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Ilustración: Ramiro Alonso

Mujica

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El predicamento internacional del expresidente José Mujica resulta una realidad casi axiomática que transita un andarivel por completo independiente de su bracear de cabotaje en la política interior. Hace ya tiempo que el pedigrí de los visitantes se mide por la capacidad de conseguir una reunión en su célebre chacra del Montevideo rural y no hay candidato, más o menos progresista, que no sueñe con su apoyo ni foro global que no quiera tenerlo entre sus oradores. La imagen del rey emérito de España sentado en un sillón fabricado con tapitas de plástico recicladas, en mayo de 2017, fue más viral incluso que el título de la noticia de la visita anterior: “Juan Carlos de España pidió conocer la chacra de Mujica” (El País, Montevideo, 1-3-2015). Protocolo al revés que nace de la conciencia exacerbada, casi belicosa, que construye el anfitrión alrededor de la sencillez.

En lo superficial ese impacto se puede confundir con los efectos de un rótulo, a esta altura casi un exoesqueleto, como el de “presidente más pobre del mundo”. Pero su armadura de cascarudo actúa sobre un resorte más auténtico que ese. Conecta con un músculo que creemos originario de estas pampas (naides es más que naides), pero que no deja de estar presente, aunque más no sea en la nostalgia de un tiempo legendario, en todas las latitudes; y por eso su influjo exterior. En su forma de animal totémico es casi como una versión desestilizada de cuento de hadas. Quieto en su planeta-chacra alrededor del cual orbitan las nociones de lo que desearíamos para la humanidad, pero cuya concreción nos haría renunciar, a cada uno, a un vicio que no estamos dispuestos a abandonar (sea privado o sea el oxímoron mayor del individualismo colectivo). No se lo debe confundir, sin embargo, con un Principito inocente y buenista. No lo fue nunca, aunque en otras partes lo quieran comprar con un envoltorio que él no ha elegido colocarse. Trae la picardía atada en la baraja sucia de tanto relojear la mano que le toca cada vez. Por eso responde mejor a las formas del bestiario que a las del Olimpo. Bicho en el sentido de esa sabiduría de la tierra. Huesero más que sanador. Fierro más que Platón. Ese al que se puede escuchar sin la obligación de la liturgia.

Son esas trazas las que brillan en su personaje y que se ven de lejos mejor que de cerca. Se le ha llamado rockstar. Puede ser. Para parangonarlo habría que ampliar el foco al campo de la literatura y conectarlo con el impacto del arielismo de José Enrique Rodó o del latinoamericanismo de Eduardo Galeano. Pero el primero estuvo limitado a las capas educadas, pese a su profunda huella, y el segundo al público de izquierda, a pesar de la masividad lograda con sus libros. Mujica, en cambio, conecta con todos los estamentos sociales. Más allá de que no comulguen con sus ideas, en algún punto los interpela. Conecta con el de abajo, que ve en él a un igual que le reivindica, aun sabiendo que ese hombre de clase media es sólo un igual si se acepta la figura del igual autoconstruido (en su caso, a fuerza de despojarse de capas de comodidad). Y también conecta con el de arriba que lo escruta con la esperanza de apropiarse de algo de su fuego.

Si quedaba alguna duda de su masividad, el anuncio de que padece un tumor de esófago, realizado por el propio Mujica el 29 de abril, se replicó en la mayor parte de los medios de comunicación internacionales. Desde la conferencia de prensa inicial hasta la de su médica tres días más tarde, nada ha estado oculto y, a la vez, nada más alejado del exhibicionismo. Lo comunicó con la misma sencillez con la que toma un repasador y envuelve la cubetera para desmoldar el hielo contra el mármol de la cocina, sin etiqueta, antes de convidar con un trago al visitante. Como si no hubiera mediador, la ciudadanía de su país fue asistiendo a ese sucedido.

El significado completo de que esté siendo así, escapa. Porque todo en Mujica es de ese modo. De una llaneza casi total que sólo resuelve su definición completa en ese “casi” que la indefine. Lo de menos son las frases que se han destacado de su conferencia primero y, luego, de sus declaraciones “a pie de micrófono” durante el asado tradicional que ofrece en un quincho cercano a su casa cada primero de mayo. Productor inagotable de titulares, lo que termina alimentando el lazo con los demás no está en esas palabras. No lo estuvo durante su gobierno, no lo está ahora. Tal vez por eso las camisetas o los afichitos que lo reproducen para el consumo de sus seguidores, sincero o impostado, en general tienen sólo imagen. No aparecen las conceptualizaciones más o menos felices de su filosofía de vida, sino el símbolo. Sobre todo, aparece el propio Mujica, encorvado y ataviado con sencillez, significante perfecto para lo que se ha construido en términos colectivos como su significado. Pero también sus atributos materiales. Sea el Volkswagen (otro animal que complementa ese bestiario que lo representa: escarabajo), la moneda de un peso acuñada en su gobierno (con un tatú mulita), la perra Manuela de tres patas (carencia que no trae sólo la posibilidad de ser compartida por los nadies, sino que, nacida de una microtragedia doméstica –consecuencia de haber sido atropellada con el tractor por el propio Mujica–, lo acerca todavía más a la peripecia de quien asiste al carácter casi performático de su modus vivendi) o la motoneta del pasado. Vale detenerse en este último elemento. Ha querido el azar que pocos días antes de conocida la noticia del tumor de Mujica se conociera el patrimonio del presidente de la República, Luis Lacalle Pou. La nueva Harley Davidson de Lacalle pareció contrastar, de modo inevitable y diáfano, con la vieja Vespa de Mujica. Una Vespa que ya ni siquiera usa, pero que está en el imaginario gracias a un par de fotos. Tal vez la presencia, en esas fotos, de su esposa Lucía Topolansky le otorgan algo de cabalgadura utópica de los enamorados. Lo muestran ya maduro pero con un algo juvenil. Entero, se diría. “El viejo está entero”, solían repetir sus seguidores. Ahora la enfermedad lo anuncia roto. ¿Irá a verlo así el mundo?

Por el momento está “la noticia”. Los llamados de líderes cercanos, como el del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula Da Silva, van aportando otro goteo de información. Es de esperar que el interés sea sustituido por otras novedades y que el reflejo noticioso se apague por un tiempo. Quedará vibrando, con algo de morbo inevitable, la finitud del héroe. El anuncio de continuar el camino de la militancia por el tiempo que se pueda, la tranquilidad enunciada de la vida vivida largamente, la ironía sobre el más allá, contribuyen a dotar de épica al más natural de los momentos. Educan. Por eso Mujica eligió apuntar hacia los más jóvenes. Hacia los que están más lejos de su momento actual y recordarles la necesidad de vivir cada día; y de vivirlo con los demás. De forma engolada podría presentarse como la socrática lección final a la juventud de Atenas. Quizá sea, “simplemente”, el gesto de alguien que palpita la política con intensidad. Por eso se sitúa, en sus propias palabras, como sobreviviente. Es desde ahí que desdramatiza. No es el que va a morir, aunque lo sea. Son las últimas escenas de la construcción casi siempre sincera del personaje de mayor proyección global de la política uruguaya.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.

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