El viernes 6 de abril, a las 19.00, la Casa de la Filosofía se llenó de gente que acudió, a pesar del tiempo hostil, a la charla “Enfermedades y secuelas de la prostitución”, de Delia Josefa Escudilla, convocada por la organización Abolicionismo o Barbarie. Escudilla es una militante abolicionista sobreviviente de prostitución y psicóloga social, que brindó un testimonio descarnado de los siete años y medio en los que fue prostituida en una esquina de Buenos Aires –a partir de la crisis de 2002, cuando perdió los pocos trabajos de limpieza que tenía–. Relató cómo la afectó en todos los aspectos de su vida y por qué hoy lucha contra la noción de que la prostitución se considere un trabajo, postura a la que llegó luego de militar por un tiempo en la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (Ammar), que en el país vecino lidera el discurso a favor de legalizar completamente el trabajo sexual. Originaria del Chaco, analfabeta hasta los 30 años y sobreviviente de violencia sexual en su infancia y de violencia conyugal en su adultez, al final de la charla fue ella quien sosegó, mediante un ejercicio de meditación, a una audiencia visiblemente conmocionada por lo que estaba escuchando. Luego de la charla, la entrevistó, a la espera de que este año publique su primer libro, Violación consentida: la prostitución en primera persona, una autobiografía.
Hay una concepción de que si sos prostituta nada de lo que te hagan constituye una violación.
Te obligan de alguna manera a que te guste. Consideran que están dándote placer, cuando en realidad lo que están haciendo es ejerciendo una violación, una coerción, un abuso. Una experiencia que relato en las ponencias es la de cuando un joven vino a proponerme que fuera a una obra en construcción; ellos dormían ahí y no querían pagar un hotel. Eran cinco y fueron pasando de a uno. Estuve mucho tiempo parada, mi cuerpo estuvo muy tenso. Después volví caminando como pude, con mucho dolor. Aún hoy mi cuerpo tiene secuelas. La necesidad, o el círculo en el que la prostituta se mete, la hace menos consciente del grado de peligro al que está expuesta. Si bien yo “la saqué barata”, y por eso hoy puedo estar hablando con ustedes, esos hombres podrían haberme violado en masa. En la zona de Capital hay muchas obras en construcción y muchos hombres que son del interior y duermen allí, y entonces alguno va a buscar a una o dos putas para saciar su machismo.
Pasaste siete años y medio “en la esquina”. Contaste que cuando apareció Ammar, a los tres años y medio de ese periplo, “tu cuerpo, tu psiquis y tus emociones se estaban destruyendo”, y te aferraste a esa militancia como una forma de sobrevivir. Pero luego te desilusionaste de esa organización.
Me aferré a esa militancia, en principio, porque me llamó la atención. Nunca había escuchado eso del “trabajo sexual”. De repente aparece alguien diciendo que hay un sindicato, que hay una lucha por hacerlo legal... Como yo ya era militante piquetera, ya estaba en la política social, me llamó la atención y empecé a militar en Ammar. En un momento yo también me creí ese discurso. Que yo tenía el control. Que yo les gustaba, que les gustaba mi forma de ser. Pero era un agujero –boca, ano y vagina– como cualquiera de las otras. En el momento en que el hombre te da el dinero, vos le pertenecés a él. Me fui dando cuenta de que lo que nos decían a las putas ahí no era lo que pasaba en la puta esquina. Las que están a cargo tienen el discurso de legalizar el trabajo sexual, de considerar los derechos de las trabajadoras sexuales, pero esas mujeres que lo pregonan al mundo no son las que están en la esquina, paradas para ser violadas por diez, 15 tipos. Hay una gran inmigración de mujeres extranjeras y provincianas que vienen a la gran ciudad y se encuentran con un panorama desalentador. Generalmente son mujeres sin formación, y entonces, ¿dónde van a parar? A la puta esquina, o son regenteadas por prostíbulos.
Si una mujer joven o adulta, o travesti, o trans, es sometida a una violación; a una violación, ¿cuánto tiempo pasa para que se recupere? Psíquica, física, emocionalmente... Hay mujeres que no lo superan nunca, que se suicidan, que entran en una depresión terrible. Imaginate siete años y medio de violación continua. Yo empecé a descubrir las secuelas en el regreso a casa, que era de por lo menos dos horas de viaje. Ahí el cuerpo empezaba a aflojarse, empezaba a sentir dolores internos, dolores agudos vaginales, en la cintura, en el cuello, el gusto en la boca, dolores por la succión, mareos, fobias, vómitos.
