La multiplicación de conflictos con una velocidad de propagación cada vez mayor y una lógica del “todo o nada” están llevando al planeta a su perdición. En este contexto, Francia se sumerge en la impotencia. Ante la falta de una visión y una estrategia clara en sus relaciones internacionales, este artículo del ex primer ministro francés plantea la necesidad de recuperar la diplomacia gaullista.
La “pax americana” está llegando a su fin y deja al mundo en un gran desorden. Durante tres décadas, Estados Unidos, seguido por sus aliados, ha creído que puede remodelar el mundo a su imagen y semejanza. Mediante su influencia, creyéndose un ejemplo. Mediante la regulación, presentándose como fuente del derecho. Y, cada vez más, a través de la fuerza, sabiéndose el más poderoso. Al hacerlo, ha perdido de vista sus propias promesas y ha provocado reacciones violentas en todo el mundo cuyo precio se paga en colectivo1.
Ahora no es el momento de mirar atrás, sino de aprender las lecciones del pasado y de mirar hacia delante, hacia el mundo que está llegando, atrapado en una mecánica infernal, un engranaje de la guerra global constituido por tres procesos paralelos.
Un mundo fragmentado
Primero, la fragmentación del mundo. Es sobre todo el resultado de una desregulación de la fuerza sin precedentes. El consenso de 1945 que fundaba un orden internacional al servicio de la resolución pacífica de las crisis, buscado en aras de la desescalada durante la Guerra Fría y luego como “policía mundial” por la hiperpotencia estadounidense, se ha desmoronado. Por un lado, porque las potencias occidentales garantes de este orden se liberaron de sus propias reglas, actuando fuera del marco legal internacional, en Kosovo en 1999, en Irak en 20032; sin salvaguardias, como en Libia en 2011; y sin ninguna perspectiva política, como en el Sahel desde 2013. Por otro lado, hay una pulverización del Estado de derecho que es obra de potencias como Rusia y China, insatisfechas con el orden de 1945, que les dejaba demasiado poco lugar, y que les parece que justifica un uso más libre de las amenazas y la fuerza.
La fragmentación nace también de una aceleración de las crisis que vuelve al mundo más explosivo que nunca tras el reguero de pólvora de las guerras civiles surgidas de las “primaveras árabes” de 2011 en Libia, Siria y Yemen. Todos los conflictos congelados de los años 1990 parecen al rojo vivo: guerra en Ucrania desde 2014 y todavía más en 2022, doble guerra de Nagorno-Karabaj entre Azerbaiyán y Armenia en 2020 y 2023, nueva guerra de Gaza en 2023. En todos lados, actores oportunistas, grupos terroristas, hombres fuertes y movimientos etnonacionalistas hacen avanzar sus peones en el tablero de ajedrez de la perturbación mundial.
Por último, esta fragmentación se ve alimentada por la polarización del sistema internacional, agravada por la multiplicación de las sanciones. La rivalidad entre China y Estados Unidos obliga poco a poco a cada país a alinearse y elegir un bando. Desde la Guerra Fría, sabemos hasta qué punto la bipolarización trae aparejada la carga de las carreras armamentísticas, los riesgos de escaladas y de conflictos por delegación en márgenes disputados. Pero esta bipolarización se produce a una escala sin precedentes, y la relación de fuerzas no es a largo plazo absolutamente favorable a Washington, ni en términos demográficos, a pesar del envejecimiento acelerado de China, ni económicos, a pesar de la crisis de crecimiento china, ni quizá tampoco políticos, en un momento en que Estados Unidos se está volviendo menos fiable, más exigente y a veces incluso arrogante3. Si hoy Washington parece crecer de forma insolente, es porque la protección no se da sin la tentación de avasallar o incluso de depredar a los propios aliados. Durante largo tiempo, la principal ventaja comparativa de Estados Unidos seguirá siendo su ejército superpoderoso, desplegado por todo el globo, el único dotado de todo el arsenal de nuestro tiempo y aguerrido por un siglo de conflictos, mientras que los militares chinos no tienen experiencia directa en la materia. Lo esencial del peso de las guerras recae sobre los puntos de apoyo asiáticos –Japón, Corea del Sur y Taiwán– y de forma indirecta sobre los aliados europeos, ya que la polarización facilita un acercamiento, e incluso una complementariedad estratégica, entre China y Rusia, que antes distaba mucho de ser evidente.
