Según los discursos dominantes, la política exterior occidental consiste en exportar la democracia liberal y el derecho al resto del mundo. Pero las relaciones entre potencias obedecen más a consideraciones estratégicas que a ideales, explica John Mearsheimer, destacado teórico del realismo en las relaciones internacionales.

Hace 30 años, muchos expertos occidentales afirmaban que la historia había llegado a su fin y que el enfrentamiento entre grandes potencias era cosa del pasado. Esta ilusión no resistió la prueba del tiempo. Hoy, dos conflictos entre grandes potencias amenazan con derivar en una guerra abierta: Estados Unidos contra Rusia en Europa del Este por Ucrania, y Estados Unidos contra China en Asia Oriental por Taiwán.

Los cambios producidos en la política internacional en los últimos años han supuesto un deterioro de la posición de Occidente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Hacia dónde nos dirigimos? Responder a estas preguntas requiere de una teoría de las relaciones internacionales que dé sentido a un mundo caótico e incierto, un marco general que explique por qué los Estados actúan como lo hacen.

La teoría llamada del “realismo” es la mejor herramienta disponible para entender la política internacional. ¿Cuáles son sus postulados? Los Estados coexisten en un mundo sin una autoridad suprema capaz de protegerlos a unos de otros. Esta situación los obliga a prestar mucha atención a los cambios en las relaciones de fuerza, porque la más mínima debilidad puede hacerlos vulnerables. Competir en el tablero del poder no les impide, sin embargo, cooperar cuando sus intereses son compatibles. En general, sin embargo, las relaciones entre Estados –y más concretamente entre grandes potencias– están sujetas, en lo fundamental, al principio de competencia. En la teoría del realismo, la guerra no es más que otro instrumento de gobernanza que los Estados utilizan para consolidar su posición estratégica. Esto explica la famosa fórmula de Clausewitz según la cual la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios.

Continuidad y paréntesis

El realismo no goza de buena prensa en Occidente, donde la guerra se percibe, en general como un último recurso sólo justificable en caso de legítima defensa, lo que se corresponde también con la Carta de las Naciones Unidas. La teoría realista es tanto más reprochable cuanto que se basa en un axioma pesimista: la idea de que la competencia entre grandes potencias es un hecho intangible, una ley de la existencia condenada, de manera inexorable, a producir tragedias. En otras palabras, todos los Estados –democráticos o autoritarios– obedecen a la misma lógica. En Occidente, la opinión dominante sostiene que la propensión a la competencia depende de la naturaleza del régimen. Las democracias liberales tienden por naturaleza a mantener la paz, mientras que los regímenes autoritarios serían los principales perpetradores de guerras.

Por eso no debe sorprender que la teoría liberal, concebida en oposición al realismo, sea mejor vista en Occidente. Sin embargo, es difícil negar que Estados Unidos ha actuado casi siempre bajo los dictados del realismo, aunque ello implique revestir sus acciones de una retórica más moral. A lo largo de la Guerra Fría, apoyó, de manera sistemática, a autócratas sin escrúpulos, como Chiang Kai-shek en China, Mohammad Reza Pahlevi en Irán, Syngman Rhee en Corea del Sur, Mobutu Sese Seko en Zaire, Anastasio Somoza en Nicaragua y Augusto Pinochet en Chile, por citar sólo algunos.

No obstante, esta política tuvo un paréntesis notable: el del “momento unipolar” de 1991 a 2017, cuando los gobiernos estadounidenses, tanto demócratas como republicanos, abandonaron el realismo geopolítico para intentar imponer un orden mundial basado en los valores de la democracia liberal –Estado de Derecho, economía de mercado y derechos humanos, bajo la benevolente autoridad de Washington–. Esta estrategia de la “hegemonía liberal” fracasó de forma estrepitosa y jugó un rol importante en el surgimiento del mundo convulso que conocemos hoy. Si en 1989, al final de la Guerra Fría, los gobernantes estadounidenses hubieran optado por una política exterior realista, sin duda nuestro planeta sería hoy un lugar considerablemente menos peligroso.

