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Liceo 1 de Solymar. Foto: Sandro Pereyra (archivo, marzo de 2016).

Acerca del diálogo constructivo sobre formas de estar en las instituciones educativas

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Confrontando la complejidad: la posibilidad de reencontrarnos en el triángulo herbartiano.

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El presente artículo pretende dar cuenta del diálogo crítico y constructivo sobre el malestar que parece aquejar a quienes trabajamos en instituciones educativas. La queja, el desencanto, el abandono, el ausentismo, la desprofesionalización, la violencia son algunos de los reclamos que hacen eco por los centros de enseñanza por los cuales transitamos. Sin la pretensión de generalizar, buscamos reflexionar sobre otras formas posibles de estar y de hacer, reinventando los vínculos para hacer del acto educativo un acto de humanidad.

Confrontar: “Carear a dos personas”

Complejidad: “Cualidad de complejo”

Las definiciones que anteceden permiten abrir el diálogo entre dos educadoras que se han permitido poner en tensión lo pertinente del quehacer áulico: “la relación educativa” más allá de las asignaturas. Según plantea Donald Schön en La formación de profesionales reflexivos, toda práctica de una formación consiste en ejecutar esa praxis desde un lugar donde el educador y el educando se relacionan y construyen lo que se ejecuta, donde lo importante es el “buen modo de diseñar”, proceso que nos permite entrar en el mundo y refiere a un acto de ofrecer. Relación que se funda entre dos que se piensan, se encuentran o desencuentran. Ya no se trata de un lado frágil y uno sólido: somos frágiles por ambos lados. En esa fragilidad acontecen los encuentros y los desencuentros con los sujetos con los cuales hemos de trabajar. El sujeto pedagógico, como dice Adriana Puiggrós, se encuentra dentro de lo que Bourdieu denomina habitus. Este concepto refiere a disposiciones, formas de actuar, motivaciones, visiones de la realidad y concepciones sobre la cultura en un determinado sistema de jerarquías, propios del campo de trabajo. Por lo tanto, el acto educativo no es neutral: abarca lo político, lo económico y lo social; involucra la intervención de otras disciplinas, actores, organizaciones, instituciones y del Estado por medio de diferentes políticas educativas.

En este habitus, el sujeto pedagógico, que es a su vez un sujeto social, se vincula y se relaciona con otros sujetos, los educadores, que también son sujetos complejos. Esa articulación entre educador y educando está mediada por la educación, entendida también como una práctica social compleja, que produce y es producida por la reproducción y la transformación de los sujetos. Su finalidad es producir un cambio, que puede ser conservador o transformador. El vínculo educativo es, por lo tanto, complejo: hay producción de subjetividad con otros. Ese vínculo debe dar lugar a un acontecimiento que reconozca el lugar del otro o muchos otros y ha de permitirnos abrir nuevas interrogantes en cuanto a cómo nos situamos dentro y fuera de ese acontecer.

Las instituciones permiten que los sujetos se integren, establecen cierto orden para poder convivir, mantienen la cohesión social y dan un orden simbólico a la vida colectiva. Quienes transitamos por las instituciones educativas percibimos el cansancio de los cuerpos, el malestar en los discursos, la añoranza del carácter conservador de aquellas instituciones educativas, que en su construcción y estructura parecía proteger de todo “mal” a los sujetos que albergaba y esperaba. Los recibía como verdaderos extranjeros y les enseñaba sus rituales, sus costumbres, sus saberes, su disciplina. Los encargados de recibirlos eran los guardianes, seres dotados de autoridad y conocimientos: los docentes, quienes tenían el encargo de transmitir para conservar la tradición en el tiempo, para forjar una identidad no sólo individual, sino también colectiva. Esto implica también el extrañamiento de aquella escuela que se resguardaba de los tiempos que acontecían a su alrededor, que generaba un espacio donde el tiempo parecía perderse, que conservaba el pasado y sus prácticas tradicionales, y que generaba seguridad en el afuera y el adentro.

