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Nicolás Sosa.

Foto: Mara Quintero

Varones gays y mujeres trans: una iniciación sexual entre la clandestinidad y la violencia

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Personas LGBTI+, junto con especialistas, reflexionan sobre sus primeras prácticas sexuales en la adolescencia con hombres adultos.

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Leído por Mathías Buela.
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En los últimos meses, jóvenes que pertenecen a la comunidad LGBTI+ han denunciado por acoso y abuso sexual a hombres públicos e influyentes. En Argentina, los detalles sobre las denuncias públicas por violencia sexual contra el humorista y conductor Jey Mammon y el productor de televisión Marcelo Corazza salen como pan caliente en los medios; y, en Uruguay, el senador del Partido Nacional Gustavo Penadés sigue acumulando denuncias por explotación sexual de adolescentes.

Aparte de perplejidad e indignación, estos casos mediáticos plantean la preocupación sobre las condiciones de la iniciación sexual de la comunidad LGBTI+, principalmente de varones gays y mujeres trans. ¿Es común que estas niñeces y adolescencias tengan sus primeras prácticas sexuales con hombres mayores? ¿Qué tan mayores? ¿Qué casos son abusos sexuales y cuáles tipifican como delito sexual? Los testimonios a los que accedió la diaria coinciden en que la diferencia de edad en los primeros encuentros sexuales de estas personas es “muy común” y “está muy naturalizada”.

Para algunos varones gays, las situaciones en las que se dieron sus primeras prácticas sexuales son “un trauma” que les acompaña por años. Incluso para quienes pueden afrontarlo se cuela en la terapia psicológica. Cuando hablan del tema, enseguida aparece el binomio “twink” (“jovencito” en inglés) y “daddy”. Formas de estar en la sexualidad, importadas de la pornografía, que remiten al Erastés y al Erómenos de la antigua Grecia. El “daddy” es el hombre robusto, el proveedor, el activo. El “twink” es el joven que apenas cumplió la mayoría de edad -a veces ni eso-, con cara aniñada y poco vello, atractivo y flaco. Un cuerpo deseado, feminizado, pasivo y penetrable.

La historia de Pablo

Pablo, quien se identifica con un nombre falso para reservar su identidad, comenzó a experimentar su sexualidad a comienzos de los 2000, cuando tenía 14 años. Desde pequeño tenía muy clara su orientación sexual, pero su familia no la aceptaba e iba a un colegio católico en Montevideo, donde no conocía a otro varón gay. “En ese momento no tenía con quién hablar”, dice a través de una llamada telefónica, mientras repasa esos años de silencio y ocultamiento.

“Empecé a tener un perfil anónimo en chats. En esa época estaba el LatinChat, donde había salas por país”, cuenta Pablo. A él le daba “pánico” que su familia o sus amigos se enteraran de que le atraían los varones. Esto lo llevó a hablar con hombres más grandes. Lo explica así: “No charlaba con gente de mi edad para no cruzarme con ningún conocido. Había gente muy hábil que te iba llevando, te iba diciendo ciertas cosas para lograr un encuentro”.

Después de varias charlas, empezó a quitarse el miedo. Se arreglaba para salir e iba a una calle poco transitada donde hombres mayores lo pasaban a buscar en auto. Con algunos de ellos tuvo sexo. Dice que, en general, eran hombres de entre “26 y 30 y pico de años”, algunos de ellos casados y padres de familia. “Yo sentía que era un acto de rebeldía o de liberación lo que estaba haciendo, ahora lo pienso y estaba muy regalado”, sigue contando.

Los hombres con los que se cruzaba eran “amistosos” y “muy atentos” con él. Lo invitaban a comer e intentaban agasajarlo. También era muy común que fueran a “levantar [adolescentes] a 18 de Julio o a Parque Batlle”. Cuenta que “tenían un perfil de machos, y que evitaban definirse de una manera gay”. Aunque “eso era bien lejano a lo que yo estaba buscando conectar en ese momento”, recuerda. Tuvo varios encuentros en los que reconoce que “su fin no era sexual”; él “necesitaba ver cómo era la vida de grande, charlar”. Hasta que vivió una situación en la que se sintió vulnerado. Eso lo llevó a una “depresión” por dos años y a dejar de salir con gente.

