En 2007 nos mudamos, y mientras terminaban de subir al camión las últimas cosas, mi hijo, que en ese entonces tenía 12 años, vino corriendo a avisarme: “¡Al hombre del camión se le cayó al piso la impresora!”. Él había seguido muy de cerca, como hipnotizado, los movimientos de la mudanza. Sentado en el cordón de la vereda, miraba cómo los objetos conocidos por él cobraban de pronto una nueva dimensión al ser colocados fuera de contexto, agrupados sin una clasificación más racional que la maximización del espacio. A veces entraba a la casa para contarnos algún hecho fascinante como que su ropero por la parte de atrás era rugoso y opaco, como si lo hubiera visto en ropa interior. Había actuado como un avezado observador hasta ese momento, por lo que no tuve razones para no creerle, aunque yo estaba ocupada con otras cosas más urgentes y le dije que, una vez instalados, ya veríamos si se había roto o no. Efectivamente, la impresora no volvió a funcionar, y cuando al día siguiente llamé al fletero para reclamarle, me sorprendió que su argumento fuera: “Señora, a mis muchachos nunca se les cae nada; no va a tomar en cuenta lo que dice un niño”. Me dejó sin palabras. Era una posibilidad que no quisiera responsabilizarse, pero que tan naturalmente desacreditara el testimonio de mi hijo me dejó una sensación de injusticia que jamás superé.
Casualmente ese mismo año, la filósofa inglesa Miranda Fricker echaba luz sobre un aspecto de la injusticia que hasta entonces no tenía nombre. “Injusticia epistémica” lo llamó en el libro del mismo título en que la define, y consiste en el menosprecio, tácito o expreso, hacia la capacidad de alguien como sujeto de conocimiento. Fricker sostiene que la capacidad de producir y transmitir conocimiento es intrínsecamente humana, por lo que negar las contribuciones que alguien puede hacer a la vida de su sociedad equivale a degradarlo como persona. No se trata de conocimientos científicos o académicos. La propia visión de lo que es importante, como miembro de una sociedad, puede aportar a decisiones como la administración de espacios públicos o dineros destinados al bienestar social. El desdén con el que se aparta a alguien en su derecho a que su voz sea escuchada es lo que lo convierte en lo que la filósofa india Gayatri Spivac ha denominado un “subalterno”; elocuentemente, el ensayo más conocido de Spivac sobre el tema se titula “¿Puede el subalterno hablar?”. Mujeres y minorías han ocupado históricamente esa categoría.
La capacidad de expresarse depende, como todo en las relaciones humanas, de lo que otros nos permitan, pero también de lo que sepamos hacer. Nunca un subalterno abandonó esa categoría sin destacarse. Mujeres como Florence Nightingale, Marie Curie o Ida Vitale han llegado donde llegaron por sus propias virtudes, porque había suficiente evidencia de que lo merecían más que un hombre. Un presidente afrodescendiente como Barack Obama tuvo que mostrar tanto o más para prevalecer ante un hombre blanco. Y esos méritos y habilidades hay que obtenerlos y entrenarlos. Nada fue gratuito nunca para un subalterno.
A partir de la propuesta de Fricker, otras filósofas preocupadas por la educación extendieron el concepto de injusticia epistémica a un área bastante evidente pero que todavía llevará años para que el sentido común lo adopte como tal: la niñez. Cuántas iniciativas de la sociedad tienen que ver con los niños, su formación, su entretenimiento, su cuidado, y cuán pocas veces se toman en cuenta sus perspectivas. La niñez es la subalternidad por la que cada uno de nosotros pasamos en la vida, sin importar nuestra procedencia. Y recordemos cuánto teníamos para decir sobre nuestras circunstancias. Nuestra voz, sin embargo, se fue formando y entrenando en aquellos ámbitos donde nos estimularon: nuestras familias o la educación formal. Ese estímulo es capaz de arrancar a alguien de la injusticia epistémica, y el proceso dura años, es silencioso y también invisibilizado.
La educación fue especialmente trastocada por la pandemia, que puso todo patas para arriba, en especial el tiempo y el espacio escolar, sacando a relucir las desigualdades digitales, la necesidad de un sitio adecuado para estudiar, las diferencias en la posibilidad de las familias para acompañar los aprendizajes, la irreemplazable labor docente, la importancia del gesto, de la cercanía física para interpretar la pregunta no pronunciada mediante un parpadeo, el bostezo aburrido, el apunte entusiasta. Así se escribieron páginas sobre las dificultades docentes y parentales, el teletrabajo en el espacio compartido con niños, las fechas de regreso a las actividades y los protocolos más convenientes. ¿Y qué han dicho los estudiantes, protagonistas indiscutidos?
Sus voces no ocuparon las portadas de los medios de prensa ni fueron las opiniones más compartidas en Twitter, pero sí atendidas y estimuladas por quienes siempre lo hacen: sus docentes.
¿Cómo viven nuestros niños y adolescentes la pandemia? Sus voces son una pieza sin la cual el rompecabezas de las experiencias humanas no está completa. ¿Cómo es vivirlo en la piel de una niña, un niño? ¿Cómo repercuten en ellos las medidas que se han tomado y se seguirán tomando?