Confrontación total
Un segundo proceso produce una lógica de confrontación total4. Las situaciones de Ucrania y Gaza señalan nuevos niveles de intensidad en la guerra. Se han establecido paralelismos con la guerra de trincheras, con el bombardeo de Dresde (Alemania) [por parte de los aliados en la Segunda Guerra Mundial]. Pero, de manera más profunda, traducen un nuevo tipo de conflicto en el que domina la lógica del todo o nada, en el que cualquier acuerdo mutuo ya parece un compromiso. Es la melodía de Múnich [pacto de 1938 por el cual Reino Unido y Francia aceptaron las aspiraciones de Alemania sobre los Sudetes con la esperanza de frenar su voracidad territorial], cantada a grito pelado.
No se trata sólo de conflictos territoriales, sino también existenciales para cada uno de los beligerantes. Los ucranianos, ante la agresión rusa, se enfrentan a una voluntad explícita de erradicar su nación, su cultura y su lengua. Pero en Rusia predomina igualmente, en la cima, la idea de una guerra existencial por los derechos propios como nación, como blanco de la presión de un Occidente amenazante que está a sus puertas. En Israel, el 7 de octubre de 2023 despertó un sentimiento de vulnerabilidad existencial la incertidumbre de la promesa fundamental del Estado de Israel de proporcionar un lugar seguro donde los judíos puedan vivir protegidos. La magnitud y el horror de los ataques en el propio territorio israelí y la falla de los servicios de inteligencia y del ejército engendraron una duda y un miedo indelebles. En Gaza, la intensidad de los bombardeos incesantes, el nivel de destrucción, la sensación de que todas las infraestructuras culturales, sanitarias y educativas y una identidad colectiva son blancos posibles refuerza la sensación de que todo está siendo puesto en tela de juicio.
Totales, estas guerras también lo son porque son guerras conmemorativas, que llevan el pasado en sus mochilas. Todos los fantasmas de la historia parecen convocados. En Rusia, se moviliza la memoria de la “Gran Guerra Patria” (1941-1945), presentando a Ucrania como un país a desnazificar; en Ucrania, se evoca la memoria de las hambrunas organizadas del Holodomor (1932-1933), que llaman a desestalinizar a Rusia. En Israel, el 7 de octubre de 2023 evocó el terrible eco de la Shoah, y algunos consideran la conquista de Gaza y la destrucción de Hamas como una “desnazificación” que legitima los bombardeos, la ocupación militar y, en el futuro, la reeducación de los gazatíes; del lado de los palestinos, es la memoria de la Nakba, la catástrofe de 1948, que está en la mente de todos, con el temor de que la estrategia de Israel sea, en definitiva, la de expulsar a los palestinos a Egipto o más allá.
No nos equivoquemos, esta espiral identitaria de esencialización del otro que está en funcionamiento en las guerras también está presente entre los demás europeos. Todo el mundo tiene miedo. La “lógica del enemigo”, analizada por Carl Schmitt, cristaliza los temores de todos ante un enemigo empecinado en la propia destrucción. Al reducir al otro a una caricatura, se lo convierte en un diablo con intenciones tan secretas como infernales. Y, de modo trágico, confirmamos a este adversario en su propia convicción de que sólo soñamos con aniquilarlo. En su interior, esta es la mecánica de la guerra civil, cuyas semillas pueden verse aquí y allá, ante todo en unas elecciones presidenciales estadounidenses histéricas y, en el exterior, en la lógica de la guerra total.
Guerra global
El tercer proceso es que la globalización de la guerra tiende hacia un punto final: la “guerra global” multiplicada por la globalización.
La guerra global no tiene límites en su contagio y transmisión. En otras épocas, la barrera del espacio, la lentitud de las comunicaciones y los límites de los intercambios creaban una contención natural a los conflictos. Hoy, por el contrario, afectan a una humanidad totalmente interdependiente e interconectada, en la que los shocks económicos, las pasiones políticas y las movilizaciones bélicas son casi instantáneas. Nuestro mundo se vuelve así más inflamable que cualquier sistema internacional del pasado, a merced del menor desliz, de la menor manipulación.