El realismo puede expresarse de varias maneras. Según la teoría llamada “clásica”, propuesta por el abogado estadounidense Hans Morgenthau, el deseo de poder es inherente a la naturaleza humana. Los dirigentes, decía, están movidos por un animus dominandi, un impulso innato de dominar a sus prójimos. Cada cual puede formarse su propia teoría al respecto. En mi teoría, la fuerza motriz de la competencia entre Estados reside sobre todo en la propia estructura o arquitectura del sistema internacional. Es esta la que motiva a los Estados –y más aún a las grandes potencias– a entablar una competencia feroz. En este sentido, son prisioneros de una jaula de hierro.

Ante todo, es importante recordar que las grandes potencias operan dentro de un sistema en donde no hay ningún protector al que recurrir en caso de amenaza de un Estado rival. Así pues, cada cual tiene que cuidar de sí mismo en un mundo regido por la autodefensa. Esta limitación se hace aún más onerosa por otros dos aspectos del sistema internacional. Todas las grandes potencias disponen de enormes capacidades militares ofensivas, aunque algunas más que otras, lo que significa que pueden causar daños considerables a un Estado determinado. Además, resulta difícil, si no imposible, asegurar que persiguen intenciones pacíficas, ya que las intenciones, a diferencia de las capacidades militares, están anidadas en la mente de los líderes y nunca pueden descifrarse por completo. Anticipar lo que un Estado concreto hará en el futuro es aún más arriesgado, porque nadie puede predecir quién estará al mando ni cuáles serán sus intenciones si las circunstancias cambian.

Los Estados que operan en un universo en donde solamente pueden confiar en sí mismos y corren el riesgo de enfrentarse a un rival poderoso y hostil, es indefectible que tengan miedo los unos de los otros, aunque la intensidad de su temor varíe de un caso a otro. En un mundo tan peligroso, la mejor manera de que un Estado racional sobreviva es asegurarse de que no es débil. La experiencia de China durante su “siglo de humillación nacional”, de 1839 a 1949, demostró que los Estados más poderosos tienden a aprovecharse de la debilidad de los demás. En la escena internacional es mejor ser Godzilla que Bambi.

Sobrevivir es lo primero

La Unión Europea parece ser la excepción a la regla, pero sólo en apariencia. Nació bajo la protección del paraguas estadounidense, que hizo imposible el conflicto militar entre los Estados miembros, liberándolos así del temor que se inspiraban de forma mutua. Esto explica en parte por qué los líderes europeos de todos los bandos temen que Estados Unidos dé la espalda a su continente para centrarse más en Asia.

En suma, la política de las grandes potencias se caracteriza por una competencia incesante en materia de seguridad, en la que cada Estado trata no sólo de ganar en influencia relativa, sino también de impedir que el equilibrio de poder se incline en su contra. Este objetivo, conocido como “equilibrio” (balancing), puede lograrse aumentando su poder o formando una alianza con otros Estados que se vean igualmente amenazados. En un mundo realista, el poder de un país se mide, en esencia, en función de sus capacidades militares, que dependen de una economía avanzada y de una población numerosa.

Para un Estado que aspire a desempeñar un rol de gran potencia, la situación ideal es, ante todo, ser una potencia regional, es decir, dominar la parte del globo de la que forma parte, asegurándose de que ninguna otra potencia, ya sea mediana o grande, le dispute este dominio. Estados Unidos ilustra esta lógica a la perfección. Durante los siglos XVIII y XIX, trabajó de forma consistente para establecer su hegemonía sobre el hemisferio occidental. En el siglo que siguió, se aseguró de impedir que el imperio germánico y japonés, y más tarde la Alemania nazi y la Unión Soviética (URSS), se establecieran como las únicas potencias regionales en Asia y Europa.

