1.
Ya los orfebres de la antigua Grecia utilizaban una “piedra de toque” para medir la pureza del oro. El diccionario de la Real Academia Española, en su segunda acepción, dice que la piedra de toque es “lo que permite calibrar el valor de una cosa”. Necesitaríamos ahora (en estos tiempos de falsificación generalizada y de basura vendida a precio de oro) algunas piedras de toque ontológicas que nos dijeran si algunas instituciones, entre ellas la escuela, todavía son lo que dicen ser.
En el curso 2008-2009, los estudiantes europeos se manifestaron contra el Plan Bolonia detrás de una pancarta que decía “somos estudiantes y no capital humano”. En mayo de 2011, muchísimos españoles salieron a la calle diciendo “le llaman democracia y no lo es”. Porque lo contrario de un tomate también se llama tomate, lo contrario de una universidad también se llama universidad, lo contrario de una democracia también se llama democracia y, cada vez más, a lo contrario de una escuela también se lo llama escuela. Como si siguiéramos usando algunas palabras pero ya no tuviéramos ni idea de lo que significan, entre otras cosas, porque ya no nos acordamos de lo que eran los tomates de verdad o las universidades de verdad, y a cualquier cosa le llamáramos escuela.
2.
¿Y si cierta tendencia hacia la igualdad fuera una de las piedras de toque que nos permitieran decir si una escuela lo es de verdad, si merece el nombre de escuela? ¿Qué sería entonces la igualdad escolar, a diferencia de la igualdad social o de la igualdad política? Y, por último, ¿aún serían verdaderamente escuelas las que están estructuradas según lógicas meritocráticas y, de algún modo, antiigualitarias?
Algo así nos quedamos pensando al salir de esa ceremonia de graduación a la que nos referimos en la entrega anterior. Más aún cuando en nuestro discurso habíamos leído dos o tres escenas del segundo tomo de las memorias de Ngugi wa Thiong’o que son, claramente, lecciones escolares de igualdad. El libro en cuestión se titula En la casa del intérprete y cuenta la experiencia del autor en una escuela secundaria colonial, en Nairobi, durante el período más duro de la represión del gobierno británico contra la guerrilla del Mau Mau y, en general, contra la población africana.
Unas peguntas que nos tuvieron, durante unos días, especialmente perplejos, por la posibilidad de que la escuela que describe Thiong’o fuera realmente una escuela, a pesar de ser un producto de la colonia y de estar al servicio de la colonización, al menos si le aplicábamos la piedra de toque de la igualdad, mientras que la escuela meritocrática contemporánea que estamos viendo todos los días, instalada en el sentido común tanto de los alumnos como de sus padres, estuviera sometida ya a lógicas claramente antiigualitarias y, por tanto, antiescolares.
3.
Porque, como dice Thiong’o al comienzo del libro, la escuela, por su propia estructura, “había subvertido el orden colonial al que supuestamente debía servir”; su director, condecorado con la orden del Imperio Británico, y simplemente por hacer bien su trabajo, “habría de revelarse como un firme partidario de subvertir el orden colonial”, y la institución misma, “contrariando las intenciones conscientes de sus fundadores, dotar de conciencia cívica a la población negra para que se adaptara al marco del Estado racial existente”, se destacó por ser “la cuna de una fiebre nacionalista y anticolonialista de tintes radicales”.
La escuela colonial fue realmente escuela y, sólo por eso, tuvo efectos emancipadores, bien distintos a lo que habían sido sus objetivos. Y, en realidad, formó a los líderes de la futura Kenia independiente, no sólo a sus políticos sino también a sus escritores, artistas, ingenieros, científicos, pedagogos y legisladores
Aunque sólo fuera porque “la presencia de africanos en el cuerpo docente, en condiciones de igualdad respecto de los profesores blancos, desautorizaba la discriminación racial y el desprecio del africano como un ser supuestamente inferior”.
O porque, aunque el país entero estaba atravesado por una guerra entre negros y blancos, ¿quiénes eran, en realidad, aquellos blancos que sostenían la tiza y parecían dedicarse en cuerpo y alma a nuestro bienestar espiritual?; ¿y quiénes eran aquellos negros que trabajaban con los blancos y se dedicaban con idéntico empeño a nuestro bienestar intelectual?