La guerra global se infiltra en todos los rincones, los mares, la tierra y el aire, por supuesto, pero también toma forma en el espacio y el ciberespacio, con consecuencias sin precedentes, en ambos casos, en la vida cotidiana “por detrás”: alteraciones en el ámbito de la salud, guerra híbrida de información y desestabilización política, transformación de los conflictos internacionales en batallas civiles e identitarias.
La guerra global es portadora de una destrucción potencialmente ilimitada. El riesgo posible de un conflicto nuclear, la alteración de las rutas comerciales –con sus peligros de escasez e inflación–, la amenaza de una guerra espacial deben ser sopesados por quienes a veces piensan, a la ligera, que la guerra es el camino más corto hacia la paz. Este tipo de guerra sólo llevaría a la paz de los cementerios.
La guerra global es una guerra suicida contra el planeta mismo que nos desvía de nuestros objetivos de descarbonización, malgastando energías que son muy difíciles de movilizar; pero, lo que es más grave, nos hace entrar en un proceso competitivo, en el cual la descarbonización se convierte en una variable del enfrentamiento entre bloques, una pérdida de ganancias para la economía de guerra. ¿Y quién aceptará apretarse el cinturón si con eso se arriesga a hacer bajar los precios de la energía para un rival? Este cálculo viciado nos lleva hacia la aceleración del calentamiento climático.
Una política errática y volátil
En este mundo inflamable, Francia pierde arraigo dentro de una Europa que se derrumba. Es el riesgo de una Francia desconectada del terreno en una Europa fuera de juego.
Durante 60 años, la V República supo enraizarse en el mundo tras la debacle de 1940, las guerras coloniales perdidas y la crisis de Suez, que la arrinconaron, por así decirlo, y la convirtieron en blanco de las críticas de ambos bloques. El general Charles de Gaulle [presidente de la República Francesa, 1959-1969] supo dejar una huella duradera, que basaba el prestigio de Francia en cuatro pilares: su rol de garante y pionera del orden multilateral, justificado por su dinamismo y su pertenencia inesperada a los vencedores del orden de 1945; el rol de acicate y potencia de equilibrio en el enfrentamiento entre los bloques, ni alineada ni indiferente; el rol de potencia independiente, dotada del arma nuclear, que hablaba de igual a igual con todos los estados del mundo, y, por último, el rol de moderador prudente de una Europa política solidaria y en constante acercamiento, en aras de la superación de las querellas nacionales.
En cambio, la Francia de hoy está como desarraigada. Da la impresión de una extraña impotencia5. Desde 1989 quedó desequilibrada por la desaparición de uno de los bloques, por la potencia recuperada de Alemania y por la pérdida de influencia en África. Después se lanzó sin freno a las intervenciones militares, al papel vicario del poder estadounidense y a las tensiones crecientes con Alemania.
Lleva adelante una política errática y volátil, y con frecuencia parece estar bailando con un pie y con el otro. Respecto de Estados Unidos, vacila entre el romance con Donald Trump (2017-2021) y la desconfianza hacia una Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) con “muerte cerebral”; frente a Alemania, pasa de un discurso en 2017 que era una indirecta para la canciller Angela Merkel (2005-2021), a un agrio enfrentamiento sobre todas las cuestiones técnicas, e incluso desde el discurso de Bratislava (2023) a la tentación de una alianza por detrás con Europa del Este contra el señorío alemán en Europa. Respecto de la crisis ucraniana, un día no debemos “humillar a Rusia” y otro debemos ser “ilimitados” en el apoyo a Ucrania, incluso con “tropas de tierra”. Sobre la guerra en Gaza, un día se trata de proponer a Israel una coalición internacional contra Hamas, el otro de pedirle un alto al fuego. Todo el mundo estuvo de acuerdo, al menos una vez, con esta nueva política exterior francesa, pero nadie en el largo plazo.
