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Foto: Rodrigo Viera Amaral

Daniel Brailovsky: “El juego, el cuidado y la generosidad son innegociables en la educación”

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Desde una mirada ética, política y sensible, el pedagogo aborda las tensiones entre políticas públicas y ciudadanía infantil, el impacto de lo digital, la escuela como trinchera del cuidado y el desafío de formar “docentes con mundo”

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En el marco de una actividad abierta organizada por el Instituto Crandon semanas atrás, Daniel Brailovsky participó en un diálogo con Carlos Skliar, moderado por Rossana Cascudo. La conversación incluyó la presentación del libro Identidades y autorías de los educadores, una publicación colectiva surgida de un concurso realizado en 2024. La entrada al evento fue simbólica: un ovillo de lana, gesto que tejió comunidad entre docentes, técnicos y estudiantes de todos los subsistemas educativos.

En ese marco, Brailovsky, doctor en Educación, docente e investigador argentino, conversó a fondo sobre los desafíos contemporáneos de la educación en la primera infancia. Con su estilo claro y provocador, abordó temas centrales como la integralidad en las políticas educativas, la formación docente, la relación entre cuidado y enseñanza, el lugar del juego y las tensiones que atraviesan la escuela y la vida infantil en contextos urbanos mediados por lo digital. Para Brailovsky, pensar a los niños como ciudadanos implica también revisar las formas de educar, de vincularnos y de sostener la palabra pedagógica desde el comienzo.

Brailovsky, en particular, considera que las infancias, como los adultos mayores, “son poblaciones que viven en el instante”; por eso, “si bien hay que pensar políticas a largo plazo, los niños son niños una sola vez, y lo son en este preciso momento”.

¿Cómo evaluás hoy las políticas de atención y educación en la primera infancia en América Latina, a la luz del enfoque de derechos que sintetiza y propone la Convención?

En los últimos años ha habido avances importantes desde la idea de integralidad. La educación sexual integral es un buen ejemplo: amplía una educación sexual que ya existía, pero que miraba el asunto sólo desde lo biológico o médico, e incluye también otras dimensiones desde una perspectiva de derechos. Lo mismo sucede con la educación ambiental integral: deja atrás la idea de que cuidar el ambiente es sólo “reciclar o juntar tapitas”. Se trata de mirar el consumo, la alimentación, la producción. De desingenuizar esa mirada. Lo integral implica complejizar, politizar, ampliar.

Y hoy donde más se exige esa mirada integral es en lo digital. No pensar lo digital como aprender a manejar las máquinas para tener éxito en el futuro, sino como algo que afecta los vínculos hoy. ¿Qué producen las redes en las infancias? ¿Qué formas de violencia, de impunidad, de descuido generan en la crianza, en las relaciones escolares, entre los propios niños? Como se pregunta Agustín Valle en su libro Jamás tan cerca: “Si el campo produjo campesinos y la ciudad ciudadanos, ¿qué produce esta ‘mediásfora’?”. La pregunta obliga a repensar el modo en que lo digital reconfigura los vínculos en la infancia y sugiere la necesidad de proteger a los niños de las formas de desamparo que pueden surgir en esos espacios digitales.

Niños como ciudadanos: derechos, tiempos y espacios

¿Qué tensiones ves entre el reconocimiento del niño como sujeto de derechos y las formas concretas en que se diseñan e implementan las políticas?

Pensar a los niños como sujetos de derechos implica observarlos con atención y respeto. Las políticas deberían considerar los espacios que habitan –sus plazas, sus patios, sus escuelas– y los tiempos que necesitan: tiempo para jugar, para encontrarse, para aburrirse, incluso. Pero muchas veces se piensa desde los adultos, sin mirar realmente qué necesitan los chicos.

Incluso desde lo ambiental, hay impactos directos. Mi viejo, Antonio Brailovsky –que fue ecologista y trabajó mucho en educación ambiental– daba un ejemplo: decía que los caños de escape de los autos están a la altura de la boca de los niños. Y eso me quedó muy grabado, porque muestra cómo el mundo está diseñado sin considerar a los más chicos. Los niños respiran el humo más que los adultos, simplemente por su estatura. Cosas tan concretas como el diseño de los caños de escape o las zonas de circulación vehicular son políticas de infancia. Porque todo eso define qué aire respiran, qué caminos recorren, qué espacios les quedan disponibles.