O porque la existencia misma de la escuela contrariaba a la población blanca que pensaba que “educar a la población negra era malcriar a los nativos”, y contrariaba también a la población negra que “veía con suspicacia todo lo que tuviera que ver con los blancos”.
O porque, aunque la escuela había privilegiado, durante un tiempo, los saberes prácticos o, incluso, los saberes tradicionales, como si quisiera orientarse a formar trabajadores de bajo rango para la sociedad colonial o, tal vez, a fijar a los alumnos en su identidad y, por lo tanto, en su condición, lo que le daba entonces su carácter troncal era la orientación literaria y humanística de los estudios, al estilo de la metrópoli, aunque los profesores debían aprender por lo menos una lengua africana, y el programa de lengua y cultura incorporaba un proyecto práctico que consistía en registrar leyendas, acertijos, proverbios y canciones africanas.
O porque tanto el ejército como la guerrilla no atacaban las escuelas, que Thiong’o llama “santuarios”. Y respetaban a los escolares, protegidos por las “capas mágicas” de sus uniformes, como si hubiera que mantenerlos a salvo de lo que Thiong’o llama “la jauría”.
4.
La primera lección de igualdad está ya dada en la dedicatoria del libro, y nos hizo especial ilusión leerla en ese discurso a los recién graduados, ante ese grupo de un par de decenas de jóvenes vestidos de fiesta, porque está hecha “para la promoción de 1958”, listando todos los nombres de los que fueron sus compañeros (también los de los fallecidos en el momento de escribir las memorias), agradeciéndoles la contribución “a su formación intelectual y espiritual”.
Habían sido varios años de camaradería escolar, con todas sus contradicciones. Había sido un grupo heterogéneo de compañeros, en todos los sentidos. Pero sólo el haber convivido con ellos en una situación escolar (y subrayamos lo de “escolar” en el sentido en que en la escuela tanto la enseñanza como el aprendizaje se hacen públicamente y en público y, por eso, constituye ya, de alguna manera, un espacio público, separado de los espacios “privados” de la familia o del trabajo) les había convertido en esenciales para que la escuela hubiera sido escuela.
Y esa dedicatoria, pensamos después, hubiera dado para pensar que no son sólo los profesores sino toda la institución, la escuela misma podríamos decir, la que tiene una función formativa. O para pensar, si nos hubiera dado tiempo, que una clase cualquiera, no importa la materia de estudio, es un espacio público y no, como se diría ahora (en un momento en que la escuela misma se está tecnologizando y virtualizando), un entorno individualizado de aprendizaje.
5.
La segunda lección de igualdad se produjo casi el primer día en el colegio, durante el reparto de las tareas de la mañana: limpiar el dormitorio, segar la hierba, desbrozar los terrenos aledaños, limpiar los retretes. Puesto que muchas de las tribus de las que provenían los estudiantes estaban organizadas según un sistema de castas, ninguno quería limpiar los excrementos por considerarlo un trabajo innoble e impropio. Ni siquiera la amenaza de castigos consiguió quebrar el silencio que se instaló cuando se pidieron voluntarios. Pero Finalmente, los profesores blancos reaccionaron cogiendo escobas, agua y otros utensilios de limpieza y poniéndose manos a la obra. Así lograron vencer la resistencia de los alumnos. Limpiar los retretes se convirtió en una tarea aceptada que formaba parte de la rutina matinal.
Y nos pareció después que esa historia hubiera dado para una conversación sobre si estar en la escuela no significa también cuidar la escuela. No sólo usar la escuela, sino cuidarla. No cuidar lo de cada uno, sino lo que es de todos en general y de nadie en particular, por el valor y la belleza de la escuela misma. Como si esas mismas tareas rutinarias de cuidado también tuvieran que hacerse, como el muchacho había prometido a su madre, “lo mejor posible”.
6.
La tercera lección de igualdad tiene que ver con las materias de estudio. Las buenas notas que el muchacho había sacado en las pruebas de acceso a la secundaria hicieron que, en su aldea, todos lo trataran como a una especie de genio local. Pero al llegar al colegio se dio cuenta de que eso daba igual porque Todos los alumnos aprendían las mismas asignaturas, estudiaban los mismos textos y se sometían a los mismos exámenes. Puede que mi orgullo se resintiera un poco, pero mi gran motivación seguía siendo la promesa que le había hecho a mi madre: siempre lo haría lo mejor que pudiera.