El objetivo primordial de cualquier Estado es la supervivencia, porque si un Estado no sobrevive no puede perseguir ningún otro objetivo. La producción de riqueza o la difusión de una ideología pueden parecer prioritarias, pero sólo a condición de que estos objetivos no minen sus posibilidades de supervivencia. Del mismo modo, las grandes potencias pueden cooperar si comparten intereses comunes y si su alianza no debilita sus respectivas posiciones en el equilibrio de poder. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido cooperaron firmando el Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP, 1963), a pesar de que las relaciones entre Washington y Moscú eran intrínsecamente conflictivas. Y en vísperas de la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias europeas estaban vinculadas entre sí por poderosos intereses económicos, al tiempo que se entregaban a una feroz competencia en materia de seguridad que acabó pesando más que la cooperación económica y las llevó a la guerra. Los acuerdos entre grandes potencias siempre se forjan a la sombra de una rivalidad por su seguridad.

Los críticos de la escuela realista de geopolítica suelen acusarla de desdeñar las instituciones internacionales, piedra angular de un orden mundial organizado por normas. Pero los realistas no dudan en reconocer que estas instituciones cumplen un rol crucial en la contención de la competencia por la seguridad en un mundo interdependiente –como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el Pacto de Varsovia durante la Guerra Fría, o la Organización Mundial de Comercio (OMC) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en la actualidad–. Sin embargo, sostienen que las reglas de estas instituciones internacionales o multilaterales las definen las grandes potencias en función de sus propios intereses, y que en ningún caso pueden obligar a un Estado influyente a emprender acciones que pongan en peligro su seguridad. De lo contrario, se saltará las normas o las reescribirá a su favor.

Esta lógica contradice la creencia, muy extendida en Occidente, de que las democracias liberales se comportan de manera diferente de los Estados autoritarios. Estos últimos, se nos dice, ponen en peligro el orden mundial fundado en el derecho y, más en general, son el único obstáculo real para la paz. Pero la política internacional no funciona así. La naturaleza del régimen importa poco en un mundo regido por la defensa propia en donde cada Estado teme por su supervivencia, o al menos así lo afirma. Como nación liberal por excelencia, Estados Unidos transgredió el derecho internacional cuando atacó Yugoslavia en 1999 e Irak en 2003, tras fomentar una sangrienta guerra civil en Nicaragua en los años 1980. Todas las grandes potencias ignoran los escrúpulos cuando consideran que sus intereses vitales están en juego.

Algunos expertos sostienen que la “revolución nuclear” ha vaciado al realismo de gran parte de su sustancia. El arma atómica protegería a su poseedor de la destrucción disuadiendo a cualquiera de atacarlo, lo que eliminaría una de las razones para competir por el poder. Las mismas personas sostienen que el miedo a una escalada catastrófica alcanzaría para impedir que dos potencias nucleares se entreguen a una guerra convencional. Sin embargo, nada indica que las naciones involucradas compartieran esa línea de razonamiento. La competencia entre los “dos grandes” les costó a la Unión Soviética y a Estados Unidos miles de millones de dólares durante la Guerra Fría, y lo mismo ocurre hoy con China, Rusia y Estados Unidos. Estos Estados nunca han dejado de prepararse para una guerra convencional. Un conflicto militar entre las grandes potencias es ciertamente menos probable en un mundo nuclear, pero sigue siendo una amenaza tangible. Por tanto, el realismo no ha perdido nada de su relevancia.

Intereses vitales

La doctrina realista también sugiere que las zonas de interés estratégico vital para las grandes potencias –fuera de su propia región– son aquellas que les permiten contener a sus rivales estratégicos o que disponen de recursos esenciales para la economía mundial. Durante la Guerra Fría, los realistas estadounidenses identificaron tres zonas por fuera del hemisferio occidental en las que su país tenía que estar preparado para luchar: Europa y el noreste de Asia, allí donde se encontraba la Unión Soviética y el Golfo Pérsico por sus yacimientos petrolíferos. Casi todo el mundo se oponía a la Guerra de Vietnam porque se desarrollaba en el Sudeste Asiático, una región considerada de escaso interés estratégico en ese entonces. Ahora que China se ha convertido en una gran potencia por derecho propio, el Sudeste Asiático es mucho más importante para Washington, que ya está dispuesto a defender de modo militar el statu quo en Taiwán y el Mar de China Meridional.