A esto se agrega el desequilibrio. Desde 2007 abandonó, en el plano exterior, la órbita que le había marcado la V República para desviarse hacia una trayectoria cada vez más excéntrica de neoconservadurismo descarado (impulsada por un paisaje mediático monocromático y que practica la puja de posiciones como único debate). La línea dominante es la del occidentalismo, el moralismo, el militarismo y un “democratismo” que poco se preocupa por la diversidad del mundo. El resultado es que acumula fracasos, como sus difíciles relaciones en el Magreb, su impotencia en Líbano, la bofetada de sus aliados anglosajones respecto de los submarinos australianos en setiembre de 2021 o su humillante expulsión del Sahel. Una oleada de resentimiento antifrancés sacude a África y al mundo, como un nuevo “momento 1956” que cuestiona las elecciones diplomáticas de París.
Su política exterior se militarizó, en especial en lo que se refiere a la gestión de las crisis. “Cuando uno tiene un martillo, todos los problemas parecen clavos”, solía decir el expresidente de Estados Unidos Barack Obama (2009-2017). Lo que es cierto para el ejército estadounidense también lo es, a su manera, para el francés. Ahora bien, a la inversa, la diplomacia es una navaja suiza, una colección de herramientas imperfectas destinadas a solucionar del mejor modo posible cualquier eventualidad y a emparchar soluciones que siempre sean lo menos malas posible. Los grandes diplomáticos son ante todo artesanos de talento, armados de una cultura histórica, un espíritu de servicio y un gusto por el otro a toda prueba.
En esta espiral trágica, dichas derivas son a la vez causa y efecto de la debilidad francesa que la arrastran cada vez más cerca del riesgo de deshonra. Fuera de sus fronteras, ¿quién reconoce todavía a Francia desde el momento en que se vuelve caricatura a falta de una brújula estratégica?
Vulnerabilidad europea
Al mismo tiempo, Europa está amenazada por su derrumbe. Como organismo geopolítico frágil, está sometida a las presiones y depresiones de su entorno inmediato.
Primero, hay una extrema sobrepresión procedente de las grandes áreas de poder que la circundan: Rusia, China, Estados Unidos.
La guerra en Ucrania le recordó a Europa su vulnerabilidad. La soberanía territorial del viejo continente está en juego, y ahora sabe que ya no está en condiciones de garantizar sola su propia defensa, dependiendo como lo hace de una ayuda estadounidense que cada año es, sin embargo, más incierta. Tiene dificultades para relanzar su producción de defensa a fin de reponer sus existencias y seguir ayudando a Ucrania. Los proyectos industriales conjuntos con frecuencia se empantanan o se reactivan de forma penosa, como los proyectos franco-alemanes de un avión de combate (Sistema de Combate Aéreo del Futuro) y del tanque del futuro (Sistema Principal de Combate Terrestre, o Main Ground Combat System).
Pero la soberanía industrial europea no está en mejores condiciones. Europa parece encogida frente a la economía estadounidense y amenazada por el impulso del proteccionismo y la planificación industrial que Estados Unidos persigue pragmáticamente desde Trump hasta el actual mandatario Joe Biden. El producto interno bruto (PIB) europeo y el estadounidense eran similares en 2008. Hoy, el PIB europeo es poco más de la mitad del estadounidense. Lejos de debilitar la economía de la que surgió, la crisis de las subprimes la reforzó y renovó, dejando a la Unión Europea (UE) estrangulada en sus políticas de austeridad. Los 369.000 millones de dólares de subvenciones de la Inflation Reduction Act (IRA, 2021) están creando amplias capacidades productivas estratégicas de baterías y semiconductores, en detrimento de Europa. Al mismo tiempo, Europa parece demasiado dependiente de China en términos comerciales (Francia para los artículos de lujo y Alemania en el rubro automotor). La industria europea se encuentra en peligro en el nuevo sector clave de las baterías eléctricas y los vehículos eléctricos. El resultado de esta doble presión es una crisis histórica del modelo industrial europeo y el riesgo de una carrera hacia el proteccionismo y las subvenciones en la que Europa estaría atada de pies y manos por una política de competencia demasiado rigurosa, por la fragmentación de esas mismas subvenciones y por una política comercial constreñida por los intereses divergentes de “los 27” [por el número de estados que integran la UE].
