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Crónicas del aula: odisea del espacio

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Hay una tira del ilustrador argentino Liniers que me encanta. La niña acostada boca arriba sobre el pasto con su osa de peluche observa un imponente cielo nocturno y dice: “Este universo es gigantesco. Menos mal que nos encontramos, Madariaga”.

Es verdad; las chances de que dos personas en particular coincidan en las mismas coordenadas de espacio y tiempo, y además desarrollen un afecto, son remotas. Sobre todo si habitan su día a día en sitios alejados. Es sorprendente cuán desconocida puede sernos la experiencia de otra persona, incluso viviendo en un mismo país, tan pequeño como el nuestro. Y sin embargo, la diferencia puede ser tan contundente como un abismo, aunque la mayor parte de las veces ese abismo sea invisible. Hasta que nos encontramos en ese abrazo también intangible como es la anécdota vital mínima, y entendemos de pronto todo un mundo.

Ese es mi caso con la joven Fernanda, quien ha vivido en Melo toda su vida. Ni siquiera la conozco personalmente, pero hace poco me presentaron a su mamá en un evento en Montevideo, y quedamos en contacto casi diario por las redes sociales. Así me fui enterando de sus vidas, y de las particularidades que representan un verdadero obstáculo para el desarrollo de las personas que viven “entre los pajonales”, como con humor llamamos entre nosotras al interior profundo.

La historia de Fernanda, contada por su mamá en innumerables audios de Whatsapp, me toca de cerca como madre, como docente y como amante de los cielos estrellados. De chiquita, en la escuela, a Fernanda la ponía mal que sus compañeras supieran lo que querían ser de grandes, y ella no. No le apasionaba nada. Decía que no le gustaba estudiar. Hasta un día en que, sentada en el sofá con su papá, vio un capítulo de Cosmos en la tele. Preguntó quién era ese señor y se enteró de que existía una profesión que llevaban adelante los “astrónomos”. Dijo que quería ser astrónoma y buscar como el señor de la tele vida extraterrestre, pero su papá respondió que era casi imposible, que era una carrera muy difícil, y más difícil aun encontrar trabajo de eso en Uruguay. Fernanda quedó con la idea de que se trataba de algo de otro mundo. Era, sí, algo de otros mundos, pero por lo menos los fascículos de la revista Charoná traían material ilustrado sobre el sistema solar y las galaxias. Se compró un cuaderno destinado exclusivamente a la astronomía para anotar datos y pegar recortes. No le gustaba estudiar, eso era verdad. Pero sí estudiaba, sin que nadie se lo exigiera, los misterios del espacio, los cometas, los agujeros negros, los viajes espaciales, las controvertidas evidencias de ovnis. Al fin, eso era lo que le gustaba, aunque no pudiera serlo “cuando fuera grande”.

Cuando llegó a tercer año de liceo, dijo que no le encontraba sentido a seguir estudiando, pero entonces se enteró de que en cuarto la esperaba la materia Astronomía. Y continuó, sólo por llegar a ella. Tuvo la suerte de que el profesor fuera bueno: un viejito gruñón que en el fondo dejaba entrever su ternura y le recordaba al personaje de la película animada Up, el anciano que viaja en su casa remontada por miles de globos (nuevamente, el cielo en su imaginario). Un placer calmo la acurrucaba durante las clases mientras imaginaba que viajaba por la Vía Láctea, y volvía con el sonar del timbre del recreo.

Sus compañeras no la entendían cuando les hablaba de su materia preferida. “¿Astronomía? ¿En serio?”. Ella además sabía que, como le había dicho su papá, no iba a poder ser astrónoma “posta”. Pero allí delante tenía alguien que de alguna manera también dedicaba su vida a la Astronomía: un profesor. Así fue que siguió en el liceo hasta finalizar bachillerato, para llegar a la meta de inscribirse en el profesorado de Astronomía. Además, una lógica impecable le indicaba que sería uno de los trabajos más fáciles de conseguir en su Melo natal. Una materia que sólo ocupa dos horas semanales de un solo año del ciclo liceal es evidentemente algo a lo que muy pocos, en cualquier parte del país, apuestan como futuro laboral. Paradójicamente, eso la convierte en una asignatura que necesita urgentemente profesionales graduados. Ese era, entonces, el sueño de Fernanda: liderar un día la enseñanza de la astronomía en Cerro Largo, entusiasmar estudiantes, hacer salidas nocturnas a esos campos donde, justamente ahí, las estrellas se observan mejor que en ningún otro sitio.

