Es raro que, siendo niñas, nos enseñen a pegar. Pegar como sinónimo de defendernos. Defendernos ante posibles –muy factibles– ataques. Porque nos enseñan que “juego de manos, juego de villanos”. Y nosotras no podemos ser villanas. Aunque ellos sí pueden ser villanos y héroes, casi en el mismo gesto, porque tienen que aprender a defenderse y a defendernos, y nada malo parecería haber allí. Van unas pocas líneas y el verbo defender ya quedó gastado y con riesgo de perder sentido. Quizá porque rara vez nos paramos a pensar las palabras –y las acciones que estas conllevan–.
Hay padres que juegan “a pegarse” con sus hijos. Todo así, en masculino. Las hijas miran. Un padre arriesgado, diferente, puede, a lo sumo, aconsejar que la hija cuente, a tiempo, si sufrió una agresión (un insulto, un empujón, un golpe), para que otro dirima qué tipo de violencia recibió y si este acto amerita una condena y una reparación.
Nos educan para ser víctimas, frágiles, débiles, sobre las que otros deciden cuán víctimas, frágiles, débiles, somos. Es lo esperable: que narremos nuestra desgracia y que otros evalúen la gravedad del asunto e indiquen qué respuesta debemos dar, o que otros deben dar por nosotras, como si no estuviéramos capacitadas para eso. Esa respuesta, con suerte, estará contenida en los marcos jurídico-políticos donde la figura habilitada para nosotras es la de víctima, a la que llegamos tras sortear las dificultades prejuiciosas de que algo hicimos para merecernos esa agresión. Buscar otras respuestas no parece posible o no está habilitado social ni culturalmente.
A ser fuerte
El 24 de agosto del año pasado, Silvina salió a celebrar la Noche de la Nostalgia con una amiga. La gira por las calles montevideanas, con poca plata y muchas ganas de bailar, terminó en un bar de Constituyente y Jackson donde pasaban unas buenas cumbias, la gente ya estaba acaramelada entre sí, nadie molestaba a nadie. A las cinco de la mañana, ambas decidieron irse y un hombre de unos 30 años les preguntó dónde era el after. Ellas respondieron que qué le importaba y él respondió a su vez: “Ah, es porque son lesbianas. ¿Qué pasa? ¿Nunca las cogieron bien? Les faltó una buena pija; es eso, están resentidas”, mientras se iba acercando.
La amiga de Silvina también se acercó y le dijo que sí, que qué tenía que ver y que ni a palos estarían con un gil como él. Silvina los separó. Él les dijo que eran unas “lesbianas de mierda”. El bar estaba lleno, pero parecía que nadie veía lo que pasaba, ni siquiera los amigos con los que él estaba reunido. Sólo otra chica se paró y le dijo al hombre que se calmara y que las dejara tranquilas. Él le respondió también agresivamente, que por qué se metía, que si también era lesbiana y quería coger con ellas. Luego amenazó con mostrarles la pija. Silvina lo empujó, gritó avisando que les quería mostrar la pija, nadie dijo ni hizo nada. Silvina y su amiga decidieron irse con el corazón en la boca, las piernas temblando y los puños desquiciados. “Pensando en todo lo que pudimos haber dicho y hecho, enojadas de que existan tipos así, que nos violentan por no interesarnos en ellos y salen impunes”, escribió Silvina al día siguiente, en una carta abierta que publicó en su Instagram, donde contó este episodio que para muchas es un déjà vu.
Como es factible que una situación así de violenta se repita, porque 84,5% de las mujeres de entre 18 y 44 años que viven en la capital vivieron acoso sexual en los espacios públicos al menos una vez en su vida y 58% sufrieron tanto acoso físico como agresiones verbales por razón de género, según una encuesta de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República realizada en 2019, Silvina piensa qué hará la próxima vez. “Estar preparada”, responde. Entonces empezó a entrenar.
El desconocimiento y la falta de entrenamiento para salir corriendo en situaciones de riesgo, o no tener la fuerza suficiente para dar un buen empujón, profundizan las amenazas sobre nuestras vidas. Necesitamos ejercitar los músculos para estar más seguras de nosotras mismas, de que podemos correr sin que nos alcancen y sin que nos ahoguemos en el camino, y que, si te están agarrando del cuello o si te están agarrando de la cintura, lo mejor es darles acá o acá. “Eso [también] es autodefensa: tener conciencia de que te está atacando alguien que es, o puede ser, más fuerte que vos, que puede ser más alto que vos, porque tienen más masa muscular, porque entrenan toda la vida, lo que sea”, dice Silvina a casi seis meses de empezar kickboxing.
Se aprende
la diaria consultó a varias organizaciones y asambleas feministas de Montevideo y de otros departamentos para relevar experiencias de formación en autodefensa feminista. Sin embargo, no fue posible obtener un registro de testimonios, ni de quienes han coordinado talleres de autodefensa hace tres o cuatro años, ni de participantes. Por fuera de esas experiencias, Silvina empezó su entrenamiento tras comentar con unas amigas la bronca, la impotencia y la violencia que había sentido en el boliche y lo indefensa que se sintió cuando proyectó qué podría haber pasado con ella si respondía al ataque físicamente. Otra amiga comentó que también quería conocer algunas técnicas, y así fueron juntas a aprender con Dani, en un local que, como la mayoría, cuando se trata de este tipo de disciplinas, estaba lleno de varones cis. Dice que es importante ir (o saberse) acompañada por otra, para apoyarse mutuamente y no profundizar la sensación de inseguridad.