“Siento miedo de salir porque mi hermana mayor, mi padre y yo somos asmáticos”, comparte con su maestra por plataforma Crea una niña de 11 años. Mediante consignas como registrar un diario de cuarentena, con sus impresiones y repercusiones familiares, las maestras Victoria Díaz y Belén Izquierdo recogieron palabras de estudiantes de 10, 11 y 12 años de una escuela pública del departamento de Canelones. “Esto se parece a lo que me había dicho mi padre: el coronavirus es como una situación así, de película de acción, de suspenso, como una invasión, donde muchos mueren, que da terror”, escribe otra niña de la misma edad.
Es quizá ese miedo, ese respeto a la enfermedad, lo que ha permitido que los uruguayos estemos atravesando la situación bastante exitosamente; un temor experimentado por adultos y así transmitido a los niños. Es evidente, entonces, que ellos también tuvieran una opinión formada respecto de la vuelta a clases: “Me parece mala idea retornar porque el virus está en todas partes y por más que tomemos las precauciones seguimos estando en riesgo. Mi familia opina lo mismo, estamos esperando más información para poder decidir qué hacer”.
El valor de la escuela también se evidencia en sus discursos: “A mí me parece bien el regreso a clase, ya que es mucho más fácil estudiar, porque no es lo mismo estar en casa que ir a la escuela. Ahí vos nos explicás en persona. No es igual que nos manden deberes a través de la plataforma, además hay montones de niños que no han podido entrar a la plataforma por varios temas”. Se hacen más claras y tangibles las diversas dificultades de conectividad, y también los obstáculos que franquean las familias sin la presencia constante del docente: “A mí me parece bien el regreso a clases, ya que es mucho más fácil para que nos enseñen y aprender. Ya que a veces se me dificulta un poco comprender con mi familia ciertas tareas”.
Muchos kilómetros al norte, en la ciudad de Guichón, la profesora de Historia Sofía Susalla ha trabajado con alumnos de cuarto año de liceo y primer año del bachillerato de UTU (educación media tecnológica), y nos permitió el acceso a las impresiones de otra franja etaria, la adolescencia. Luego de trabajar las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, les pregunta a sus estudiantes cuáles serían las principales consecuencias que ellos perciben en sus vidas a partir de la situación de emergencia sanitaria. Es una actividad ingeniosa, acertada, ya que pone a la situación presente en el verdadero nivel de importancia que tiene: un hecho histórico. Sus estudiantes no son mucho más que gotitas en el mar, pero mirar los grandes eventos históricos desde una óptica pequeña permite ver la realidad desde la dimensión en la que cada acción política termina repercutiendo, la diminuta historia cotidiana de un individuo. Las estadísticas se convierten en relato y los números, en amor.
Los adolescentes son capaces de brindar una versión más doméstica de la recesión que va ganando terreno y que las cifras no abarcan. En trabajos de corte periodístico, que realizan con impresionante entusiasmo, los estudiantes de Sofía dan cuenta de nuestra situación económica desde cerquita: “[...] esto se puede ver directamente con los comerciantes, la gente no gasta tanto dinero como antes en cosas innecesarias como papas fritas, refrescos, etcétera, se empiezan a centrar en alimentos saludables y con más tiempo antes de que caduquen. Por ende, las familias optan por ahorrar y aprovechar más los productos de primera necesidad”. Y nos alertan de situaciones muy graves que no hemos visto trascender en los medios de prensa: “La crisis económica les afecta tanto a los padres como a ellos, ya que, dependiendo de su situación, los jóvenes tienen que salir a trabajar”.
Viven un estrés tan importante como el docente: “Al no ver un docente que te explique 30 veces lo mismo [...] se hace difícil, y más con temas nuevos. Yo como alumna puedo decir que es difícil, y los profesores intentan, escriben las consignas de la mejor manera posible, pero al ser tantas materias y todas distintas nos entreveran o nos ponen nerviosos con las fechas de entrega”.
El tedio, contra el que los psicólogos advierten, se ve más claramente a través de sus ojos: “Es una realidad, hoy en día la mayoría de los jóvenes no tienen nada que hacer (o sea, algo productivo), por lo que esto conlleva grandes cosas como las que voy a nombrar en la próxima sección. Subida de peso y pérdida de musculatura: los jóvenes en esta cuarentena, al no poder ir al gimnasio, sufren pérdida de musculatura, y la subida de peso se debe a que al estar aburridos y sin nada que hacer, las personas comen de más. No poder ver a sus familiares: también extrañan y se quejan de que al estar en cuarentena no pueden ver a sus familiares como primos, hermanos, tíos, abuelos, etcétera”. Y la conclusión: “redes sociales como Instagram, Facebook o Whatsapp y las aplicaciones de videollamada como Zoom o House Party están siendo muy populares, pero nunca podrán reemplazar el contacto real”.
Los docentes prestan oídos a estas voces inaudibles, les dan la posibilidad de entrenarse, y a la vez nos dan acceso a aquello a lo que, en última instancia, debería ser lo que más nos importe al decidir sobre políticas públicas que afectan a nuestros niños y adolescentes. Sin atender sus perspectivas, ¿cómo sabremos exactamente qué hacer?
Y a fin de cuentas, tantas veces su desparpajo logra expresar mucho mejor la verdad descarnada, sin adornos académicos. Para terminar esta nota, y si me permitiera a mí misma un lenguaje más espontáneo, yo escribiría: “¡Esta situación me tiene cansada! Es hora de volver a vivir la vida”. Pero elijo escudarme con ternura detrás de esta vocecita guichonense.