A los 18 años logró contarle sobre su orientación sexual a un familiar que lo escuchó. Por primera vez se sintió protegido. “Ni bien logramos hablarlo, empezamos a generar vínculos con gente de nuestra edad y con nuestros mismos intereses. Tenés tu primer noviazgo a los 20, y lo vivís como una adolescencia tardía. Pero antes de eso pasás por una etapa medio oscura”, dice. Ahora Pablo habla en plural para incluir a su círculo íntimo de amigos, también varones gays. Él asegura que a raíz de las denuncias públicas por violencia sexual están revisando sus “experiencias sexuales tempranas”. Por eso reflexiona: “Yo a estas situaciones no las llamo abuso porque no las viví así, pero ahora, que tengo 36 años, pienso: ¿Cómo podés acostarte con alguien de 16? Siendo grande hace mucho ruido, ves que hay algo que no está bien”.

La clandestinidad y lo prohibido

“Quienes crecimos a fines de los 90, previo al matrimonio igualitario [2013] y a la ley trans [2018], vivíamos una vida clandestina. No podíamos hacer pública nuestra sexualidad. El espacio donde nos encontrábamos era la noche, desde la mayor intimidad con los amigos. Siempre estaba presente esto de lo errado, lo sucio, lo perverso, lo escondido”, dice José, otro varón gay que, años después de sus primeras prácticas sexuales, empezó a problematizar la situación. O como cuenta Bruno, un varón gay que también inició su sexualidad con un hombre mayor. Sus primeros encuentros sexuales se daban a las tres o cuatro de la mañana: “Lo vivíamos como si pudiera venir un policía y preguntarnos qué estamos haciendo”.

Néstor Rodríguez, psicólogo e integrante del Programa de Género, Sexualidad y Salud Reproductiva del Instituto de Psicología de la Facultad de Psicología (Universidad de la República), explica a la diaria que, “a mayor estigmatización de determinados colectivos, mayor clandestinidad de sus propias prácticas. Como no lo puedo hablar con nadie, lo tengo que vivir y practicar en solitario”. Desde su experiencia, Pablo usa una frase que bien podría resumir lo que explica el psicólogo: “Era la posibilidad que teníamos para hacerlo”.

Si bien en Uruguay son minoritarios los estudios sobre este tema, según el psicólogo la literatura demuestra que el promedio de edad de iniciación sexual de los varones gays es de entre 15 y 16 años. A su vez, explica que “sí aparece el tema de la edad como un factor desbalanceador en la relación, lo que se traduce en prácticas sexuales en las que no hay una reciprocidad entre ambas partes”. También dice que se perpetúa lo que se daba en la cultura griega en los vínculos sexuales entre varones, en la que el hombre mayor es “el activo” y el menor “el pasivo”.

Para entender mejor lo que ocurre en un vínculo sexual entre dos personas con una diferencia de edad pronunciada, Rodríguez dice: “A mayor paridad etaria, más democrático es el vínculo y mayor posibilidad de negociar prácticas sexuales. A mayor disparidad etaria, menos posibilidades de negociación de las prácticas sexuales tiene quien ocupa el lugar de menor edad”. En estos casos, más libertad tiene la persona mayor de imponer su guion sexual. Rodríguez aclara que “siempre hay relaciones de poder” en los vínculos, el tema es “qué tan desequilibrada es esa relación”. Para él, “una diferencia de edad en sí misma no tiene por qué tener un efecto nocivo, siempre y cuando estemos hablando de relaciones entre personas que lo consienten, subjetiva y legalmente hablando”. Y agrega: “Me preocupa más el contexto de clandestinidad, porque ahí se da más la vulnerabilidad del joven”.

De todas formas, para los delitos de violencia sexual en niñeces y adolescencias, la normativa no da lugar a interpretaciones. Según lo dispuesto en el Código Penal, por más “consentimiento” que haya por parte del niño, niña o adolescente (o de su familia), si tiene menos de 13 años, y la diferencia de edad con el adulto es mayor a ocho años, el acto sexual configura como una violación o un abuso sexual (dependiendo de las circunstancias en las que ocurra).

