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Gabriela Augustowsky. Foto: Pablo Vignali

Pararse frente a grupos masivos de estudiantes, según la educadora Gabriela Augustowsky

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No todos los docentes de la Universidad de la República (Udelar) se sienten preparados para dar clases en grupos masivos. Al mismo tiempo, en esos espacios suele apelarse a prácticas que son propias de otro momento histórico, en el que muy poca gente accedía a los estudios universitarios. Esa realidad contrasta con la situación que se produce en muchos servicios de la Udelar, que sin fijar cupos de ingreso a las carreras deben atender grupos de estudiantes muy numerosos, en un contexto en el que en las últimas décadas ha aumentado la cantidad de estudiantes que acceden a estudios terciarios. Gabriela Augustowsky, docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA), licenciada en Educación, con una maestría en didáctica y un doctorado en Bellas Artes, estuvo semanas atrás en Uruguay para dar un curso dirigido a docentes universitarios sobre estrategias y materiales a la hora de encarar grupos numerosos. Entrevistada por la diaria, planteó la necesidad de que las instituciones universitarias dejen de enseñar con formatos de tiempos en que ese nivel educativo estaba restringido a elites, y de que sean capaces de formar estudiantes autónomos.

–¿Cuál es el enfoque con el que abordás la enseñanza en grupos masivos?

–Lo primero es preguntarnos por qué hay grupos masivos, por qué hay tantos estudiantes en la universidad y eso no suena tan extraño. La universidad se creó inicialmente para pocos, fue pensada para formar elites, ya sean clericales, gubernamentales o profesionales. Su estructura está pensada de esa forma, y está naturalizado que es una institución para pocos. Es relativamente nuevo pensar los estudios superiores como un derecho. Detrás de cada uno de los estudiantes que están en esa multitud hay un joven que está ejerciendo su derecho a la educación superior y hay un deseo de la familia del joven de que vaya a la universidad. Esto es relativamente nuevo. Ni siquiera en grandes reformas universitarias, como la de Córdoba en 1918, o en el mayo francés de 1968 se cuestionaba. En nuestra región, recién en 2008 se sentaron las bases de la educación superior como un derecho. Pensarla así habilita a celebrar no sólo que haya más estudiantes, sino que haya nuevos estudiantes. Estamos asistiendo a una segunda ola –porque ya hubo una con nuestros abuelos o padres– de generaciones de chicos que son los primeros estudiantes universitarios en su familia. No sólo es una cuestión de números, sino de quiénes son esos estudiantes. Una vez dentro de la universidad, hay que pensar cómo hacemos para sostenerlos. Es muy grande el número del desgranamiento.

–¿Las universidades están preparadas para enfrentar el desafío?

–Hay que trabajar con algunos prejuicios. Un prejuicio grande es que una universidad que recibe a 100 estudiantes y de la que salen diez graduados es una buena universidad porque es exigente: esa es una muy mala universidad, que dejó afuera a 90 estudiantes. Luego, hay una cuestión de orden didáctico, que tiene que ver con cómo se enseña y cuántos se consideran “muchos estudiantes”. Por un lado, hay una cuestión política y se define el lugar del Estado: si es necesario proveer más profesores o si quedaron chicos los edificios. Pensar el curso tiene que ver con pensar cuáles son las estrategias más adecuadas para trabajar con estos grupos numerosos y no seguir formando con formatos de enseñanza que ya no encajan con la realidad, pero queremos seguir haciendo que encajen. El curso que di abordó varias cuestiones. En primer lugar, en esa masividad o alta numerosidad no se debe perder de vista que los estudiantes son sujetos, ni su individualidad. No hay que pensar a ese auditorio de 500 como una masa, sino ver cuáles son las estrategias para recuperar a cada uno de ellos como sujeto. Para cada estudiante la situación de clase es única, cada uno con su nombre, trayectoria y biografía. Es necesario ver cómo recuperar esa información. Una segunda cuestión es que en esta condición cambia el rol del estudiante. En general, todas las universidades están pensando en un estudiante que tiene que ser más autónomo, responsable de su propio aprendizaje y recorrido. Cuando uno tiene muchos estudiantes, el punto más crítico es la evaluación. Cuando tenemos 50 parciales o exámenes para corregir, a veces entramos en contradicción.

–Por lo general, se cae en pruebas de múltiple opción.