El lugar de Europa en términos de soberanía tecnológica no es para nada más brillante. Los “siete magníficos” de la tech estadounidense (Alphabet, Amazon, Apple, Microsoft, Meta, Nvidia y Tesla) dominan el mundo. Entre las 50 primeras empresas mundiales en el sector tecnológico, hay un total por todo concepto de cuatro empresas europeas. El mercado europeo del cloud (la nube) está acaparado en un 72 por ciento por tres empresas estadounidenses, con riesgos reales de extraterritorialidad de los datos europeos y de pérdida de la soberanía digital. En un momento en que llega una nueva ola de innovación, con la inteligencia artificial y el cálculo cuántico, Europa debe estar en condiciones de proteger a sus start-ups talentosas, orientando la contratación pública hacia las empresas europeas y estructurando el “mercado único digital”.
Luego está la depresión de dos espacios vecinos donde el vacío de poder está provocando inestabilidad y caos, en Medio Oriente y en el África subsahariana, lo cual multiplica los desafíos en sus puertas. Europa ve en su vecindad una fuente de amenazas y problemas, no de cooperación: guerras en el este, fracaso de las políticas de apoyo y miedo obsesivo a las oleadas migratorias en el sur.
En consecuencia, la unidad europea se revela cada vez más difícil de alcanzar, mientras que la democracia comunitaria parece suspendida entre el salto federal y la expansión intergubernamental. La ampliación y el exceso de regulación de Bruselas dan a veces la impresión de precipitarse hacia opciones imposibles. Esto agudiza las divisiones interiores y fomenta las presiones internas, como las que se ingenió para ejercer el mandatario húngaro Viktor Orbán. El presidente francés Emmanuel Macron lo vio bien cuando reclamó la afirmación de una “autonomía estratégica europea”, e incluso logró resultados reales con la puesta en común de 750.000 millones de euros de deuda europea durante la pandemia de covid. Pero todavía hace falta que Europa sobreviva.
Prioridades diplomáticas
Es el momento, para Francia, de dar un salto diplomático que sea fiel a su vocación y su mensaje. Debe volver a ponerse en la línea de batalla y, para eso, debe poder apoyarse en un cuerpo diplomático y un aparato militar de calidad, que hoy están en problemas. Para escapar al realismo, que es triste e impotente, tanto como al idealismo, que es ingenuo y todavía más impotente, hay que elegir el camino de un ideal-realismo consecuente, que asuma la candente necesidad de la potencia; la de Francia, la de Europa, la de la comunidad internacional. Tener una diplomacia eficaz significa, ante todo, saber elegir las prioridades capaces de restablecer la credibilidad francesa.
La primera prioridad es una diplomacia cuyo compromiso la coloque al servicio de la paz. Se trata de una tarea de largo aliento y de alta intensidad, porque significa primero y ante todo recrear el vínculo con el Sur [global]. Ahora bien, Francia ha perdido ese contacto en las dos últimas décadas, al punto de que ya ni siquiera oye o entiende lo que se le dice.
Es hora de que Francia vuelva a ser lo que siempre fue: un país del mundo, puente y encrucijada entre el Sur y el Norte, el Este y el Oeste, capaz de hablar a todos.
Se hacen necesarios nuevos foros en los que el mensaje de Francia pueda desplegarse en favor del interés general. El G7, creado por el presidente Giscard d’Estaing (1974-1981), sólo tiene la legitimidad, ya caricaturizada, de un gobierno censitario global, en el que una décima parte de la población mundial controla la mitad de la riqueza del mundo; un club de la “endogamia” del Occidente global. Francia debería lanzar una señal clara retirándose de este foro sin porvenir. El G20, resucitado por el presidente Nicolas Sarkozy (2007-2012) después de la crisis de 2008 e inicialmente símbolo de la tecnocracia financiera mundial, debe recuperar lazos con alguna forma de responsabilidad ante la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que es la custodia del derecho internacional. En un momento en que la ONU está cuestionada y bloqueada, Francia debe proseguir el proyecto de reforma del Consejo de Seguridad para hacerlo más representativo, con nuevos miembros permanentes, y más eficaz, con una reforma puntual del derecho de veto. Entre los foros generalistas, BRICS+ [Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y otros] merece atención. En tanto que organización en plena transformación, se fija como ambición representar al Sur global a través de sus ampliaciones recientes. Ya reúne a casi la mitad de la población mundial en un conjunto heteróclito ligado por el mismo resentimiento hacia Occidente. En efecto, es necesario para Francia entrar en una lógica mayoritaria a escala global para que aparezcan nuevas soluciones y para encontrar un movimiento reformista común. A Francia le correspondería iniciar el camino hacia un “BRICS+ ampliado” en el que países voluntarios se unan a las discusiones de los miembros de esta agrupación para formular una agenda global apoyada por una amplia mayoría mundial. Hay que demostrar la eficacia del método colectivo, tema por tema, respecto del clima por supuesto, a pesar del agotamiento progresivo del impulso de los acuerdos de París, de una COP (Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) a otra, pero también sobre la cuestión de los estados fallidos, que se traduce concretamente en dos de los flagelos de la globalización: por un lado, el terrorismo internacional, que gangrena el Sahel, Medio Oriente y Asia Central y afecta a todas las potencias; y por otro, el crimen organizado, que gana terreno en todos los continentes.