Pensar a los niños como ciudadanos también implica preguntarse cómo conversamos con ellos. La conversación posible entre un adulto y un niño es aquella que resuelve los obstáculos que imponen las diferencias generacionales. ¿Cómo se superan todas las seudoconversaciones –demasiado didácticas, disfrazadas de entretenimiento, plagadas de diminutivos– que encapsulan lo que los chicos dicen bajo el semblante de la ternura? Pensar esa conversación es parte del desafío de asumir la ciudadanía infantil.

Formar docentes con mundo

En tu libro Pedagogía del nivel inicial planteás que “formar docentes no es sólo formar mediadores, sino ayudar a construir una mirada sobre el mundo y la infancia”. ¿Qué implica eso?

Implica que no basta con enseñar técnicas. Hace falta formar criterio, sensibilidad, curiosidad.

En este punto distingo con claridad entre competencias y contenidos: las competencias suelen centrarse en el individuo –en sus habilidades y destrezas–, mientras que los contenidos están centrados en el mundo. Presentar contenidos es ofrecer bellos pretextos: no son el punto de llegada de lo educativo, sino el modo en que ponemos algo significativo sobre la mesa. A partir de ahí, podemos conversar, pensar, emocionarnos y formarnos juntos.

Así, el docente no forma sólo capacidades, sino que –como anfitrión del mundo– abre el espacio para que el mundo suceda en el aula. Diría que el docente es, al mismo tiempo, un arquitecto y un anfitrión. Como arquitecto, diseña la experiencia educativa: piensa el recorrido, organiza los materiales, imagina estructuras posibles. Pero también –y quizás sobre todo– es un anfitrión. En el sentido más hondo de la palabra: alguien que recibe, que acoge, que genera un clima donde los otros puedan estar, puedan quedarse, puedan habitar el mundo con otros.

El arquitecto arma el marco, el anfitrión lo habita. Uno proyecta, el otro escucha. Y tal vez la enseñanza necesite de esos dos gestos entrelazados: lo técnico y lo sensible, lo anticipado y lo que emerge en el encuentro.

Yo uso una metáfora culinaria: hace falta una cucharada generosa de ideas sobre el aprendizaje –no entendido como mera adquisición–, un par de tazas de amistad con lo viejo y con lo nuevo, y una buena porción de mundo. El mundo no es sólo lo que se ve por la ventana. Hay algo en esto de, como dice Jorge Larrosa, pensar el mundo como todo aquello que deja de sernos indiferente. Los docentes necesitan tener mundo para poder presentárselo a sus alumnos. Y los contenidos, lejos de ser una lista muerta, pueden ser bellos pretextos para conversar, para comprometerse, para formarnos juntos.

En definitiva, educar implica también una pregunta ética profunda: ¿somos realmente aquello que hacemos, decimos y enseñamos? ¿Qué coherencia existe entre nuestros actos y nuestras palabras como educadores? Porque educar no es sólo transmitir, sino dar testimonio con el propio modo de estar en el mundo.

Competencias, contenidos y el riesgo de la cáscara vacía

Hablaste de los contenidos como un motivo para hablar de otras cosas y para hacer otras cosas. En el marco de un revisionismo sobre las competencias, coexisten distintas acepciones y sentidos acerca de qué entendemos por competencia...

La noción de competencia ha sido elogiada como superadora de la idea tradicional de contenido –particularmente en su versión más cosificadora, como la simple memorización de listas o datos aislados–, pero también ha sido fuertemente criticada. En su uso más extendido, la competencia aparece hermanada con otras palabras, como capacidad, habilidad o destreza, todas centradas en el sujeto individual y alineadas con una lógica de la evaluación. Hace falta alguien competente, alguien que compita. En cambio, los contenidos no están centrados en el individuo; están centrados en el mundo.

Mientras que las competencias nos remiten a lo que el sujeto puede hacer, los contenidos nos convocan a lo que el mundo tiene para decirnos. Desde esa perspectiva, el maestro es quien presenta el mundo, y tal vez pueda hacerlo mejor desde los contenidos que desde la lógica de las competencias.

Hay intentos de redefinir competencias en clave más colectiva: por ejemplo, “trabajar en equipo”, “cooperar”, “construir la casa común”. Pero incluso estas habilidades requieren siempre tener algo entre manos, un pretexto genuino que convoque, que despierte interés real. La cooperación no se enseña en abstracto. La creatividad no se impone por decreto. Como advertía el pedagogo Estanislao Antelo, no se puede enseñar a ser creativo si no hay una chispa de interés genuino por algo que lo despierte. Intentar formar sujetos “competentes en creatividad” sin mediaciones reales es, en palabras de Antelo, “una empresa destinada al fracaso”.