¿Qué dice Ammar de la jubilación?
Ellas piden la jubilación para las trabajadoras sexuales. Pero yo digo: ¿cuándo se jubila una puta? ¿Cuántos años de violaciones y de ejercer en la esquina tiene que pasar para jubilarse? ¿Con cuántos traumas acumulados, con cuánta locura encima, con cuántas drogas y con cuántas enfermedades? Mi enfoque está siempre en la salud de la mujer prostituida, que sufre de enfermedades como cáncer de mama, cáncer de útero, de vulva, y en el caso de las travestis y trans, cáncer de colon y de recto. En el momento de decir “soy carne, soy un orto, soy una boca, soy una vagina”, pareciera que después no hay secuelas. Pareciera que estas personas que promueven la prostitución y su legalización no piensan en las secuelas a posteriori. Por eso es importante sacar las voces de las que estuvimos allí.
En la charla del viernes hablaste del sistema regulatorio de Uruguay; de cómo acá el Ministerio de Salud Pública les exige a las prostitutas carné de trabajadora sexual al día y chequeos médicos trimestrales, pero no les pide nada a los que consumen prostitución.
Cuando me contaron de los protocolos que se siguen acá para legalizar la práctica me pareció doblemente violento, segregador, porque hay un sector específico para las prostitutas en algunos hospitales. Si la prostitución en Uruguay es legal, cualquier mujer debería poder atenderse en cualquier lado. Y el putero que viene a consumir a esta mujer, ¿cómo está él? Si es un violento, si va a usar un condón o no, si tiene sífilis, si tiene VIH... Todo cae sobre el cuerpo de la mujer. Los anticonceptivos pasan por el cuerpo de la mujer, las cesáreas, los abortos. Una situación que fue de a dos termina sólo en el cuerpo de la mujer.
¿Cómo hacés para convivir con las secuelas que te dejó pasar por la prostitución?
Tengo momentos en los que me atacan mis demonios; creo que a todas las sobrevivientes, a las que pudimos hacer el clic, nos pasa eso. Soy muy solitaria: el lugar más seguro para mí es mi casa, donde nadie puede hacerme daño. Pero lo que más me da fuerzas es activarme, estar ahora con el tema del libro... Durante muchos años caía en ataques de angustia a los que no les encontraba la razón, estaba mal con mis hijos, mal conmigo, no podía encontrarme con mi cuerpo, no podía mirarlo. Pero luego de haber estudiado y de conocer el trabajo de Ingeborg Kraus –psicoterapeuta alemana de mujeres prostituidas y de personas que pasaron por ataques sexuales–, empecé a darme cuenta de que era la prostitución lo que me había afectado. Pensé: “Con toda esta mierda que me pasó, me tiro abajo de un tren”. Cuando tenía ideas suicidas, siempre decía que esa era la forma de morir más rápida. Hoy ya no, porque le tengo mucho respeto a la vida y tengo muchas cosas por las cuales vivir. La principal son mis nietos, que son lo que más amo y los que más amor me dan. Tuve que buscar algo productivo para darle sentido a mi vida, y para mí terminar la carrera de Psicología Social fue un triunfo. Porque el mismo año en que dejé la calle me recibí. Fueron dos cosas increíbles, una y la otra. Me acuerdo que cuando tuve que hacer la tesis tocamos justamente el tema de violencia doméstica. Entre eso y mi estado psicológico y físico, ya estaba al borde de la locura. Lloraba por cualquier cosa, temblaba, era insoportable en casa, rompía cosas, mis hijos no entendían por qué... De una vez por todas tenía que ser una sola persona, porque era como que había dos mujeres en un solo cuerpo. Siempre digo que tuve que matar a Anita [su alias cuando era prostituta], porque Anita fue un personaje que no sentía, que siempre estaba bien, que les decía cositas a sus puteros, que estaba dispuesta a todo, que era sexy, que se maquillaba... Anita era ese personaje construido por Delia. Delia era todo lo contrario.
