El especialista español en educación y pedagogía Miguel Ángel Santos Guerra ha visitado Uruguay varias veces en los últimos años. En 2017, fue entrevistado por la diaria y explicó ideas que trabaja desde hace años y tienen que ver con algunas claves para la transformación educativa, la organización de los centros de estudio y sobre el rol docente en ellos. Esta semana Santos Guerra estuvo nuevamente en el país y el miércoles brindó una conferencia en el marco de los festejos por los 140 años del Instituto Crandon. Minutos antes de entrar a la sala llena de docentes que lo esperaban, conversó nuevamente con la diaria.
Una de las ideas que sostiene el profesor emérito de la Universidad de Málaga es que el eje de la educación es el docente. No obstante, considera que ello no es contradictorio con la necesidad de poner el centro en el estudiante, como sostienen muchas políticas que entienden a la educación como un derecho humano. “Es importante trasladar el foco de la didáctica al que aprende en lugar que al que enseña, lo importante es que alguien aprenda. Pero ese proceso lo ha de guiar un profesional y, en ese sentido, digo que no hay transformación profunda del sistema educativo si no se incide en los profesionales de la enseñanza”, fundamenta.
Si bien entiende que la tarea de enseñar es “importante y hermosa”, advierte que también es “muy compleja”, por lo tanto, “no la puede hacer cualquiera”. Al respecto, lamentó que muchas veces exista “un estado de opinión de que el que no vale para otra cosa vale para ser maestro”. En esa línea, considera que la formación de los educadores debe ser permanente y, “un poco irónicamente, que los títulos deberían tener fecha de caducidad”. “Cambian las disciplinas, los saberes, las finalidades, los contextos, los aprendices. Uno no puede ser maestro para toda la vida, como no hay un médico que se considere que ha terminado la formación cuando sale de la facultad”, argumenta.
Formas de transformar
Santos Guerra afirma enfáticamente que la educación no se transforma “a través de prescripciones” ni de “decretos”. “Puedo decir que a partir de mañana el docente atenderá la diversidad, ¿pero la noche que se promulga la ley alguien lo va a tocar con una varita mágica mientras duerme en la mente para que lo entienda, en el corazón para que se apasione y en la mano para que lo haga? No. La prescripción no transforma las actitudes ni las dinámicas; puede transformar las estructuras, pero lo esencial lo deja intacto”, explica.
Como entiende que “lo malo no es que no nos entendamos sino creer que nos entendemos”, en su obra se ha dedicado a diferenciar el concepto de educación de los de instrucción, socialización y adoctrinamiento. Según señala, “la educación añade un componente inexorable, que es el componente ético, que desarrolla solidaridad y valores”. Si bien señaló que “el adoctrinador también tiene sus valores”, puntualizó que “los impone” y, por lo tanto, “en ese momento dejan de ser valores”.
Además, el especialista remarcó la importancia de que docentes e instituciones educativas tengan claro un proyecto que especifique el propósito por el que se educa. “Esto exige coordinación –horizontal y vertical–, participación, dinamismo, innovación”, pero además estar siempre abierto a revisar las propias prácticas y a recibir críticas y opiniones. “Si el único criterio es que se están haciendo las cosas como siempre, estamos condenados a seguir instalados en el error, en el fracaso o incluso en la perversión. ¿Sería razonable que una institución que enseña a las personas a nadar nunca se preocupara por saber si quienes salen de la institución se mueren ahogados? Se certifica que cumplieron con el currículum, pero ¿qué pasa cuando se van?”, reflexiona. Al respecto, advierte sobre la posibilidad de caer en la trampa de la “lógica de autoservicio”: “Si tengo excelentes ex alumnos se debe al trabajo que hemos hecho, pero si los tengo malos voy a decir que se debe a que no han seguido las enseñanzas que les hemos dado. Hago hablar a la realidad para seguir haciendo lo que siempre he hecho”.
A lo largo de su trayectoria, Santos Guerra también se ha dedicado a analizar la cultura y organización de las instituciones educativas, que es muy influyente para lo que ocurre en su interior. Según sostiene, en algunos casos la cultura “es asfixiante respecto de la innovación, el compromiso o el verdadero progreso, de tal forma que cuando un individuo de manera aislada propone que haya una transformación es devorado por los otros, quienes no quieren hacer nada”. En el libro La feromona de la manzana analiza especialmente este aspecto, y defiende la autoridad en una institución “como fuerza que ayuda a crecer, a desarrollar a los que están alrededor de una comunidad”. “No hay forma más bella y eficaz de autoridad que el ejemplo. El ruido de lo que hacemos llega a los oídos de los profesores, de los alumnos, de los hijos con tanta fuerza que les impide oír lo que decimos. Educamos como somos, no como les decimos que tienen que ser”, reflexiona.
En un contexto
“Cuando hablamos de formar ciudadanos, no súbditos ni clientes, y cuando hablamos de enseñar a pensar, a convivir, como cometidos de las instituciones educativas, también pienso en el papel que desempeñan las familias. Un aforismo africano que repetimos mucho en España es que ‘hace falta un pueblo entero para educar a un niño’. ¿Qué pasa si en la pretensión de educar en la solidaridad la familia se muestra combativa en el sentido opuesto? ¿Y qué pasa si la familia y la escuela trabajan coordinadamente en una buena dirección pero la sociedad lo destruye todo, en los medios de comunicación, en las políticas?”, cuestiona.
Por ejemplo, analiza que la “invasión de la cultura neoliberal” genera “individualismo exacerbado, competitividad extrema, obsesión por los resultados y no por los procesos, relativismo moral y olvido de los desfavorecidos”. Para el académico, ello hace que el contexto en la actualidad para las escuelas sea “muy problemático”. “A los docentes les digo que es más difícil ir contracorriente, pero que sólo a los peces muertos los arrastra la corriente”. En suma, analiza que otro rasgo distintivo de la actualidad es la “cultura digital”, en la que “la escuela no debe sólo facilitar el acceso al conocimiento, sino que debe dar criterios para que la persona sepa discernir qué calidad y rigor tiene”.
Santos Guerra está convencido de que, como leyó hace años en un mural en Guadalajara, “tenemos que formar no a los mejores del mundo, sino a los mejores para el mundo”. En suma, cuestiona que los centros educativos han sido tradicionalmente “muy homogeneizadores”, lo que se salvaría con mayor autonomía para que pudieran adaptarse de mejor forma a sus territorios y, al mismo tiempo, con atención a la diversidad. “En lugar de acomodar el currículum a las capacidades de los alumnos, la escuela acomoda a los alumnos al tamaño del currículum”, concluye.