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La formación de un lector (III)

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Retomemos la cuestión de la que venimos hablando hace un tiempo en diferentes artículos: la formación de un lector, que es parte de la cuestión más amplia de la alfabetización, aunque esta palabra, a esta altura de las cosas, se use más bien poco, por no decir casi nada (justamente porque se usa poco y, cuando se usa, se usa adjetivada, la reivindico como palabra fundamental para pensar los objetivos de la escuela con relación a la lectura y la escritura; y la reivindico también porque su sentido, para mí, no es técnico, sino, tal como la quiero entender aquí, político).

La alfabetización es, en esencia, podríamos decir, la acción pedagógico-didáctica por medio de la cual la escuela enseña a leer y a escribir a sus alumnos. Esta acción es, además, una forma posible de la política, porque abre la lengua al litigio de los significados y, con ello, a la problematización de nuestra relación sensible con el mundo (relación estética, lingüística).

En este marco muy sucintamente descripto, me gustaría que nos preguntáramos: ¿dónde se ubica la oralidad, esa que, en la escuela uruguaya, comenzó a ganar cierta fuerza en la segunda mitad de la década de los noventa? ¿Puede la escuela propender adecuadamente, por decirlo de esta manera –que es una manera amable, sin demasiadas rispideces– a la consecución de un lector que se precie si el programa de estudio de aquella está dividido en oralidad y escritura en igualdad de condiciones? ¿Puede la escuela formar un lector –aunque redunde en esto, descarto el carácter crítico de la lectura que puede ejercer este lector– si destina buena parte de su tiempo al trabajo en las aulas con la oralidad, una oralidad que, como he intentado argumentarlo extensamente en diversas notas, confronta (y es deseable que confronte), en muchos aspectos, con la escritura en términos del antagonismo casa/polis, economía/política? En este sentido, me pregunto: ¿por qué la escuela ha dado lugar a esta relación tan honda con la oralidad, un poco fetichista en ciertos aspectos?

Tengo la fuerte sospecha de que una escuela que apueste lo que la nuestra apuesta a la oralidad tiene, y seguirá teniendo, serias dificultades para la alfabetización de sus alumnos, es decir, serias dificultades para asumirse plenamente como institución política. Llegado el caso, se me ocurre que una escuela que dedique tanto tiempo a trabajar la oralidad está renunciado a algo que va haciendo de aquella cada vez menos escuela, en la medida en que dicha renuncia produce como consecuencia la despolitización o la domesticación de la institución escolar, que son dos formas de decir lo mismo: el modo en que, para lo que estamos discutiendo aquí, la oralidad, como figura fundamental de la hegemonía de la economía, ha ganado espacio educativo en desmedro de la escritura; dos nombres para designar el modo en que la economía ha penetrado en el tiempo y el espacio propios de la institución escolar como lugar de la escritura para desarmar los efectos políticos que esta es capaz de producir o suscitar.

La equiparación de la oralidad con la escritura en la confección del programa escolar (de la propuesta que circula como borrador) dice mucho de la renuncia referida, y dice en el sentido de que la polis viene cediendo espacio a la lógica doméstica, barrial, territorial, comunitaria (esta cesión no es, desde luego, nada nueva). ¿Por qué, por ejemplo, hay tanta insistencia en que la escuela, programáticamente hablando, enseñe las formas de tratamiento y de cortesía a partir de su definición consensuada como un objeto de estudio relevante? ¿Por qué este contenido es tan recurrente en los distintos tramos que hacen a la enseñanza inicial y primaria?

Para verificar este punto, puede consultarse, en una versión borrador, la forma actual de una propuesta de contenidos programáticos difundida por la Dirección General de Educación Inicial y Primaria. En la “Introducción” de este documento, bajo el título “Descripción general del plan de trabajo”, se puede leer: “Toda política educativa incluye, como una de sus dimensiones, la política curricular. Como es sabido, en el período anterior, se realizaron cambios curriculares significativos. En esta nueva administración, se impone la necesidad de analizar profundamente la transformación educativa implementada en la gestión anterior sin un afán refundacional, sino con la intención de mejorar y avanzar colectivamente”.

Entrando ya en la organización de los contenidos programáticos acordados, es posible ver que el área de conocimiento “Lengua española” se divide en “Oralidad”, “Lectura”, “Escritura” y “Reflexión metalingüística”, como si este tipo de reflexión no estuviera presente en los otros módulos, bloques o campos (a pesar de que dos de los criterios seguidos, según se declara, son la “coherencia” y la “consistencia epistemológica”). Así, en “Oralidad”, para el tramo de quintos y sextos años encontramos el siguiente contenido: “Las fórmulas de cortesía en los intercambios sociales en forma autónoma y reconocimiento de la importancia de su uso para la convivencia armónica” (p. 11). Huelga decir que este es un contenido que está presente en los años anteriores, aunque no se hace explícita la razón que lo sustenta y que llama la atención: una convivencia armónica entre las personas, o sea, la producción de una sociedad sin conflictos.

Pero entiéndase bien esto: no estoy diciendo o no quiero decir exactamente que la selección de este contenido en particular dé cuenta de la motivación de toda esta nueva propuesta de malla programática. Sin embargo, cuando se observa la forma en que se organizan los contenidos en este documento se puede sospechar que algo de una razón consensual, en la que no hay mucho lugar para el disentimiento más allá de algunos contenidos típicos relacionados con la argumentación, subyace a toda la concepción de la lengua que atraviesa la escuela, aun cuando la justificación teórica de dicha concepción parezca ir o vaya por otro lado: oralidad y escritura en igualdad de condiciones quiere decir, para mí, una propuesta que avanza en desmedro de la escritura y, de este modo, en desmedro de la política.

