sí para la escuela, que durante años ha sido muy mal vista por problemas ocurridos en el pasado. Estamos en el tiempo de vencer esas barreras, y María del Carmen es una de las hacedoras de todo eso. Ante los niños tiene una postura muy amorosa. Enseña desde la amorosidad educativa. Es una persona muy contenedora, tiene eso de madre y de abuela, y una experiencia de vida que enriquece su opción docente”.
María del Carmen también habla de políticas educativas, aunque con la otra política no quiere saber nada. Piensa críticamente desde José Pedro Varela a estos días, aunque no pueble de teoría sus argumentos. Se le escapa algo de Freire y dice que Marx le gusta. Cuestiona la repetición limitada, “la inclusión pensada desde escritorios” y desprovista de herramientas; le rechina que se hable de equidad donde no la hay. “Hay casos a los que me tendría que dedicar al menos una hora de modo personalizado para que se den progresos significativos, pero son 24 alumnos y tengo que atender y trabajar con el resto. Ahí no se está dando ni la inclusión ni la equidad”.
Inevitablemente, vuelve al carril de las virtudes, de los logros individuales y del trabajo con toda la clase, e incluso con otros maestros. “Estamos enfocados fundamentalmente en lengua y matemáticas. Intentamos que se interesen también en otras cosas. En mi caso, enfatizo mucho en la música. Hace unos meses les llevé unas canciones: Larbanois & Carrero con “Santa Marta”, una ronda de Susana Bosch, “Clara”, de No Te Va Gustar, que algunos conocían, y “A desalambrar”, de Daniel Viglietti. Yo quería probar a ver qué reacción tenían ellos. Con los que más se fascinaron fueron con Larbanois-Carrero y con Viglietti: pidieron que pusiera de nuevo ‘A desalambrar’”.