Tal vez por eso, diría, las competencias corren el riesgo de convertirse en una cáscara vacía si no se anclan en contenidos potentes, capaces de convocar el deseo, la curiosidad, la conversación y el pensamiento. No se trata de oponer mecánicamente contenidos y competencias, sino de reconocer que el mundo se presenta mejor cuando hay algo significativo sobre la mesa. Algo que no se evalúa fácilmente, pero que deja huella.

En educación no se trata solamente de contar algo, sino de contar algo a alguien. Y al hacerlo también contamos con ese alguien, esperando que él también cuente con nosotros. Es ahí cuando la educación se convierte en un acto narrativo profundo, donde terminamos contando quiénes somos y con quiénes contamos.

Investigar para mirar con otros ojos

¿Y qué lugar ocupa la investigación en la formación?

Pensando en la formación docente, creo que aunque no todos vayan a hacer una tesis, una mirada investigativa es imprescindible. No se trata de cumplir con una exigencia académica, sino de mirar con otros ojos lo cotidiano.

Hay algo en la mirada investigativa que, me parece, se opone al sentido común, a las fake news, a la lógica simplista del meme que impone la vida digital. Es una forma de ver lo que desde adentro no se ve. Y a veces, bastan registros sencillos –como una libreta de anotaciones– para descubrir algo que estaba delante de nosotros todo el tiempo.

Lo descubrí en carne propia, aunque en ese momento no lo llamábamos así. Cuando trabajaba con niños muy pequeños, en una salita de uno a dos años –la sala de deambuladores–, notábamos, junto con mi compañera de trabajo, que había una conflictividad inusualmente alta entre los chicos. Se tironeaban, se empujaban, se mordían. Más de lo que esperábamos. Estábamos desbordados.

La vicedirectora del jardín, que también era docente en una cátedra de metodología de la investigación, nos sugirió algo muy simple pero potente: registrar cada uno de esos conflictos. Cuándo ocurrían, entre quiénes, antes y después de qué. Lo hicimos durante varios días. Uno de los dos siempre tenía una libreta a mano.

Y entonces algo se reveló: la mayoría de los conflictos se concentraban en las transiciones. En la entrada, en la salida, o entre el final de una actividad y el comienzo de otra –como entre terminar un cuento y servir la merienda–. Es decir, en momentos liminales, de pasaje. No lo habíamos visto hasta que lo escribimos.

Con esa información, ajustamos las rutinas. Hicimos que las transiciones fueran más suaves, más breves, más ritualizadas. Incorporamos rimas, canciones, anticipaciones. Y el cambio fue inmediato.

Una mirada investigativa, aun sencilla, puede transformar profundamente la práctica pedagógica. Es que mirar con otros ojos transforma.

Cuidar también es enseñar

En un conversatorio dijiste que cuidar no es un prerrequisito para enseñar, sino ya una forma de enseñar. ¿Podés desarrollar esa idea?

Kant decía en su Pedagogía que educar es disciplinar, es decir, quitar lo que sobra –la brutalidad–; instruir, o sea, poner lo que falta –la razón, la ciencia–; y que hay una tercera dimensión, el cuidado, que es “lo que hay”. Implica involucrarse, estar disponible, atender.

El cuidado no es, como decía Kant, ni lo que sobra ni lo que falta. Es, más bien, lo que hay. Y hay algo en esa disponibilidad, en esa atención, que educa incluso antes de cualquier enseñanza.

Hannah Arendt decía que educar es amar lo suficiente al mundo como para no entregárselo a los niños sin más, sin prepararlos para habitarlo, y amar lo suficiente a los niños como para no privarlos de traer algo nuevo al mundo.

Esa doble circulación puede leerse en clave del cuidado. Cuidar el mundo para que no hiera a los niños, y cuidar a los niños para que no destruyan el mundo. Porque si uno no convierte realmente al mundo en un lugar habitable, el mundo se vuelve intemperie: es frío, filoso, hostil.

¿Qué desafíos tienen hoy las instituciones educativas para educar y cuidar respetuosamente a las infancias?

Hoy los niños ingresan antes y por más tiempo al sistema educativo. Yo antes era más escéptico con la institucionalización temprana. Pero hoy, ante la aceleración y fragmentación de la vida familiar, creo que la escuela puede y debe ser algo más: una trinchera del cuidado.

Un lugar donde los niños encuentren adultos presentes, experiencias compartidas, tiempo para jugar y ser mirados. Cosas que la vida cotidiana, cada vez más atravesada por el apuro y las pantallas, les ofrece cada vez menos.

