La primera pregunta es, por supuesto: ¿cómo es posible que las personas se empeñen en negar los hechos mejor comprobados, y que se comparta y apoye tan ampliamente este rechazo?
Hay quienes aún se aferran a una vieja salvaguarda: consideran que quienes no quieren reconocer los hechos son ignorantes mal informados o espíritus crédulos engañados por las fake news. Este es el idilio clásico de un pueblo bueno pero sencillo, que es engañado y al que solo hay que enseñarle a informarse sobre los hechos y juzgarlos con un espíritu crítico. Pero ¿cómo creer todavía en esta fábula de la ingenuidad popular cuando vivimos en un mundo donde la información, los medios para verificar la información y los comentarios que “descifran” toda información se encuentran disponibles y en abundancia para todos?
Hay que invertir entonces el argumento: si las personas rechazan lo evidente, no es porque sean estúpidas, sino para mostrar que son inteligentes. Y la inteligencia, como es bien sabido, consiste en desconfiar de los hechos e interrogarse por el propósito de la enorme masa de datos vertida sobre nosotros cada día. Interrogante cuya respuesta, naturalmente, es que esa masa está diseñada para engañar, ya que lo que se pone a la vista de todos está allí generalmente para encubrir la verdad que tenemos que ser capaces de descubrir oculta bajo la apariencia falaz de los hechos presentados.
La fuerza de esta respuesta radica en que satisface tanto a los más fanáticos como a los más escépticos. Una de las características notables de la extrema derecha actual es el lugar que en ella ocupan las teorías conspirativas y negacionistas. Estas teorías presentan aspectos delirantes, pero este delirio es en última instancia solo la forma extrema de un tipo de racionalidad que suele valorarse en nuestras sociedades: aquella que exige que interpretemos cada hecho particular como la consecuencia de un orden global, ubicándolo en una secuencia general que lo explique y demuestre finalmente que es muy distinto de lo que parecía.
Sabemos que este principio de explicar todo por el conjunto de sus conexiones también funciona en sentido inverso: siempre es posible negar un hecho invocando la ausencia de un vínculo en la cadena de condiciones que lo hacen posible. Así es como ciertos intelectuales sutiles han interpretado el coronavirus como una fábula inventada por nuestros gobiernos para controlarnos mejor.
La lógica que subyace a las teorías conspirativas y negacionistas no es exclusiva de los espíritus sencillos y los cerebros enfermos. Sus formas extremas son el testimonio del componente de sinrazón y superstición presente en el corazón de la forma de la racionalidad dominante en nuestras sociedades y de los modos de pensamiento que interpretan su funcionamiento. La posibilidad de negarlo todo no es el tipo de “relativismo” cuestionado por las mentes serias que se ven a sí mismas como guardianes de la racionalidad universal. Es una perversión inscripta en la estructura misma de nuestra razón.
No hay nada misterioso en la pasión a la que apela Donald Trump, es la pasión por la desigualdad, la pasión que permite tanto a ricos como pobres hallar una multitud de personas inferiores sobre las que deben mantener a cualquier precio su superioridad. De hecho, siempre hay una superioridad en la que se puede participar: la superioridad de los hombres sobre las mujeres, la de las mujeres blancas sobre las mujeres de color, la de los trabajadores sobre los desempleados, la de quienes trabajan en las ocupaciones del futuro sobre los otros, la de quienes tienen buenas coberturas de seguro sobre quienes dependen de la ayuda pública, la de los nativos sobre los migrantes, la de los nacionales sobre los extranjeros y la de los ciudadanos de la madre patria de la democracia sobre el resto de la humanidad.
Sabemos el papel desempeñado en Francia por la oposición entre una “Francia que trabaja duro” y una “Francia de parásitos”, entre quienes avanzan hacia el futuro y quienes permanecen dependientes de sistemas arcaicos de protección social, o entre ciudadanos del país de la Ilustración y los derechos humanos y las poblaciones atrasadas y fanáticas que amenazan su integridad. Y podemos ver todos los días en internet el odio a cualquier forma de igualdad que se repite hasta la saciedad en los comentarios de los lectores de los periódicos.
Así como la negación obcecada no es la marca de las mentes atrasadas sino una variedad de la racionalidad dominante, la cultura del odio no es el producto de los estratos sociales desfavorecidos sino del funcionamiento de nuestras instituciones. Es un modo de hacer-pueblo, un modo de crear un pueblo que pertenezca a la lógica de la desigualdad. Hace casi doscientos años, Joseph Jacotot, pensador de la emancipación intelectual, demostró cómo la locura antigualitaria era la base de una sociedad en la que todo inferior podía hallar a alguien inferior a él y disfrutar de su superioridad.
Jacques Rancière, profesor de Filosofía en la Universidad de París VIII. una versión ampliada de este artículo se publicó en Review, número 26, publicación de Capital Intelectual (Buenos Aires). Traducción: Leonel Livchits.