El valor de lo público ha quedado en entredicho ante los innumerables discursos circundantes que potencian la sospecha perpetua sobre lo colectivo y en ello invisibilizan aún más las luchas, recorridos y deudas que tenemos con grupos, prácticas y hasta los fundamentos de estas.
Asumimos la discusión política y pedagógica entre el enfoque rancieriano de la igualdad de inteligencias, consistente en generar las condiciones para que todos lo puedan demostrar. El enfoque homogeneizador, tal como han planteado diversos autores y docentes, asume que la igualdad radica en dar lo mismo para todos, dejando de lado singularidades, historias y recorridos. Hoy pasamos a una discusión que toma modismos sin perspectiva, claridad ni mucho menos direccionalidad (por ejemplo, el diseño universal de aprendizaje que, por sí mismo y en la orfandad de la política, poco hará), reduciendo el escenario a una mera enunciación de acciones y buenas voluntades.
En esa discusión se consideraba que las prácticas colectivas corrían el riesgo de asumir una falsa igualdad, es decir, confundir estar con participar, formar parte con generar las condiciones necesarias para que el otro se apropie y otorgue sentido a lo que allí acontece y a su propio lugar. Sin dudas, los esfuerzos y avances realizados (desordenados, voluntariosos, deslegitimados por momentos) en el desarrollo de una educación para todas y todos transitaron ese camino tortuoso en el que prevaleció la incómoda conformidad con el deber ser en el discurso de la política pública, tensionando muy poco la realidad.
Reivindicamos en su momento –y con más fuerza ahora– que la educación, en tanto derecho, exige y les demanda a las políticas educativas que se estructuren, enuncien y se midan como tales para que el sujeto real y concreto esté en el centro; de lo contrario, es letra muerta y vacía. Hablamos de educación inclusiva porque aún no hemos logrado que todas y todos accedan y tengan una trayectoria educativa significativa. El fin será hablar lisa y llanamente de educación, sin necesidad de apellidos ni adjetivos redundantes.
En estos años la política educativa parece haber agiornado el discurso con cierto desorden, por cierto, sin ir más allá de las condiciones semánticas. ¿Cuál es el lugar de la persona en situación de discapacidad en el sistema educativo en general? A nivel del sistema, más allá de esfuerzos de docentes, centros y familias que generan procesos que tensionan el escenario histórico, las condiciones no se han modificado e incluso parecen haber entrado nuevamente en una zona de incertidumbre y confusión. Es una quimera encontrar consistencia en propuestas, formatos y dispositivos que hagan partícipes a las personas en situación de discapacidad de su proceso educativo, fundamentalmente en el recorrido en educación media. Enumerar acciones, por permanentes que sean, no implica el desarrollo de una política educativa real, menos si se esto traduce en planes o proyectos aislados, dependientes de las voluntades de turno.
No se trata de enarbolar banderas que pierden fuerza en lo cotidiano y se lucen para la foto de portada, se trata de poner la vida misma en el centro de la política. Implica, de una vez por todas, hablar con aquellos sobre quienes recaen decisiones y formatos (¡estudiantes y docentes!) y no seguir construyendo el abismo de las buenas intenciones. La vida es eso que pasa y sigue su curso en la realidad mientras perpetuamos la indiferencia y la autocomplacencia en enunciados digitales.
¿Cuál es el lugar de la persona en situación de discapacidad en el sistema educativo en general? A nivel del sistema, más allá de esfuerzos de docentes, centros y familias que generan procesos que tensionan el escenario histórico, las condiciones no se han modificado e incluso parecen haber entrado, nuevamente, en una zona de incertidumbre y confusión.
La actualidad nos arroja un escenario en el que los docentes, permanentemente en el banquillo de los acusados, navegan en la vorágine y confusión de un cambio que por momentos parece semántico y en condiciones que, si han cambiado, ha sido para retroceder. Esta situación, alimentada por los fiscalizadores externos, cercena no sólo la posibilidad de los aportes propiamente pedagógicos a la construcción de la educación inclusiva, sino que hacen que cualquier propuesta en tal sentido pierda eficacia, alcance y, sobre todo, legitimidad.
La educación inclusiva requiere un centro en movimiento, docentes que se encuentren y repiensen sus estrategias, aulas contextualizadas con sus estudiantes, saberes que circulen, una cultura escolar que acompañe la intención educativa y, fundamentalmente, condiciones que permitan la reflexión pedagógica.
Sobran ejemplos para fortalecer la argumentación anterior sobre la necesidad de apostar por la autonomía en la práctica docente como herramienta esencial para favorecer propuestas educativas no excluyentes, para hacer de los esfuerzos de una educación para todas y todos algo posible más allá de los números. Nos falta la voluntad de echar una mirada reflexiva y dar el valor necesario a esos ejemplos para situarlos en clave política.
Pensar y proponer cambios referidos a lo pedagógico sin docentes involucrados es un error ético, político y estratégico, porque quedan destinados y limitados a colorear ese mar burocrático que se ha construido. La educación inclusiva como mera intención diplomática quedará aún más relegada y hasta asociada a postulados de los que no forma parte ni en perspectiva ni en práctica. Ni que hablar, éticamente.
Y en el desconcierto reinante nos olvidamos, una vez más, como tantas veces en la historia, de un montón de personas para las cuales la educación sigue siendo una cadena sin fin de barreras. La charlatanería semántica y discursiva no se embarra. Que sea de una vez el momento en que la política se anime a remangarse y subir a eso que llamamos realidad.
Jorge Méndez es licenciado en Filosofía y especialista en política y gestión de la educación y en discapacidad en lo social, con experiencia de trabajo en educación inclusiva en organismos como la ANEP, el MEC y el Mides.