La escuela, entonces, se vuelve una trinchera del tiempo liberado, un espacio donde la infancia puede desplegarse sin urgencias, donde habitar el presente con otros se vuelve posible. Donde cuidar, jugar y enseñar no son actividades separadas, sino gestos simultáneos de presencia y de sentido.

El juego como experiencia formativa

¿Qué lugar debería tener el juego en una propuesta educativa?

El juego es central. No es sólo entretenimiento: es una manera de habitar el tiempo, de relacionarse con otros, de ejercitar la libertad dentro de reglas. Es donde se ensaya la vida en común.

Diría que el juego es una de las pocas cosas que rozan cierta perfección: son pequeños mundos en los que todo funciona, aunque sea por un rato. Es una perfección ficticia, sí, pero poderosa: tiene reglas aceptadas libre y gozosamente, y eso lo convierte en uno de los ejercicios más profundos de la libertad.

Además, el juego es herencia cultural. Juegos como la rayuela, el trompo o el ajedrez no son sólo pasatiempos: son reliquias arqueológicas milenarias, transmitidas de generación en generación. A diferencia de las piezas de museo, que están tras una vitrina, los juegos pueden tocarse, manipularse, reinventarse. Son cultura viva que se juega.

¿Qué debería ser innegociable en una propuesta pedagógica para la primera infancia?

El juego, sin duda. Pero entendido en toda su potencia, no sólo como entretenimiento –aunque también lo sea–, sino como una forma de habitar el tiempo con libertad, sin estar atado a una finalidad productiva. El juego es una manera de preguntarse qué hacemos con nuestro cuerpo cuando estamos libres, es una experiencia de orden y libertad al mismo tiempo: las reglas del juego se aceptan gozosa y libremente, y eso lo convierte en uno de los ejercicios más profundos de la libertad.

También es una forma de herencia cultural. Juegos como la rayuela, el trompo o el ajedrez no son sólo pasatiempos: son auténticas reliquias arqueológicas que nos vinculan con siglos de historia y con la sabiduría de quienes jugaron antes. Son cultura viva, que a diferencia de las piezas de museo, podemos tocar, manipular y reinventar.

Además, jugar nos pone en contacto con aquello de lo que somos capaces. Es ensayo, error, repetición, mejora. Cuando jugamos, aunque sea frente a otros, siempre estamos jugando también contra nosotros mismos. Y eso lo convierte en un espejo muy potente de la experiencia humana.

Junto con el juego, hay que reivindicar también una enseñanza generosa. No una educación mínima ni meramente instrumental, sino una educación rica, densa, abundante, que traiga muchas canciones, muchos cuentos, muchos encuentros. Que amplíe el mundo de los niños. Que no escatime mundo.

Nota biográfica

Daniel Brailovsky es doctor en Educación, licenciado en Educación Inicial, maestro de nivel inicial, profesor de Educación Musical y magíster en Educación. Docente e investigador en la Universidad Pedagógica Nacional (Unipe, Argentina), coordina allí la Licenciatura en Educación Inicial con orientación en tecnologías digitales. Integra el equipo docente del Diploma Superior en Pedagogías de las Diferencias (Flacso Argentina). Ha dictado materias de grado y posgrado en instituciones como la Universidad Nacional de Río Negro, la Universidad Nacional del Comahue, la Universidad Torcuato Di Tella y la Universidad Abierta Interamericana. Entre 2014 y 2022 fue coordinador del Campo de Formación General en el Instituto Superior de Profesorado de Educación Inicial Sara Eccleston.

Su trabajo se centra en pedagogía y cultura escolar. Es autor de numerosos textos sobre educación en la infancia, entre ellos, Informes y relatos pedagógicos en el jardín: narrativas del aprendizaje (Novedades Educativas, 2025), El jardín y las maestras jardineras (Noveduc, 2023), “Del ‘informe evaluativo’ al relato pedagógico”, publicado en Praxis, 2023, Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín (Novedades Educativas, 2020), Pedagogía (entre paréntesis) (Novedades Educativas, 2019), “Educación Digital Integral: un desafío para la educación de las infancias”, Espacios en Blanco. Revista de Educación, Unicen, vol. 1(35), pp. 15-30. y “Pensar la educación ambiental integral”, Revista Bordes, Unpaz, diciembre de 2023.

Además de su labor en formación docente, ha desarrollado experiencias singulares como coordinador pedagógico en proyectos de didáctica del tango para maestros, en la Escuela Argentina de Tango.

Javier Alliaume Molfino es maestro, magíster en derechos de infancia y políticas públicas, y doctorando en Ciencias de la Educación, docente e investigador del Departamento de Primera Infancia del CFE-ANEP y del Cenfores-INAU.

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