También es necesario defender y sostener una visión multipolar. El enfrentamiento entre bloques no puede resumir toda la diversidad del mundo. La larga historia francesa, y también sus fracasos, enseñaron que el equilibrio de los poderes era el peor de los sistemas internacionales a excepción de todo el resto, como afirmaba [el primer ministro británico] Winston Churchill (1940-1945 y 1951-1955) con justeza a propósito de la democracia. Se debe decir con claridad que el regreso de China al primer plano de la escena mundial es legítimo y necesario, tras dos siglos de olvido, pero también que cabe esperar y anhelar el retorno de una India fuerte que lleve sus propios mensajes. La diplomacia francesa debe evidenciar la huella de esta búsqueda de grandes socios.
La segunda prioridad es una política de independencia basada en la idea de preparación y libre elección, que deje a Francia en condiciones de llevar adelante una guerra si se viera obligada.
En primer lugar, hay que reflexionar sobre el tamaño del ejército. La ley de programación militar aumenta la financiación en más de 400.000 millones de euros de aquí a 2030. Consciente de la subinversión de los últimos años, esta ley persevera, sin embargo, en la vía de un ejército generalista, necesariamente reducido, un ejército-bonsái al servicio de las ambiciones de una gran potencia mundial. Francia debe aceptar restringir sus ambiciones sobre la defensa continental y territorial. Es la continuación de la lógica de profesionalización de las fuerzas armadas iniciada por el presidente Jacques Chirac (1995-2007) en 1995 para disponer de una herramienta potente, flexible y moderna.
Después, hay que reflexionar, en un marco europeo, sobre la reorganización de las industrias de defensa para asegurar la mayor soberanía francesa y europea posible, garantizando al mismo tiempo facilidades para su financiación. En primer lugar, los gastos de defensa deben excluirse de los objetivos financieros del nuevo pacto de estabilidad, subrayando su valor como inversión a futuro. Después, sería conveniente dotar a una agencia europea de armamento con al menos 100.000 millones de euros reunidos en deuda mancomunada. Finalmente, habría que organizar una planificación coordinada entre los estados miembro para distribuir geográficamente las actividades, los centros de producción, la investigación y el desarrollo y la propiedad intelectual, garantizando al mismo tiempo un nivel de volúmenes competitivo a escala mundial.
Además, habría que estrechar el vínculo entre la nación y el ejército. La guerra no es sólo una cuestión de potencia, sino también de resistencia de la sociedad. Por esa razón debe ser replanteado el desarrollo de una reserva nacional que recupere las ventajas del servicio militar obligatorio sin repetir sus inconvenientes. Por eso se necesita defender y reforzar la democracia francesa mediante la búsqueda de un debate más claro y sereno, de un consenso más duradero y de leyes más respetables y mejor respetadas. Por eso también se necesitan salvaguardias, ya que el aumento del rol, y de los medios disponibles, de las fuerzas armadas conduce, de forma inevitable, a un aumento del poder, y así al riesgo de una espiral militarista. Es conveniente que el Parlamento y la sociedad civil tengan una mayor capacidad de control sobre las cuestiones militares, para lo cual deben cortarse de cuajo los vínculos entre la esfera mediática y las industrias relacionadas con la defensa para evitar cualquier captura de la opinión pública.