Entonces, por un lado, ¿la convivencia armónica deseada y puesta como fundamento de la enseñanza de la lengua es algo que se consigue utilizando adecuadamente las fórmulas de cortesía? ¿Hay una creencia efectiva en la linealidad del trabajo con las formas de cortesía y los efectos de armonía social buscados? Por otro lado, y antes que todo, ¿es la convivencia armónica un objetivo central de la escuela en términos de la construcción política de la sociedad? (Entiéndase bien este punto: sabemos de dónde viene la idea de armonía social y hacia dónde nos conduce, qué relación tiene, por ejemplo, con las desigualdades sociales y con la posibilidad de rebelarse contra ellas, lo que nos pide a cambio: conformidad con las cosas “tal como son”). ¿Qué hay por debajo de esta “convivencia armónica” o cómo puede ser interpretada? ¿Qué relación tiene con el consenso de los significados que se impone campantemente sobre otras formas de concebir políticamente la vida en sociedad? ¿Qué cosas hay que aceptar como parte de la convivencia armónica en la sociedad? Esta insistencia-repetición (incluso psicoanalíticamente hablando) en la enseñanza de las formas de cortesía parece tener como correlato la concepción de una sociedad sin conflictos de ninguna clase, es decir, sin política, en conformidad con la idea neoliberal del fin de las ideologías, del carácter extemporáneo o anacrónico de pensar la sociedad a partir de la noción de lucha de clases, y en conformidad con la democracia consensual que rige y dirige la vida en común.

Es así que la insistencia-repetición parece estar basada en una idea de la vida en sociedad como vida que debe suceder siguiendo los criterios que impone la consecución del consenso entre los ciudadanos, como si estos vivieran en un tiempo y un lugar desprovistos de agonística, o sea, en una sociedad ampliamente domesticada o despolitizada cuyo orden viene dado, de alguna manera, por una matriz a-conflictiva que busca que todos aceptemos sin mayores problemas el lugar que se nos ha asignado en la estructura social y cierta semántica corriente que busca absorber o mitigar el litigio democrático propio de la política, que no debe confundirse con la política estatal.

Una escuela que apueste lo que la nuestra apuesta a la oralidad tiene, y seguirá teniendo, serias dificultades para la alfabetización de sus alumnos.

Me da la sensación, pues, de que el lugar que la oralidad tiene en el sistema educativo nacional, particularmente en la escuela –al menos en esa forma de concebir la oralidad o en esa forma que, en mi opinión, se desprende del modo en que la escuela la ha venido tratando y ha tratado con ella desde que ingresó a las aulas como objeto de estudio, por compleja y sofisticada que sea o pueda ser–, es el signo más claro de una resignación o una claudicación (es algo del orden del deceso o del retroceso de la política). Pero se trata de una resignación o una claudicación que han sido incorporadas como parte de una propuesta educativa adecuada a los tiempos que corren y a las exigencias de la vida (por ende, no son vistas como resignación y claudicación, sino como el movimiento escolar de acuerdo con una idea de progreso que le viene determinada por ciertas exigencias económicas y pragmáticas, progreso que pide formas amables de relacionamiento y de aceptación de lo que hay).

Esta incorporación, desde luego, se ve como un punto positivo de la escuela en su supuestamente necesaria actualización a las demandas que le realiza su exterior, esencialmente, como dije entre paréntesis, la economía, presentada ante nosotros con el ropaje de la vida misma, donde la imposibilidad de lo imposible como un modo de vida pragmático en contra de la política se ha asentado con pretensiones definitivas (la declaración de un pragmatismo en este sentido quiere una política entregada a esa imposibilidad de lo imposible, a la gestión de lo existente como único horizonte posible de lo posible).

¿De qué manera la escuela uruguaya llegó a incluir la oralidad en sus programas como un elemento necesario que cumpliría con los objetivos trazados respecto de la enseñanza de la lengua, como si se tratara, después de todo, de una inclusión evidente, neutra, objetiva e inobjetable, que no podía esperar más? ¿Qué dice la inclusión de la oralidad respecto de la relación que la escuela ha tenido con la escritura desde los años noventa? ¿Por qué la introducción de la oralidad en las aulas coincidió con la inclusión de una serie de géneros discursivos fuertemente relacionados con la pragmática de la vida cotidiana más corriente, como los dorsos de cajas de salsa de tomate, los afiches, los manuales de instrucciones para armar este o aquel aparato, las recetas, etc.? ¿Por qué no nos hemos hecho seriamente estas preguntas?

Finalmente, otras interrogantes que me surgen son: ¿de qué está hecho el consenso que vio en la oralidad algo que, indiscutiblemente, debía ser enseñado en las aulas escolares?, ¿por qué no se ve como un problema que la oralidad y la escritura estén a la par en cuanto al lugar que ocupan en el currículo escolar? y, por ende, ¿por qué la oralidad y la escritura no se advierten como dos lógicas opuestas con relación a las cuales la escuela ha ido tomando, de diferentes maneras, una posición que afectó considerablemente la importancia de la segunda, lo que implicó una herida mortal en la alfabetización?

Santiago Cardozo González es maestro de Educación Primaria, profesor de Idioma Español y doctor en Lingüística, y se desempeña como docente en la Universidad de la República.

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