Por su parte, la geopolítica liberal no da prioridad a ninguna región concreta del mundo. Su objetivo declarado es extender la democracia y el capitalismo de la manera más amplia posible. Si bien afirman aborrecer los horrores de la guerra, los promotores de la política exterior liberal no dudan en recurrir a ella para satisfacer su ambicioso objetivo. La doctrina Bush [por el presidente estadounidense George W. Bush], que pretendía democratizar Medio Oriente a punta de pistola, ilustró perfectamente este enfoque. No es casualidad que los partidarios del realismo hayan criticado con dureza la Guerra de Irak. Fue concebida y deseada por los neoconservadores, muy apegados a la universalización de los “valores” occidentales, y apoyada por los defensores de la hegemonía liberal.

Es paradójico, pero el enfoque liberal de la política exterior tiene un núcleo fundamentalmente antiliberal. El liberalismo defiende la necesidad de tolerar la diversidad de opiniones en una sociedad, porque reconoce que los individuos que la componen nunca estarán de acuerdo por completo sobre la mejor manera de vivir juntos o de ser gobernados. Es por eso que las sociedades liberales intentan crear espacios en donde los individuos y los grupos puedan coexistir conservando sus creencias o principios. Pero cuando se trata de política exterior, los liberales actúan como si supieran qué tipo de régimen debe aplicarse en todos los países1. Creen que el resto del mundo debería imitar a Occidente y utilizan todos los medios a su alcance para empujarlo en esta dirección. Semejante concepción está condenada al fracaso, no sólo porque no puede haber consenso sobre la definición del sistema político ideal, sino también porque escapa a la lógica realista. Los Estados son entidades soberanas que se defienden contra una amenaza que apunta contra sus intereses vitales, tanto más cuando esa amenaza procede de un Estado rival que pretende transformar su sistema de gobierno.

Cuando la Unión Soviética se derrumbó en 1991, el mundo bipolar que sustentó la Guerra Fría dio paso a un mundo unipolar centrado en Estados Unidos. La unipolaridad se convirtió en multipolaridad en 2017, gracias al ascenso de China y la resurrección del poder ruso. Estados Unidos conserva sin duda su posición de primera potencia en la nueva configuración, pero China, con su impresionante economía y su creciente poderío militar, le pisa los talones de cerca. De los tres gigantes, Rusia es, con claridad, el más débil. El sistema multipolar ha forjado así dos nuevas rivalidades, en las que los protagonistas siguen cada uno una lógica realista diferente. Al igual que el antagonismo estadounidense-soviético de antaño, y a diferencia del conflicto actual entre Estados Unidos y Rusia, la competencia entre Washington y Pekín gira, en lo principal, en torno a la hegemonía regional, aunque en ambos casos esta competencia pueda extenderse al resto del mundo. La actual rivalidad entre Rusia y Estados Unidos no se explica por el temor a que Moscú pueda dominar Europa, sino más bien por el comportamiento hegemónico de Washington.

El dragón y el error

Durante los siglos XIX y XX, China no era percibida como una gran potencia. Aunque tenía una gran población, sus recursos no le permitían acumular una fuerza militar suficiente. Esto empezó a cambiar a principios de los años 1990, cuando la economía china comenzó a crecer a un ritmo vertiginoso, convirtiéndose en la segunda del mundo, capaz de desarrollar tecnologías de punta. Como podía esperarse, Pekín utiliza su potencia económica para aumentar su poderío militar.