Aprender a defenderse no es aprender a pegar. Es, antes que nada, aprender a esquivar o frenar el golpe. “Autodefensa es autopreservación”, dice M, practicante de artes marciales en el departamento de Canelones, con formación en autodefensa feminista, que prefirió mantener su anonimato.
Como dice la filósofa francesa Elsa Dorlin en el prólogo del libro Defenderse: una filosofía de la violencia (Hekht, 2018): “El pasaje a la violencia defensiva no tiene otro dilema que la vida misma: no ser ultimadx de entrada”. Por eso M tiene muy claro que la autodefensa es “la capacidad potencial que puede tener alguien de salir de una situación violenta: primero, buscando salir con vida; segundo, haciendo el menor daño posible”.
Para ella es clave comprometerse a practicar autodefensa de la manera más completa. Eso implica que haya más de una profesora o profesor a cargo en los talleres, que tengan conocimiento de distintas técnicas de defensa personal, que las clases tengan su parte teórica “para entender los fundamentos de cada estilo” y mucha práctica de ejercicios de lucha. “Hay que meter al cuerpo en esa adrenalina del combate para también ejercitar lo que tiene que ver con tomar decisiones bajo estrés: cómo te defendés, cómo atacás; cómo evitás que toquen tu hombro o tu cara, cómo lográs tocar el hombro del rival”, ejemplifica.
Ya que “entrenarte en la lucha te enseña a pelear”, lo ideal para M es adquirir técnicas de defensa personal más ejercicios de lucha, como boxeo o ju-jitsu, para perder el miedo a defendernos en la calle, pero sabiendo que ningún estilo te asegura la victoria. Aunque insiste: “Lo primero que hay que saber son las situaciones por las que vale la pena defenderte, y eso no es ni más ni menos que cuando está en riesgo tu vida; o sea, no es el robo de un celular o de tu billetera”.
Los cuerpos esclavizados y colonizados –negros, indígenas, feminizados–, por tanto, oprimidos, han sido desarmados desde hace siglos mediante leyes creadas por los amos opresores. Despojados hasta de machetes, cualquier defensa de sí volverá a las identidades subalternas en presuntamente culpables, y cualquier arma de los colonizadores de cuerpos-territorios será utilizada en “legítima defensa”. De allí que la violencia física ejercida por las oprimidas violentadas pueda considerarse una “praxis de la resistencia”, aunque no sea la primera ni la única respuesta posible ante una agresión machista y patriarcal.
“Creo que todes necesitamos adquirir ciertas herramientas que, por hache o por be, no nos fueron dadas. Los varones cis se comportan de esta manera, mayormente los heterosexuales. Nosotres, ¿dónde queremos estar?”, dice Silvina. “Porque yo estoy cansada de andar cerrando el orto, no sé cómo decirlo de otra manera, no digo que todo el mundo tenga que plantarse, pero yo no quiero más cercenar la poca libertad que tengo. Vivir es re difícil de por sí, entonces no quiero que los pocos momentos y espacios de disfrute que hay nos los estén limitando todo el tiempo. Pararme de manos tampoco es disfrutable, pero prefiero eso a sufrir”.
Las sufragistas inglesas practicaban ju-jitsu como forma de defenderse ante la represión policial durante sus manifestaciones callejeras. Así como Dorlin registra esta práctica dentro de la genealogía de la autodefensa, parece necesario transmitir los saberes que se han dado en espacios seguros. Registrar estas experiencias debería ser parte de la construcción de nuestra memoria feminista.
Por teléfono, antes de terminar la entrevista porque tiene que salir a trabajar, Silvina plantea: “Sigue estando mal visto que las mujeres –digo ‘las mujeres’ porque la gente no suele pensar tanto en las disidencias– sean violentas. Es mejor que te caguen a piñas, que la pases mal toda tu vida, pero no que te pongas en acción, porque ahí vos sos la violenta. Es como lo que querían hacer en la Intendencia de Maldonado: un taller para ‘mujeres victimarias’. ¿Me estás jodiendo? ¿Y para los tipos, que nos siguen matando, que nos violan, que nos hacen cualquier barbaridad?”.
Una amiga me contó que su mamá tuvo un intento de violación en un bosque y se quedó sin voz, gritando por ayuda. No pasó de un forcejeo y una herida en la oreja izquierda, cuando el agresor le arrancó una de las caravanas que tenía como accesorio. Fue a comienzos de los años 80. No pasó de una marca ya invisible en el cuerpo, aunque indeleble por dentro. Heredamos memorias corporales de terror. Es hora de traspasar conocimientos que nos empoderen. Saber defendernos no puede ser considerado un peligro para la sociedad.