Siguiendo a Zygmunt Bauman, “derretir esos sólidos” significa que las instituciones educativas han perdido su sentido homogeneizante, sus valores universales y sus reglas generales, y los lazos sociales se han desvanecido. El sujeto o el ocupante de la lógica afectada percibe que aquellos recursos con los que contaba ya no están y, por lo tanto, inicia su pensamiento desde el conflicto entre las viejas representaciones y las nuevas prácticas. Pero cuando las instituciones educativas dejan de producir sujetos homogéneos, funcionales al sistema, este se transforma en el galpón al que se refiere Ignacio Lewkowicz. Todo se torna difuso, la escucha es difusa, nadie se ve, se fragmentan las relaciones humanas, se padece el desencanto de lo que se hace y lo que se permite. La institución educativa se vuelve mediática, porque el Estado padece el mismo síntoma, frágil, sin normas claras, en el que las marcas disciplinarias ya no producen los sujetos que la institución espera. Hay un agotamiento de las instituciones porque también el Estado se sospecha agotado. El problema no parece ser lo instituyente, sino cómo se va más allá de lo instituido, y la caída como ordenador simbólico no debe significar caos, sino abrir la posibilidad de repensar otro universo simbólico.

La caída de los valores universales debe permitirnos resignificar los valores con una regla válida para unas situaciones específicas de aprendizaje. El imaginario es compartido: por un lado, las instituciones educativas inventan y reinventan lo que no pueden producir y, por otro lado, el agente educativo abre paso al imaginario colectivo y produce lo que la institución no puede. Consecuencia de ello es la convivencia dentro del centro de tantas subjetividades como sujetos lo habitan. Como resultado, los agentes quedan afectados y se ven obligados a inventar una serie de operaciones para estar en situación dentro de las instituciones. Sin una significación colectiva, sin una subjetividad común, se cumple a la metáfora de las instituciones educativas como galpón.

Vacío

Un galpón es lo que queda de la institución cuando no hay sentido institucional: la estructura física y un conjunto de normas jurídicas hacen de soporte, pero esto no implica que lo ordenen. Asumirnos en un marco institucional en crisis es permitirnos transitar por un espacio físico temporal donde hay una ruptura paradigmática, donde no sólo debemos resignificar nuestra profesión, sino también todos los elementos que componen el modelo educativo.

Resignificar y reevaluar nuestra tarea se entrelaza en el devenir de una temporalidad que es única y a su vez múltiple, que entiende lo subjetivo y lo social. Trabajar con y desde un modelo pedagógico constituye la posibilidad de tener una guía, una orientación que pone en diálogo permanente teoría y práctica, que pone a disposición de los/as educadoras/es propuestas para desplegar la acción educativa. Establece entonces coordenadas para pensar la realidad y al mismo tiempo constituye el marco para pensar nuevas categorías. Entendemos que ello significa volver a las concepciones previas sobre el acto de educar, poner en tensión la teoría llevada a la práctica y comprender que en la relación educativa el triángulo abierto del que habla Johann Friedrich Herbart, cuyos vértices están ocupados por educador, educando y contenido, tiene prisa por ser reinventado.

El sujeto de aprendizaje es otro, nuevo, pertenece a un siglo dominado por la fugacidad, la tecnología, la información. Los contenidos trasmitidos a lo largo de la historia carecen de sentido para este sujeto de aprendizaje. Si el sujeto es nuevo, ya que ha fluido, los contenidos también deberán ser nuevos. Debemos permitir y permitirnos que ellos también fluyan. La información, antes propiedad casi exclusiva del educante, está hoy al alcance de la mano, con un simple clic en el celular o la computadora. El tiempo pedagógico debe ser reinventado. Lo que se ofrece en las instituciones debería enamorar al educando para despertar su deseo de estar, construir y transformar los aprendizajes. El docente debe reconocerse también como otro. Deberíamos releer nuestro rol, que quedó estanco en un pasado que se aleja cronológicamente, reconocerlo como caduco y salir de nuestra zona de aparente confort.

La relectura del acto pedagógico generará inseguridad, incertidumbre. Pero ¿qué tenemos en la actualidad? ¿Parálisis? ¿Vacío? ¿Síndrome del quemado? ¿Insatisfacción? Buscamos responsabilidades: el sistema, las instituciones, la familia. No nos atrevemos a enfrentar y confrontar nuestro propio rol; eso implicaría lanzarse a una búsqueda nueva, cuyo camino aún no ha sido trazado. Se hace imprescindible reformular roles, estrategias, contenidos, para dotar de sentido el tiempo pedagógico. Los contenidos ya no volverán a ser información estanca; se deslizarán hacia un “posicionarse desde el hacer”, hacia la problematización de cualquier tema y desde cualquier disciplina. Se instalará el conflicto en el espacio pedagógico y deberemos desplazarnos hacia la intervención del conflicto, para entenderlo y buscar la multiplicidad de opciones para resolverlo.