–Para algunos contenidos puede ser, si la prueba está muy bien hecha. Lo que trabajamos es en qué medida los estudiantes también tienen que aprender a valorar su propio trabajo. A comprender y no estar en una dependencia absoluta, en algunos casos infantil, del docente. Por supuesto que el docente es quien tiene la última palabra, es quien evalúa, pero se trata de comenzar a integrar y utilizar estrategias que tienen que ver con la autoevaluación, para que de esa forma los estudiantes puedan construir criterios para valorar su producción. Para ello, se requiere trabajar con muchas instancias de autovaloración y de reflexión sobre el propio trabajo. Cómo aprendo, qué no puedo comprender, qué es lo que no me sale, cuántas horas le estoy dedicando. Que el estudiante sea un actor protagónico en ese proceso y no sólo lo sea el profesor, representante de la autoridad que lo va a evaluar. También es importante el trabajo con los pares, la coevaluación. Aprender a construir criterios para valorar el propio trabajo compartido con el grupo. Ahí aparece otra variable importante, que es el lugar de los pares que están atravesando por la misma situación de aprendizaje y las mismas experiencias de enseñanza. Ver cómo ahí hay un potencial que en general se subutiliza. Se requieren estrategias de autoevaluación y coevaluación, e instancias metarreflexivas de monitoreo sobre cómo estoy aprendiendo.

–Muchas veces el estudiante ya viene acostumbrado a la relación de dependencia con el docente, y también le cuesta cambiar el chip.

–Hay que empezar a hacer un trabajo desde el jardín de infantes. Tenemos la costumbre de que los deberes son de hoy para mañana; hay que empezar a armar agendas con los niños, en las que hay cosas que se entregan mañana y otras que se entregan la semana que viene, para empezar a administrar el tiempo. Todavía llegamos a la universidad con ese mecanismo de control externo, y hay que empezar a formar a un estudiante más autónomo desde antes.

–Últimamente hay una tendencia a generar planes de estudio que se centran mucho en la autonomía del estudiante. ¿Cómo se puede contener al estudiante a nivel institucional?

–A veces se confunde autonomía con abandono. Es un momento complejo, de transición, en el que accedemos a tecnologías que son una ayuda importante. Pero paradójicamente, en este momento en que promovemos la autonomía, yo hablo de una pedagogía de la presencia: el docente tiene que estar presente. La pregunta es para qué. Durante muchos años, el docente fue el encargado de transmitir información y contenidos; ahora esa condición está distribuida, ya no está solamente en el docente. Hay que volver a pensar, junto con un estudiante autónomo, cuál es el rol del profesor. La autonomía no significa el abandono, el profesor tiene que estar presente para enseñar el pensamiento complejo, para asistir al estudiante. Hay una idea vigotskiana que es la metáfora del andamio. La idea de andamiaje y estructura que es auxiliar, y se va retirando. Todos los procesos de autonomía requieren mucha asistencia de un profesor, pero en términos de revisar esa relación de manera madura; no es un profesor que controla autoritariamente, sino que construye ese andamio con toda su experiencia profesional y sus posibilidades para trabajar en la complejidad. Después están todas las instancias que cada institución genere para ayudas o tutorías. La figura del tutor es interesante: ese profesor que te guía y va yendo con vos un poco de la mano, como cuando te sacan las rueditas de la bici.

–¿Cuál es el rol que debe jugar la tecnología en esos procesos?

–En general, las mejores propuestas son las de convergencia, en las que la virtualidad está fuertemente acompañada con la presencialidad. Hay distintas modalidades. A mi entender, la virtualidad no reemplaza de ninguna manera a algunas instancias formativas, pero son espacios para la discusión, para visualizar material, son muy buenos repositorios, espacios de intercambio entre pares, y son fundamentales a nivel de gestión. El año pasado, en un curso sobre la producción de materiales vimos cómo una parte importante de ingresar a la universidad es convertirse en un estudiante universitario. En la masividad eso resulta muy difícil, desde saber dónde están los lugares, los horarios, cómo se llaman los espacios, los profesores, las instituciones. Casi que hay que escribir las instrucciones para subir la escalera y desnaturalizar, pensar en esos nuevos estudiantes que no tienen padres universitarios. Los espacios y los entornos dan mucha ayuda para brindar información. Hay distintos niveles: brindar información, niveles de discusión y debate, espacios de visualización. La didáctica universitaria es un elemento relativamente nuevo; en general, cuando se hablaba de didáctica se pensaba en niños pequeños y en hacer cosas para que esos niños comprendieran. Este corrimiento a la didáctica superior tiene que ver sobre todo con que tenemos que seguir pensando cómo se enseña a los jóvenes. Algo importante es pensar qué lugar tienen los otros lenguajes que no son la palabra. La educación superior está fuertemente anclada en la palabra, y existe la idea de que ver una película o mirar un cuadro es perder el tiempo. Esos otros lenguajes y formas de representar el conocimiento y la realidad son fundamentales, y las nuevas tecnologías ocupan un lugar fundamental. Pero los profesores son irreemplazables.