7.
Otra lección de igualdad tiene que ver con los signos externos que aluden a prácticas religiosas: Finalizada la inspección, nos precipitamos hacia las duchas. Me daba reparo desvestirme delante de los demás. En mi aldea, los circuncidados nunca habrían compartido ducha con los no circuncidados, pero allí lo hacían todos, incluso los prefectos. Saltaba a la vista que la escuela había abolido tales distinciones, pues nadie parecía inquietarse lo más mínimo por la desnudez ajena.
8.
Leímos y comentamos también (en aquel discurso de graduación que tanto nos hizo pensar) una de las lecciones de igualdad más hermosas del libro: la que le dio el director, Carey Francis, un día que tuvo que justificar el haber llegado tarde a la escuela, después de un fin de semana en su aldea, porque el autobús en el que viajaba había sido detenido en una redada y él había sido humillado e interrogado hasta la madrugada. Cuando entró en la oficina del director, donde había sido llamado para dar explicaciones por su infracción a las normas, el muchacho estaba asustado. Temía que ese hombre, que no ocultaba su admiración a Winston Churchill y su lealtad a la corona, descubriera que su hermano, el Buen Wallace, estaba en el monte, con los guerrilleros, y le expulsara de la escuela. Aun así, decidió armarse de valor y retar a esa autoridad que, según suponía, trabajaba para el Imperio, contándole que su hermano había jurado luchar contra ese mismo imperio, sí, pero era un buen hombre que “lo único que reclamaba era su derecho a ser libre”.
Entonces, para su sorpresa, el director le interrumpió preguntándole si cuando la redada llevaba el uniforme de la escuela y, cuando le dijo que sí, lo único que le dijo fue que los policías que lo habían detenido, aunque eran blancos, “eran unos bribones” por no haber respetado el uniforme de la escuela, y que “la próxima vez tuviera más cuidado”. Y continúa:
Sólo más tarde caí en la cuenta de que no había manifestado reacción alguna ante el hecho de que mi hermano fuera un guerrillero, o de que mi cuñada estuviera en una cárcel de máxima seguridad. Ni siquiera me preguntó si había jurado lealtad al Mau-Mau. Era como si estuviera al tanto de mi historia desde el principio. O quizá mi historia no fuera tan excepcional, sino sólo una de tantas que había escuchado.
Más tarde descubriría que mi caso no era en absoluto excepcional, que entre mis compañeros de clase había quienes soportaban una carga similar. En los primeros tiempos del estado de excepción la escuela se había convertido, incluso durante las vacaciones, en un santuario para las víctimas de ambos lados del conflicto: las que temían las represalias del Mau-Mau porque sus padres eran milicianos locales fieles al gobierno colonial, y las que temían las represalias de las fuerzas británicas porque sus allegados se habían echado al monte o estaban retenidos en campos de concentración.
9.
La escuela hace varias operaciones de suspensión. De las diferencias de origen, de religión o de estatus, de las diferencias en las calificaciones, incluso de las diferencias en el lado que sus familias ocupan en esa guerra terrible que obliga a definirse y que lo sacude todo. Lo que hace la escuela es tratar a todos los profesores como profesores, y a todos los estudiantes como estudiantes. Lo único que los define es que todos son escolares, habitantes de la escuela, y que todos tienen que hacerlo “lo mejor posible”. ¿El qué? Los profesores, enseñar su materia de estudio; los alumnos, estudiar.
10.
Thiong’o cuenta de las clases de lengua, inglesa, pero hace un elogio de la gramática como un aprendizaje de las oraciones complejas. Cuenta de las clases de literatura, inglesa, con un canon de lecturas blanco, pero hay algunos versos que emocionan. Habla de las clases de historia y de geografía (de Europa y de África, aunque construida esta última desde la perspectiva colonial), pero el talento narrativo de algunos profesores le da una impresión de la vastedad y la variedad del mundo y de sus habitantes. Cuenta de las clases de música, de su descubrimiento del espiritual negro, del aprendizaje del ritmo, de la métrica, de la prosodia y de la voz, como puerta de entrada a la poesía. Habla de las clases de física, de química y de biología que le “hacen mirar de otro modo las cosas que hasta ahora había considerado corrientes”.