La ambición de China es consolidar su dominio en Asia, pero también expulsar, de manera gradual, a las tropas estadounidenses de la parte oriental del continente para imponer su hegemonía en toda la región. También está en proceso de adquirir una marina de alta mar, lo que indica que tiene la ambición de extender su poder en todo el mundo. En resumen, Pekín se esfuerza por seguir el ejemplo estadounidense, que es la mejor manera de maximizar su seguridad en un mundo preso del desorden. Los dirigentes chinos tienen otro motivo para querer dominar Asia: sus objetivos territoriales de inspiración nacionalista, como reclamar Taiwán o controlar el Mar de China Meridional, les exigen tener una posición hegemónica en su región.

Estados Unidos lleva mucho tiempo tratando de impedir que otro país lo consiga, como demostró repetidas veces durante el siglo XX. Frente a las ambiciones chinas, hoy intenta poner en marcha una política de contención (“containment”), aplicable tanto en lo militar como en lo económico.

En el plano militar, Washington busca reactivar las alianzas concebidas para contener a la Unión Soviética, en vistas a fusionarlas en una coalición dirigida contra China. El objetivo es entablar –o restablecer– alianzas multilaterales, en la línea del tratado de cooperación militar firmado por Estados Unidos, Australia y el Reino Unido (AUKUS) o del Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (QUAD) que une a Estados Unidos, Australia, Japón e India, pero también reforzar las alianzas bilaterales que mantiene desde hace tiempo con países como Japón, Filipinas y Corea del Sur.

En el frente económico, Washington pretende frenar el avance de China en el ámbito de la tecnología de punta, asegurándose el control de las principales palancas de este sector estratégico. Sin embargo, este enfrentamiento podría poner a prueba las relaciones transatlánticas, ya que muchos Estados europeos, ya golpeados por la ruptura de los intercambios comerciales con Rusia, buscan clientes en el mercado chino.

Todo indica que la feroz competencia entre China y Estados Unidos se intensificará en un futuro próximo. Sin dudas se verá alimentada en parte por el famoso “dilema de la seguridad”, según el cual las acciones emprendidas por una de las partes con fines defensivos son interpretadas por la otra como prueba de intenciones agresivas. Esta competencia será peligrosa por dos razones. En primer lugar, afecta a Taiwán, una isla que casi todo chino considera territorio sagrado que pertenece a China, pero cuya independencia Estados Unidos está decidido a preservar bajo el paraguas estadounidense. En segundo lugar, en caso de guerra entre las dos grandes potencias del Pacífico, es probable que los combates se desarrollen en las islas situadas frente a las costas chinas, principalmente en el aire, en el mar y mediante disparos de misiles. No es difícil imaginar los desbordes a los que podría conducir tal escenario. Si la guerra tuviera lugar en el continente asiático, el número de víctimas sería sin dudas mucho mayor, razón por la cual los protagonistas lo pensarían dos veces antes de entrar en una escalada semejante, a la manera de la OTAN y el Pacto de Varsovia en el centro de Europa durante la Guerra Fría. Así pues, la posibilidad de un enfrentamiento terrestre parece poco probable, lo que no impide que sea necesaria una gran dosis de diplomacia de una parte y de otra para evitar que se produzca.

Estados Unidos ha desempeñado un rol fundamental en la gestación de esta peligrosa rivalidad al ignorar los principios del realismo. A principios de los años 1990, ningún Estado podía rivalizar con el poderío estadounidense; China todavía estaba económicamente subdesarrollada. Siguiendo las recetas liberales, la Casa Blanca abrió los brazos a Pekín, ayudándola a estimular su crecimiento económico e intentando integrarla en la escena internacional. Los dirigentes estadounidenses asumieron que una China enriquecida se convertiría en un “accionista responsable” en el nuevo orden mundial dominado por Washington, y que de forma inevitable se transformaría en una democracia liberal. El cálculo era que una China próspera y democrática no supondría ningún peligro para Estados Unidos. Un cálculo muy errado, como se vio después. Si los líderes estadounidenses hubieran seguido una lógica realista, habrían evitado contribuir al crecimiento de China y habrían tratado de ampliar o mantener la diferencia de poder entre ambos países en lugar de reducirla.