–En la Udelar no hay instancias de formación docente obligatoria. ¿Qué pensás al respecto?

–Estamos en un momento de transición, hay muchas experiencias en la UBA en las que eso es requisito formal, mientras que en otros no. El curso que di es voluntario; sin embargo, había 80 docentes. Lo que motiva a un docente a ir a un curso de formación es la necesidad de mejorar su enseñanza, de pensarla. A veces uno como profesor está muy solo, y está la oportunidad de compartir con colegas. No es lo mismo un profesor que pasó por instancias de formación docente que otro que no lo hizo. Hay que tratar de que eso sea valorado en los concursos, o que una tesis de maestría en enseñanza sea tan valorada como una tesis sobre otro tema. Enseñar es un oficio, y a veces es un oficio muy distinto de la profesión que se ejerce, y requiere formación. Vamos en la dirección de que un ítem de los concursos sea la formación docente, y de empezar a valorar a la formación pedagógica en general. También cambió la didáctica, que antes era una disciplina que te decía lo que tenías que hacer, muy prescriptivamente, y ya no es más así. Sigue habiendo de eso, cursos que te prometen resolver el problema de la masividad en tres días. Como los temas son complejos, la didáctica es compleja y la perspectiva con la que trabajo consiste en pensar un docente que no es aplicador de cosas que pensó otro, sino que tiene que encontrar sus propias formas, comprendiendo la situación en la que está enseñando, sobre todo para seguir disfrutando de enseñar.

–¿Cómo analizás el rol que ocupan los educadores en el actual debate educativo? ¿Se necesita hablar más desde la educación?

–La educación es una temática que nos atraviesa a todos. Todos fuimos a la escuela y tenemos algo para decir de la educación. Hay cuestiones que hacen a lo macro, que se abordan desde la política o la sociología, como el financiamiento. Esas son las grandes temáticas que sientan las bases y son fundamentales. Sin presupuesto no podemos hacer nada. Hay otro nivel que es más pequeño, el día a día escolar, que es el campo de la didáctica: cómo se enseña, cómo son los espacios escolares, cómo son nuestros estudiantes, cómo se enseña en este mundo en el que las cosas cambian tan rápidamente. Cómo, además de contenidos, también tenemos que formar capacidades, habilidades, destrezas. Ahí los maestros y profesores tienen que tomar la palabra y tenemos que mostrar lo que hacemos. El panorama educativo en los noticieros en general cubre la conflicitividad: cuando hay paro, cuando los estudiantes rompen cosas, y en realidad dentro de las escuelas pasan cosas maravillosas. La escuela es el lugar donde se forja la democracia, donde aprendés a ser ciudadano. Habría que trabajar más con la vida en las aulas, y entrar a ver ese micromundo de la vida cotidiana de la escuela, donde un profesor recibe a sus estudiantes, los saluda, les pregunta cómo están. Profesores que cada vez que un alumno se va dicen: “Lo perdí”. Esa relación tan particular y tan fuerte que se construye en las instituciones. Hay dos miradas, una de lejos, con las categorías macro desde la política, la sociología y la economía; una mirada amarillista, que piensa en un universo muy caótico; y después la mirada de cerca. No estoy negando que pasen cosas complicadas –a veces lo que sucede en las escuelas es un mero reflejo de lo que sucede en la sociedad–, pero hay que ir a ver la vida cotidiana en las aulas y en las escuelas. Las sociedades tienen mucho para aprender de cómo se construye ese universo que tiene que ver con enseñar y aprender, y con los deseos que circulan ahí.

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