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Ilustración: Ramiro Alonso

Sudáfrica del Sur

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El éxito del gobierno sudafricano al haber llevado al banquillo de los acusados a Israel, y haber obtenido una resolución relativamente favorable el último viernes de enero, implicó una de las cartas de ciudadanía del concepto de Sur global.

Desde el Río de la Plata, como parte del patio de influencias de Brasil, resulta más “visible” lo que tiene al país sudamericano como protagonista. En especial por el modo en que las políticas y el carisma de Luiz Inácio Lula da Silva fueron recibidos por el resto del mundo al momento de su tercer mandato. Tener la soberanía sobre un activo global estratégico, como la Amazonia, y ejercerlo con gesto de estadista (incluso con la acción malabarista que todo estadista debe ensayar, en este caso respecto de los hidrocarburos), ayudó a consolidar ese lugar de Brasil.

Es decir, si Brasil pudo trascender el carácter de potencia regional y adquirir, para algunas clasificaciones, el de potencia global, no fue sólo por pertenecer al G20 (grupo de las 20 naciones más industrializadas salpicado de algunas con aspiraciones a serlo), sino por sumar, a su influencia regional en Sudamérica, el rol de guardián de la Amazonia. En cierto modo, eso implicaba una combinación de criterios objetivos y subjetivos. Está la Amazonia, pero también la voluntad de entenderla en términos geoestratégicos y de protegerla en términos ambientales por encima del interés coyuntural (algo que se había lesionado durante la gestión de Jair Bolsonaro que precedió a este tercer período de Lula). Y por su activa participación en “la conversación global”, desde las cumbres por la salud del planeta hasta el funcionamiento de la Organización de las Naciones Unidas.

Sin embargo, hay cosas que ni siquiera Lula puede hacerlas en solitario. Sobre todo la búsqueda de situarse en el tablero todavía frágil del multilateralismo. En cierta forma puede apoyarse en India, pero el carácter autoritario del gobierno de Nerendra Modi limita el potencial de ese protagonista (a pesar de que tiene dos de las características esenciales para ser más que una potencial regional: población masiva y armas nucleares).

La alternativa para tender la cuerda del Sur global entre dos puntos del mapa, en el terreno de los BRICS (descartadas, por razones obvias, Rusia y China), era la S de Sudáfrica.

Aún le faltaba una acción fundacional.

Si estuviera vivo Nelson Mandela podría haber “un Lula africano” (dicho esto con la impunidad del punto de vista localista, ya que la comparación debería de ser a la inversa) para que el escenario internacional se rindiera a los pies de ambos. Sin Mandela, Sudáfrica parecía ser apenas un muchachón con varios problemas de cabotaje todavía no resueltos.

Hasta que llegó la demanda contra Israel por el genocidio sobre los palestinos de la Franja de Gaza, a fines del año pasado.

Lo que tenía Sudáfrica para situarse como parte demandante, más allá del derecho formal de hacerlo, era su capital moral. Su población, mayoritariamente negra, había sido segregada por décadas a causa de un gobierno supremacista blanco. Ese régimen, el apartheid, había sido tan paradigmático que había prestado su nombre para categorizar los formatos institucionales segregacionistas. La lucha para su caída, si bien durante años había estado limitada a las acciones del campo socialista (la presencia cubana en Angola fue clave para la derrota militar de los bóers blancos sudafricanos y el propio Nelson Mandela era líder del Congreso Nacional Africano, ANC, de ideología marxista-leninista), luego se fue convirtiendo en una causa global. Esa transformación ocurrió a medida que las expresiones descarnadas de racismo de Estado se volvían más y más intolerables para la opinión pública internacional. Así, Mandela logró el Premio Nobel de la Paz y Estados Unidos dejó de vetar las resoluciones de Naciones Unidas en contra de Pretoria (algo que había hecho de manera sistemática en los años 1980 a impulso de la administración de Ronald Reagan). Derrotada militarmente en Angola, aislada de sus aliados occidentales, convertida en paria global, la vieja Sudáfrica debió renunciar a su régimen dando origen a un país gobernado por el ANC.

Por todo eso, la nueva Sudáfrica emergió a la luz pública con un capital ético único. Al forjarse el mecanismo de los BRICS, en 2010, parecía que esa superestructura tendría un sostén mayor gracias a su base económica. Pero por más que se hablara de Sur global y se pusiera a los BRICS como encarnación del concepto, el quinteto tenía como protagonistas casi excluyentes a Rusia y China. La autocracia de Vladimir Putin, que tuvo su epítome hace dos años con la invasión de Rusia a Ucrania, y el carácter de China como superpotencia desafiante, impedía que ese entendimiento trascendiera lo comercial para dar lugar a un foro político de “iguales sin maquillaje”. Era un Sur global que corría el riesgo de encarnar los males que había tenido aquel Movimiento de Países No alineados (que en lo formal aún existe) como antecedente indirecto ya casi vacío de influencia.

Entonces llegó el tercer gobierno de Lula. Y con ese Lula, en especial por su capacidad para formar una alianza policlasista contra ese Donald Trump del trópico que fue Jair Bolsonaro, arribó la sensación de que podría haber una arista novedosa en el multilateralismo. Pero un solo costado no alcanza para ninguna nueva geometría. Ahí fue cuando Sudáfrica puso en juego aquel capital ético.

Si muchos decían que Israel había establecido un apartheid sobre los palestinos, con la segregación en todos los campos de derechos (desde el residencial hasta el laboral y administrativo), ¿quién conocía ese tema mejor que los sudafricanos? Si había una comunidad internacional emitiendo resoluciones que durante décadas acababan siendo irrespetadas por Tel Aviv o vetadas por Washington, ¿quién mejor que Sudáfrica sabía de esa frustración?

De ese modo, cuando un conjunto de juristas sudafricanos, varios de ellos negros, llevó al más supremacista de los gobiernos israelíes a una corte internacional, algo se movió de manera importante.

Es verdad que el dictamen de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), dado a conocer el viernes 26 de enero al mediodía del Río de la Plata, no establece un alto el fuego, que era lo que la Franja de Gaza necesitaba con urgencia. Sin embargo, la obligación de que Israel permita la entrada de ayuda humanitaria al enclave y de que informe en 30 días qué medidas se tomaron para evitar el genocidio, debería implicar, en los hechos, una disminución considerable de la ofensiva militar israelí. Lo más importante, y que no resultaba obvio hasta el momento de la resolución, fue que el tribunal se consideró competente en el caso. Y todavía más. La CIJ, con su dictamen, abre espacio de legitimidad para un debate que hasta ese momento se acallaba con una temida etiqueta: antisemitismo. Bien, ese bozal puede valer en el Occidente desarrollado, pero si la Sudáfrica negra dice apartheid y pide sanciones, no es tan fácil descalificarla.

De ese modo, de Brasilia a Johannesburgo, el Sur global empezó a trenzar una cuerda maestra para sostener, desde ahí, sus propios andamios. El momento es bueno. El edificio de las relaciones internacionales hace mucho tiempo que necesita que le reparen mucho más que la fachada.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.

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