El ogro y el mito

En lo que respecta a Ucrania, la visión occidental dominante de la guerra consiste en sugerir que Rusia se comporta en Europa como China en Asia. Se dice que al presidente Vladimir Putin lo mueven ambiciones imperiales para restaurar una Gran Rusia parecida a la extinta Unión Soviética y recuperar el antiguo glacis del Pacto de Varsovia, lo que pondría en peligro la seguridad de toda Europa. Según este análisis, Ucrania no sería más que un aperitivo para el ogro ruso, que luego dirigiría su atención hacia otros países. Por tanto, el rol de la OTAN en Ucrania se limitaría a contener el régimen de Putin, de la misma manera en que impidió que la Unión Soviética dominara toda Europa durante la Guerra Fría.

Esta versión se repite a menudo, pero es un mito. Nada demuestra que el presidente ruso quiera apoderarse de toda Ucrania o que pretenda conquistar otros países en Europa del Este. De hecho, si lo hiciera, no dispondría de los medios militares necesarios para alcanzar un objetivo tan ambicioso. Y mucho menos para imponer su hegemonía en el Viejo Continente.

Aunque no se puede negar que Rusia atacó Ucrania, tampoco se puede negar que esta invasión fue provocada por Estados Unidos y sus aliados europeos cuando decidieron hacer de Ucrania su baluarte en las fronteras de Rusia. Esperaban transformar el país en una democracia liberal e integrarlo en la OTAN y la Unión Europea. Los dirigentes rusos advirtieron en repetidas ocasiones que Moscú consideraría esa política como una amenaza y no la toleraría. No había motivos para dudar de su determinación al respecto. En abril de 2008, cuando se tomó la decisión de recibir a Ucrania en la OTAN, el embajador estadounidense en Moscú envió a la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, una nota en la que afirmaba: “La entrada de Ucrania en la OTAN es la línea roja más cegadora para la elite rusa (y no sólo para Putin). Tras más de dos años y medio de conversaciones con responsables rusos, sigo buscando a alguien que vea la entrada de Ucrania en la OTAN como algo distinto a un ataque deliberado contra los intereses rusos”. Por este motivo, la entonces canciller alemana, Angela Merkel, se opuso a que Ucrania entrara en la Alianza Atlántica: “Estaba absolutamente segura [...] de que Putin no permitiría que ocurriera algo así. Desde su punto de vista, habría sido una declaración de guerra”2.

El conflicto comenzó en febrero de 2014, seis años después de que la OTAN anunciara los planes de adhesión de Ucrania. En un principio, Putin intentó resolver la disputa por la vía diplomática, intentando convencer a Estados Unidos, que patrocinaba la entrada de Kiev en la Alianza, de renunciar a sus planes. Por el contrario, Washington decidió hacer todo lo posible por armar y entrenar al ejército ucraniano e invitarlo a participar en las maniobras militares de la OTAN. Temiendo que Ucrania se convirtiera en un miembro de facto, Moscú envió una carta a la organización transatlántica y al presidente Joseph Biden el 17 de diciembre de 2021 pidiendo garantías por escrito de que Ucrania permanecería por fuera de la Alianza y respetaría una estricta neutralidad. El secretario de Estado, Antony Blinken, respondió el 26 de enero de 2022: “No hay ningún cambio, no habrá ningún cambio”. Un mes después, Rusia atacaba Ucrania.