Nunca pensó que la esperaba una verdadera odisea. El pronóstico era bueno al comienzo. Al tratarse de cursos semipresenciales, podía seguir casi todas las asignaturas por plataforma virtual, y lo único que podía llegar a complicarla eran las tres veces por año que tenía que viajar a Montevideo por cada una de las materias específicas. Tres veces por año no es nada, diría cualquiera. Pero son cinco esas materias.

Enfrentarse a un viaje de casi seis horas de ida y otras tantas de vuelta todas esas veces por año a la capital no fue glamoroso como alguna vez lo había imaginado. Tenía que viajar durante la noche para llegar al comienzo de la clase en la mañana, y a veces dormía, otras no tanto. El sistema está planificado para facilitar lo más posible, eso es innegable, pero hay detalles que se escapan cuando no se conoce el caso individual. Muchas veces dos docentes coordinan para dar una materia un viernes y otra un sábado, y así permitir a los estudiantes maximizar un único viaje. En esas ocasiones, no obstante, Fernanda tiene que afrontar el asunto de dónde pernoctar. Una familia amiga la recibe algunas veces, pero otras, por vergüenza o delicadeza, prefiere pagar un hotel. Nunca olvidó al jovencito proveniente de Artigas que conoció el primero de todos esos fines de semana. Entablaron conversación en clase y, como ella, él también acababa de comenzar la carrera. El muchacho no tenía dinero ni conocidos en Montevideo y pasó la noche sentado en Tres Cruces. Fernanda se lo imaginaba, cabeceando, abrazadito a su mochila. Nunca más volvió. ¿Qué habrá sido de él? ¿A qué se dedicará ahora?

Otra dificultad es la figura del profesor adscriptor, que le hace de referencia local para la materia Didáctica. Seleccionados y habilitados por la Inspección, los profesores adscriptores acompañan y supervisan a los practicantes, pero no están obligados a hacerlo. Un año, Cerro Largo tenía sólo dos profesores adscriptores habilitados para Astronomía, y ninguno de ellos accedió a tomarla a su cargo. Tuvo que renunciar a cursar Didáctica por ese año. En 2019 hay tres habilitados: dos de estas personas no están dispuestas a tomarla como practicante, y nadie sabe quién es ni dónde encontrar a la tercera. ¿Tendrá que renunciar este año al curso de Didáctica, una vez más? Puede ser, dice Fernanda, renunciar nuevamente a Didáctica, pero a la carrera que se propuso, jamás.

He pensado muchas cosas a partir de mi encuentro fortuito con esta realidad antes para mí ignorada. Cuando Fernanda se reciba, su título lucirá igual que el de tantos otros uruguayos que hicieron la carrera desde otros sitios menos lejanos a los centros de formación y en disciplinas más priorizadas que la suya. Así, el valor simbólico de su título, por la historia de ilusiones y decepciones, de horas incontables de viajes y estudios solitarios, de dinero invertido en pasajes y hoteles, será imperceptible a los ojos de un país entero para quien ella será una docente más, como cualquiera. Pero no será una más, porque la historia detrás de ese título será un heroico pasaje por demasiadas pruebas de tenacidad, obstinación y amor. Pero, ya sabemos, lo esencial, siempre, es invisible a los ojos.

Y esta nota me quedó salpicada de referencias a relatos de fantasía. Es que es la fantasía lo que nutre el corazón de todo docente desde el día en que comienza a vislumbrar su vocación. El docente habita en la fantasía, imagina estudiantes, pizarrones, libros, carteleras, contagio de pasiones.

Es también una chance en miles que justamente un determinado estudiante, en determinadas coordenadas de espacio y tiempo, se encuentre con un determinado docente que, quién sabe, puede ser el que toque su corazón y cambie el curso de su vida. Por eso es importante que los estados cuiden a cada uno de esos seres, estén donde estén; cuanto más remoto e inalcanzable su paraje, más importantes serán. Es que son el comienzo de una historia (¿fantasía? ¿utopía?) que todavía está por escribirse.

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