Nicolás Sosa es docente, educador sexual y creador de contenido sobre estos temas en Instagram (@degeneroyfilosofia). Si bien considera que cada situación tiene sus particularidades, él pone énfasis en la relación entre las adolescencias en general y el mundo adulto. Pone como ejemplo situaciones de hombres adultos que “mantienen económicamente” a adolescentes con los que tienen un vínculo, y hasta a sus familias.

“Acá hablamos de situaciones de abuso sexual. Se tiende a creer que porque existe consentimiento se puede hablar de una relación de pareja. La diferencia de edad y de desarrollo madurativo arroja una situación de inequidad, y de falta de herramientas para poder decidir” por parte del menor, explica Sosa. Y aclara que cuando se refiere a “abuso sexual” no es a una “figura estrictamente legal”, sino a un “abuso de poder”.

Josefina González.

Foto: Alessandro Maradei

Las consecuencias

El “primer amor” de Josefina González tenía 32 años y ella 16. Esta mujer trans y activista por los derechos de las personas LGBTI+ asegura que esta situación “está súper naturalizada y pasa mucho más de lo que creemos, pero eso no quiere decir que esté bien”. Ella concuerda con Rodríguez y Sosa: “En la clandestinidad a la que la sociedad nos expone, suceden muchos abusos”.

Para el caso de las mujeres trans, González afirma que “más de 90% comenzó la prostitución en la niñez o en la adolescencia. Hay un mercado interesado en el consumo de menores, y eso es explotación”. Según la activista, ellas tienen sus primeras experiencias sexuales “a través de la violencia y del intercambio económico”. Agrega que generalmente no lo ven como un abuso, sino que eso “se visualiza años después y muchas ni siquiera llegan a hacerlo”. González logra graficar esta dinámica con una situación personal: “Cuando recién transicioné, lo primero que me preguntaban las masculinidades en la calle era cuánto cobraba, no me preguntaban mi nombre”.

Las personas trans o travestis históricamente han sido rechazadas por la sociedad uruguaya, esto las pone en un lugar de silencio y tabú. “Hay una contradicción enorme en cómo nos condenan al silencio y, por otro lado, existe un gran consumo de nuestros cuerpos y sexualidades. La práctica machista se morbosea y abusa de su poder”, dice González.

Para la activista, que los varones gays y las mujeres trans inicien su sexualidad siendo menores de edad con hombres mayores tiene “consecuencias graves a nivel psicoafectivo y psicosocial”. Ella dice que “estas experiencias carecen de afectividad”, y que “terminan siendo situaciones violentas”. Por eso, “después se hace difícil identificar una situación que esté por fuera de la violencia y construir vínculos afectivos agradables y respetuosos”.

Cuando Pablo rememora esos primeros encuentros sexuales, comparte ideas y sentires similiares a los de González: “A esa edad temprana me costó mucho reconocer la vida afectiva de ser gay. Tener una visión más feliz o próspera de una vida afectiva. Me vinculaba con hombres que estaban a la caza para estar con pibes por una noche o dos”.

Desde su experiencia como docente y educador sexual, Sosa se cuestiona “qué es lo que lleva a un varón a iniciarse con hombres 20 o 30 años más grandes”. Porque, muchas veces, “hablamos de prácticas que los adolescentes eligen. Ahí hay un tema para reflexionar. Seguramente ese varón no tiene herramientas para imaginarse o vivir la sexualidad de otras formas. Esa es la salida vital que tiene, que te mantenga un tipo más grande”, explica. Él agrega que “cuando un niño gay socializa en un mundo heterosexual, aparece la marginación y, con ello, el miedo, la vergüenza, la falta de autovalidación, y los imaginarios poco proyectivos”.

En este sentido, para Sosa, la aplicación de la educación sexual integral es clave, porque “si no enseño a un adolescente a identificar qué es una práctica sexual, y cómo esta práctica se puede conformar en una violencia, lo estoy exponiendo a un abuso”. El docente considera que “un adolescente que tiene herramientas de autocuidado va a poder tomar buenas decisiones”. Sobre si las adolescencias gays y trans de hoy viven sus sexualidades con mayor libertad, Sosa no lo considera así. Para él, las leyes progresistas han “conformado en el imaginario social un discurso muy armado de aceptación, pero no de reconocimiento. No podemos transformar una práctica social como es la cultura patriarcal a través de leyes solamente, tiene que ir acompañado de prácticas educativas que no sean precarias”.

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