Desde un punto de vista realista, la reacción de Moscú a la ampliación de la OTAN es un caso de libro de texto de una política que pretende hacer una promesa frente a una amenaza exterior. Para Putin, se trataba de impedir que una alianza militar dirigida por la primera potencia del mundo, antigua enemiga jurada de la Unión Soviética, incluyera a su vecina Ucrania. La posición de Rusia en este asunto parece inspirarse en la Doctrina Monroe, elaborada por Estados Unidos en el siglo XIX, que estipulaba que ninguna gran potencia estaba autorizada a estacionar fuerzas militares en su patio trasero hemisférico. Como la diplomacia no consiguió resolver un problema que los rusos consideraban existencial, su presidente lanzó una guerra destinada a impedir que Ucrania entrara en la OTAN. Moscú la considera una guerra de defensa propia, no de conquista. Por supuesto, Ucrania y sus vecinos ven las cosas de manera muy diferente. Pero no se trata aquí ni de justificar la guerra ni de condenarla, sino simplemente de explicar las condiciones que condujeron a su estallido.

Si uno suscribe al mito de que Putin pretende multiplicar las guerras de conquista, podría objetarse que el plan para ampliar la Alianza Atlántica se basa a su vez en una sólida lógica realista: Estados Unidos y sus aliados sólo pretenden contener a Rusia. Pero esta aserción es igualmente falsa. La decisión de ampliar la OTAN se tomó a mediados de los años 1990, es decir, en un momento en que el ejército ruso se encontraba en un estado de extrema debilidad y en que Washington podía imponer esta ampliación a Moscú. Esto demuestra los peligros que pueden derivarse de ser débil en el sistema internacional. Rusia tampoco representaba una amenaza para Europa en 2008 y, sin embargo, ese año se puso en marcha el proceso de integración de Ucrania a la OTAN. En lugar de contener a Moscú, a Estados Unidos le convendría hoy pivotar lejos de Europa, hacia Asia Oriental, para atraer a Rusia a una coalición de reequilibrio contra China, no empantanarse en una guerra en Europa del Este y no precipitar el acercamiento entre China y Rusia. Al igual que la desacertada política de tender la mano a China, la ampliación de la OTAN formaba parte del proyecto de hegemonía liberal. La idea era integrar Europa Oriental y Occidental para transformar el continente en una vasta zona de paz. Los realistas, como George Kennan, denunciaron esta expansión de la Alianza Atlántica porque percibían que amenazaba a Rusia y solo podía conducir al desastre.

Europa estaría hoy sin duda en una mejor situación si hubiera prevalecido la lógica realista y si la OTAN no se hubiera fijado el objetivo de incluir a Ucrania. Pero la suerte ya está echada: la unipolaridad ha dado paso a la multipolaridad, y Estados Unidos y sus aliados mantienen ahora serias rivalidades geopolíticas con China y Rusia. Estas nuevas “guerras frías” son al menos tan peligrosas como la anterior, quizás incluso más.

John J. Mearsheimer, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Chicago, coautor de How States Think. The rationality of Foreign Policy, Yale University Press, New Haven, de próxima aparición. Traducción: Emilia Fernández Tasende.

Juan de Andrés

Ganador del Premio Figari 2022, que entrega el Banco Central del Uruguay, Juan de Andrés nació el 29 de marzo de 1941 en Arévalo, departamento de Cerro Largo. Según el crítico Pablo Thiago Rocca, su obra incluye “un lenguaje volcado al silencio que bascula entre la frialdad del orden y la poética de los pequeños espacios sincopados y coloridos”. Una antología de su trabajo se puede ver hasta el 12 de agosto en el Museo Figari (Juan Carlos Gómez 1427, Montevideo), de martes a viernes de 13 a 18 horas, y los sábados de 10 a 14. Como parte del hábito de publicar obras de artistas visuales uruguayos en la sección Temas, sin vinculación necesaria con el contenido de los artículos, la que acompaña esta nota se reproduce por gentileza del Museo Figari.


  1. Véase Christopher Mott, “Las bodas de la guerra y la virtud”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, enero de 2023. 

  2. Citado por Hans von der Burchard, “‘I don’t blame myself’: Merkel defends legacy on Russia and Ukraine”, Politico, 7-6-2022.