Tercera prioridad: una diplomacia con iniciativa que busque contribuir a la resolución de las crisis mundiales, pero que evite esa agitación que empaña la imagen francesa y que da la impresión de que el país juega con el miedo y el belicismo imperante: “tropas de tierra” en Ucrania, “europeización” de la intimidación nuclear son ideas que se lanzaron sin la debida cautela.
Es irresponsable pensar que las crisis se dividen entre aquellas que se cree que se puede dejar que se corrompan y aquellas que se cree que existe el deber de alimentar.
Respecto del primer tipo, las crisis desgraciadas del mundo, Francia no escucha casi nada que provenga ni de la comunidad internacional ni de los occidentales ni, sobre todo, de Francia: es el caso de Haití, donde las bandas se apoderan de un Estado fallido; el de Sudán, que vuelve a sumirse en la guerra civil y las masacres, 20 años después de Darfur; el de Birmania, en guerra civil. Es la República Democrática del Congo. Es Líbano. Se trata de renovar métodos, de aumentar el compromiso y utilizar estas situaciones trágicas como el laboratorio de nuevas formas de cooperación en favor de un objetivo común a todas las grandes potencias: garantizar la mayor estabilidad y seguridad posibles del sistema internacional y evitar los resbalones descontrolados. Cualquier conflicto, por pequeño o remoto que sea, puede ser ahora la mecha que encienda el polvorín mundial. Es la oportunidad de volver a ubicar al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en el centro del juego, con task forces compuestas por actores de las grandes potencias mundiales, en particular Estados Unidos, China, Rusia, la UE, India y Brasil, que propongan soluciones políticas territoriales y políticas de cooperación al desarrollo.
Pero, por supuesto, lo esencial de la atención se centra en el segundo tipo, las crisis de la tragedia de nuestro mundo, en el cual el mecanismo de la injusticia y la guerra nos deja cada vez más cerca del precipicio. Debemos darnos cuenta de que, tanto en Gaza como en Ucrania, permitir que la guerra devore todo a su alrededor no hace sino aumentar cada día el riesgo de una globalización del conflicto. Puede incluso que algunos de los beligerantes lo deseen.
Gaza y Ucrania
Sobre la guerra en Gaza, hoy es necesario volver a trazar un horizonte político creíble y rápido basado en una solución para los dos estados. Y eso pasa por un alto al fuego duradero. Pero, dados los riesgos de expansión regional, hay que ir más lejos y armar una conferencia sobre seguridad en Oriente Medio que involucre a todos los actores regionales, incluidos Israel e Irán, y que pueda ser al mismo tiempo los albores de un nuevo Oslo6 y un Helsinki7 para esa región. No se trata de resolver en semanas lo que estuvo enquistado 50 años, sino de crear un marco y un proceso en el que cada cuestión pueda ser tratada según su naturaleza y grado de urgencia. En Gaza, es indispensable responder con un alto al fuego duradero al drama humanitario del pueblo gazatí y al drama de los rehenes israelíes, y medir la dimensión trágica y simbólica de una crisis en la que tanto Estados Unidos como una parte de Europa parecen implicados. Para hacer avanzar la cuestión palestina, Francia debe volver a equilibrar su posición de modo duradero enviando señales fuertes. En primer lugar, el reconocimiento del Estado palestino. En segundo lugar, la voluntad de posicionar el derecho internacional por encima de todo, proponiendo un tribunal especial para los crímenes cometidos en Israel y Palestina, que conciernen a los atentados terroristas del 7 de octubre de 2023, tanto como a los crímenes de guerra que puedan haberse cometido en Gaza y a los crímenes de guerra de la ocupación israelí en Cisjordania. Es necesario que la paz surja de la justicia internacional y también salir de la ceguera ante el sufrimiento ajeno que perpetúa la guerra.