Las instituciones tienen un esperar por defecto, por decantación; se espera a un “determinado alumno” y el alumno espera a un “determinado docente”. Pero ni el estudiante que llega es el esperado, ni tampoco lo es el docente o maestro que los educandos reciben en el aula. Es lo que Lewkowicz denomina “desacople subjetivo”, que hace referencia a “la interpelación y la respuesta, entre el agente convocado y el agente que responde, entre el alumno supuesto por el docente y el alumno real”. El sujeto “real” que llega a la escuela se encuentra con una organización que responde a distintos niveles de enseñanza; cada nivel tiene su currícula, sus tiempos o grados de instrucción. La escuela espera que el sujeto transite por ella de forma homogénea, según los tiempos esperados en relación con su edad y sus procesos cognitivos. Pero la realidad educativa nos habla de otras trayectorias, otros itinerarios, que son heterogéneos, variables. Tales como contextos sociales desfavorables, violencia, abandono, dificultades de aprendizaje y la expulsión que la propia institución educativa realiza cuando el sujeto que llega a la escuela no “porta” las subjetividades esperadas por ella.

Según Flavia Terigi en Las trayectorias escolares, la preocupación al respecto “debe ir de la mano de la remoción de las barreras que impiden el cumplimiento de los derechos educativos y de la adopción de medidas positivas a favor de quienes ven vulnerados sus derechos, pero no de la estandarización de recorridos o del desconocimiento de las distintas vías por las cuales es posible que se produzcan aprendizajes socialmente valiosos”.

En la búsqueda de aprendizajes significativos

La pedagogía social entiende al educando como un ser en toda su dimensión humana, por lo tanto complejo; plantea el vínculo educativo desde el amor, las contradicciones, las frustraciones y las posibilidades de romper con toda amarra que lo condicione.

Entendemos que la acción educativa se vuelve intencional cuando el compromiso epistemológico permite construir y coconstruir con otros saberes de dominio específico y trabajar desde la analogía de las experiencias educador-educando y viceversa. En esta especie de vacío vital en que nos encontramos, se nos dificulta comprender que el aprendizaje excede el espacio áulico e incluso se vuelve invaluable. Nos atrevemos a sugerir que el acto educativo se instala en los más variados escenarios: el pasillo, el recreo, la huerta, un proyecto elaborado desde el educando más allá de su ejecución.

El cuento La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas, permite sintetizar las ideas fundamentales del presente artículo. En él se recrea la relación educador-educando, cuyas descripciones brindadas por el maestro sobre “la lengua de las mariposas” sustituía ampliamente la mirada de un microscopio que no llegaba desde Madrid. Era tanta el “ánima” con que el maestro cargaba su descripción que “los niños llegábamos a verlos de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosos lentes”. Aquel maestro feo, con cara de sapo, era don Gregorio. El espacio de aprendizaje de Pardal (el niño) se expandió. Los sábados recorrían juntos las orillas de los ríos, los bosques, buscando allí los tesoros que esperaban ser descubiertos. Una moto solitaria, con una bandera sujeta atrás, anunció la tormenta al grito de “¡viva España!”. En La Coruña se declara el estado de guerra. Con sus vestidos festivos, los padres y el niño acuden a la Alameda. Allí, entre las filas de soldados, los camiones. Los detenidos van atados de pies y manos, son muchos, y al final de todos: el maestro.

“¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!”. Los insultos fueron murmullo, después grito: “¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”. Arrancaron los camiones, los niños corrieron atrás, tirando piedras contagiados por la furia. La nube de polvo y el niño en la Alameda, la piedra en la mano, los puños cerrados, pero no hubo grito, tan sólo un susurro de Pardal: “!Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”.

Esta es una versión resumida de un artículo publicado en la revista _Impresiones Educativas Nº 2, CERESO/CES, del 23 octubre de 2018, que fue presentado en la cátedra Alicia Goyena, el 24 octubre._

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