Después hubo un período importante de hacer otras cosas [tiene una especialización de tres años de operadora en salud mental; es acompañante terapéutica y asistente en abuso infantil y violencia doméstica]. También me hice psicodramatista, por eso es que tengo esta impronta de trabajar con el cuerpo y la espontaneidad; de hecho, es algo que implemento todos los días, cuando ya sé que voy a caer.
Y el tema de tener el miniquiosco y la minilibrería y de ver gente también me ayuda. De cualquier forma, tengo días de no querer estar con nadie, y eso me lo permito.
¿Qué pensás hoy de cómo está construida la masculinidad?
Los hombres fueron construidos por este sistema heteropatriarcal, machista y violento. El hombre hetero tiene que ser violento, de alguna manera; si no, no cumple con su hombría. Pero tengo honrosas excepciones. Sigo creyendo que debe haber hombres buenos, con los que tener una relación sana. Lo veo con mis hijos, por ejemplo. Creo en el amor, creo en el amor de pareja; a mí no me tocó todavía, pero creo que debe existir. Ahora, el machismo patriarcal atraviesa todo el sistema. Creo que los hombres no saben relacionarse. No aprendieron, no quisieron. Están llenos de una sexualidad equivocada, por eso hay tantas violaciones, tantas muertes.
¿Cuál fue tu experiencia exponiendo acá?
Para mí fue una sorpresa gratificante. Cuando recibí esta invitación lo primero que pensé fue: “Pah, ir a un país donde está regulada la prostitución...”. Pensé que hasta me podían perseguir. Les dije a las compañeras: “¡Miren que yo me refugio en la embajada!” [risas]. Pero me gustó ver muchas estudiantes, muchas jóvenes, porque lo importante de las voces sobrevivientes de la prostitución es que lleguen a las nuevas generaciones. También me sorprendió que hubiera muchos hombres. Un profesor de filosofía me dijo que después de la charla no pudo dormir. “Lo que contaste fue de una crudeza tan terrible que nos quedamos toda la noche con mi compañera hablando de eso”.
Al discurso abolicionista se lo suele tildar de puritano o poco sofisticado desde el discurso del trabajo sexual.
Por eso mismo cuando Ammar difama nuestra lucha habla de nuestra “doble moral”, de nuestra “moralina”, por ejemplo, lo de desacralizar las zonas del cuerpo que se usan para el trabajo sexual. Lo importante es ir desasnando eso. Creo que en toda la lucha que llevo no hay nada de moral, sino todo de verdad. Y en cuanto al abolicionismo, hace falta un montón de construcción, falta madurar y más unidad, porque los colectivos están todos divididos, son partidarios – aunque pienso que está bueno que sean partidarios, porque tiene que ser una lucha política fuerte–. Seguramente haga falta crear más conciencia, fortalecerla, y por supuesto también creo que es imprescindible el aporte y el compromiso absoluto del Estado. ¿Para qué? Para cuidar a sus mujeres. Para que, sobre todo, las mujeres tengan acceso a la educación. No puedo creer que hoy en Argentina haya mujeres analfabetas. En una de las organizaciones en las que hago aportes hay mujeres analfabetas absolutas, y está tan naturalizado en ellas que dicen: “Puta nací y puta me voy a morir”. Entonces lo primero es el acceso a la educación, a la salud, al trabajo genuino, que [el Estado] abra un abanico de puertas de trabajo para que la mujer realmente pueda elegir. Es algo utópico, pero ese es el fin que persigue la lucha abolicionista. Además, creo que esta lucha se debe fortalecer en forma colectiva, no individual; porque si bien en forma individual podemos hacernos conocidas, no estamos haciendo nada por la compañera; la seguimos dejando en la esquina. Ese no es mi fin. Considero que si yo pude salir, ellas también van a poder, pero es necesario que les brinden las herramientas. Muchas mujeres prostituidas no pueden abrir la “caja negra”, como dice Kraus [una “memoria que recoge los recuerdos traumáticos de manera desordenada, sin noción de espacio ni de tiempo”, síntoma de estrés postraumático], y descubrir que hay un montón de cosas que pueden ser. Es toda una lucha, es todo un compromiso de cada una de nosotras, de los sectores sociales que se quieran sumar, y, por supuesto, de los estados.