La escuela hace varias operaciones de suspensión. De las diferencias de origen, de religión o de estatus, de las diferencias en las calificaciones, incluso de las diferencias en el lado que sus familias ocupan en esa guerra terrible que obliga a definirse y que lo sacude todo.
El saber es colonial, pero es saber, y es luz. Las palabras son las de la escuela, pero son palabras, y son armas, y también iluminan. En la escuela primaria había descubierto la belleza de algunas historias del Antiguo Testamento y le habían conmovido especialmente un par de historias: la de David, vencedor de Goliat y guerrero poeta, en el que quizá vio a su hermano guerrillero; y la de Jonás y su liberación del vientre de la ballena, en la que tal vez vio una esperanza para su gente.
La lectura le abrió un mundo distinto del suyo, le puso su propio mundo a distancia y le permitió verlo de otra manera. En la escuela secundaria, un soneto de Shakespeare le sirvió para tratar de conquistar a una de las chicas de la escuela de enfrente. El teatro clásico inglés le permitió iniciarse en el trabajo colectivo y coral con la lengua, en la relación entre la performance dramática del teatro europeo y la performance narrativa de la oralidad tradicional africana.
El primer libro de un autor negro, sudafricano, que se titulaba Palabras de libertad, lo vio en las manos de uno de sus profesores blancos de matemáticas, y eso fue una experiencia que habría de dejar una “huella imborrable y a veces determinante” en su vida, nada más y nada menos que la certeza de que él y los suyos también podían escribir. Aunque fueron los autores europeos que descubrió en la biblioteca, sobre todo León Tolstoi, los que impulsaron su deseo de escribir y le dieron los primeros modelos para intentarlo.
La escuela le dio las herramientas para hacer su propia literatura, para defender la literatura africana y para teorizar la descolonización cultural y educativa. Aunque, eso sí, para que ese milagro fuera posible, tuvo que entregarse a la institución, sin reservas, y, como le había prometido a su madre, tuvo que esforzarse por “hacerlo lo mejor posible”.
11.
Pero fue de nuevo el Buen Wallace, el hermano guerrillero, el que hizo, apenas con un gesto, la mejor defensa de la escuela colonial, no porque fuera colonial sino porque era escuela.
La historia está en el centro del libro, es paralela a la que contamos en nuestra entrega anterior (esa en la que el Buen Wallace baja de la montaña para desearle suerte en los exámenes) y fue la última que les leímos a los chicos en esa ceremonia de graduación que, torpemente, habíamos tratado de convertir en un acto de gratitud por el privilegio de haber ido a la escuela.
El hermano, preso, había sido trasladado a una cárcel que quedaba cerca de la aldea. El joven Thiong’o se dispuso a visitarlo, poniéndose el uniforme de la escuela, “para demostrarle que sus preces y sus buenos deseos no habían caído en saco roto”. El prisionero pudo acercarse a la valla de alambre de espino, y ahí: Enseguida reparó en el pantalón corto, la camisa de color caqui y la corbata azul. En su mirada y su sonrisa había gratitud y satisfacción, como si aquel uniforme compensara todo lo que había sufrido. Cuando ya nos despedimos, le salió el hermano mayor que seguía llevando dentro y me recordó que me quitara el uniforme y usara ropa normal mientras estuviera en casa, para no ensuciarlo ni arrugarlo. Aquellas palabras lo decían todo.
No pudimos sino recordar nuestras escuelas de pueblo chico y cómo, al salir, nos quitábamos el uniforme y, sobre todo, los zapatos, para no ensuciarlos y poder volver al cole al día siguiente con la compostura que merecía. No en vano íbamos dispuestos a “hacerlo lo mejor posible”.
Aunque lo que ese párrafo nos dejó pensando es que la sonrisa del Buen Wallace saludaba y honraba un uniforme especial, el uniforme de la escuela, que, en esa situación de guerra, él percibía como el único que no era de parte. El uniforme que, de alguna manera, sólo parcialmente, y sólo por un tiempo, había protegido a su hermano menor de la jauría. Y el que, en el futuro, también sólo parcialmente y sólo por un tiempo, podría quizás permitirle entrar, libre y sin demasiados lastres, en el nuevo país que soñaba. El uniforme, en definitiva, de la igualdad.
Jorge Larrosa y Soledad Poggio Bousses son profesores.