Sobre Ucrania, se trata de marcar a largo plazo el equilibrio adecuado sobre tres ejes: seguir prestando ayuda decidida a los ucranianos para rechazar la violación rusa del derecho internacional, y los 61.000 millones de dólares de ayuda estadounidense votados en el Congreso son un soplo de aire fresco en este sentido, porque ofrecen la oportunidad de no negociar bajo la amenaza de un colapso inminente. En segundo lugar, Francia debe aclarar su posición ante los países del Sur global, que sólo ven “la doble vara” de los occidentales y no la defensa de un orden internacional garante de la paz y la seguridad. Por último, debe sostener un proceso diplomático que conduzca a la desescalada, a acuerdos al margen del conflicto y, cuando los ucranianos estén dispuestos a aceptarlo, a un alto al fuego susceptible de iniciar negociaciones entre rusos y ucranianos. Esta negociación requerirá tres casilleros: uno concerniente a los territorios ocupados y anexados por Rusia; otro relativo a una arquitectura de seguridad viable en Europa, y el tercero concerniente al orden internacional que aborde una renovación de los tratados Start [tratado entre Estados Unidos y la URSS que autolimitaba el número de misiles nucleares que poseía cada superpotencia], que caducarán en 2027, y del tratado sobre las fuerzas nucleares intermedias (INF) para dominar el nuevo riesgo nuclear global. No se debe cerrar por principio la puerta a una solución negociada.
También se requiere estar alerta en Asia Oriental donde, de Taiwán a Corea, se multiplica la amenaza de posibles nuevos frentes en la línea de fractura de los dos grandes bloques. La opción de una contención fuerte en el Indo-Pacífico implica el riesgo de una espiral bélica incontrolable. Sólo la búsqueda de un equilibrio regional, que asigne todo su lugar a los grandes países emergentes de la región, como India e Indonesia, puede evitarlo. No hay que dar por sentado que la guerra es inevitable, como parece resignarse Washington con demasiada frecuencia, y hay que saber tomar la iniciativa de proponer formatos de debate susceptibles de ir acompañados de soluciones graduales. Francia no se puede encerrar en la alternativa entre una nueva guerra mundial y un nuevo Yalta8. Tiene que negarse a que se reconstituya la lógica de bloques.
Trazar un nuevo camino
Pocas veces el mundo fue tan inflamable y peligroso como hoy. Día tras día asistimos al enfrentamiento entre dos mundos heridos, dos bandos mundiales lanzados con toda su fuerza uno contra el otro, un bando occidental que actúa en nombre de un progreso desestabilizador, temeroso de su declive y a veces tentado de confrontar más temprano que tarde, y un bando ansioso por revisar el orden mundial a su favor, a riesgo de convertirlo en un pavimento de praderas imperiales rodeadas de empalizadas. Un mundo en el que, en última instancia, cualquier cambio sería aniquilado de raíz en nombre de una estabilidad asfixiante.
Entre ambos mundos, con el Sur global abandonado a esta confrontación de bloques, hay que inventar otro, trazar un camino hacia un mundo compartido, equilibrado y seguro, capaz de evitar la catástrofe anunciada y de recrear un territorio común garantizando la defensa de los bienes comunes de la humanidad: clima, biodiversidad, estabilidad financiera, investigación fundamental. Nadie está mejor posicionado que Francia para impulsar este nuevo espíritu del mundo y desplegar otra política basada en los principios e inclinada hacia el movimiento. Justicia, equilibrio, seguridad colectiva y búsqueda de la paz deben ser el nuevo rumbo de una Francia consciente de que, en el mundo de hoy, replegarse sobre sí mismo significa caer.
Dominique de Villepin, ex primer ministro (2005-2007) y exministro de Relaciones Exteriores (2002-2004) de Francia. Autor de Mémoires de paix pour temps de guerre (Grasset, 2016). Traducción: Merlina Massip.
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Ver Benoît Bréville, “Las guerras de los otros”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2016. ↩
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Ver Serge Halimi, “Castigar a Francia, ignorar a Alemania”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo de 2023. ↩
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Ver Martine Bulard, “¿Quién ganará la guerra comercial?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, octubre de 2018. ↩
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Ver John Mearsheimer, “El fracaso de la hegemonía liberal”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, agosto de 2023. ↩
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Ver Dominique de Villepin, “Francia gesticula... pero no dice nada”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2014. ↩
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NdR: Por los Acuerdos de Oslo de 1993 diseñados para ofrecer una solución permanente en el conflicto palestino-israelí. ↩
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NdR: Por la Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) de 1973 y 1975 que buscó la distensión en la Guerra Fría. ↩
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NdR: Por la conferencia de los aliados en Yalta, febrero de 1945, que se suele ver como la bisagra entre la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. ↩