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La ley de la calle

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Desde el año 2000 en adelante, la televisión argentina desarrolló varias series que transcurren en la periferia, con personajes que hacen de la delincuencia su forma de vida. Quizás el antecedente directo sea el film Pizza, birra y faso (1998) en el que Adrián Caetano y Bruno Stagnaro narran la historia de un grupo de jóvenes que roban para sobrevivir en las calles de Buenos Aires. De hecho, ambos dirigieron algunas de las series más notables en este rubro, como Tumberos (2002), cuando Caetano innovaba con toques surrealistas que matizaban una ficción naturalista. Mientras que en Okupas (2000), Stagnaro llevaba a un joven de clase media (Rodrigo de la Serna) a vincularse con personajes marginales que a la postre se convertiría en una suerte de Cuenta conmigo (Stand by Me, 1986), con su oda a la amistad accidentada en los bordes de un país en default.

Más allá de la repercusión que tuvo esta serie de culto, Stagnaro no volvió a dirigir cine ni televisión hasta Un gallo para Esculapio, estrenada en TNT hace unas semanas. La historia comienza con Nelson (Peter Lanzani), un tipo del interior que llega a la capital sin la valija llena de ilusiones que acompañaba a las heroínas de las telenovelas pero con una bolsa donde esconde a Van Dan, un gallo de riña, para entregárselo a su hermano Roque. Los primeros capítulos tratan sobre la imposibilidad de concretar este encuentro, circunstancia que lo mueve a vincularse con Chelo Esculapio (Luis Brandoni), quien comanda una banda de piratas del asfalto. Llega hasta él porque se dedica a organizar riñas de gallos, donde lleva a pelear a Van Dan, y luego se suma a esta banda de delincuentes para sobrevivir mientras continúa averiguando el paradero de su hermano. Todo situado en la escenografía del conurbano bonaerense (Camino de Cintura) como campo de batalla donde transcurre este western callejero. El misterio que rodea el desencuentro se torna más intenso con el estallido de una guerra entre pandillas rivales, que se transforma en una experiencia iniciática para Nelson, un joven humilde de Misiones que deviene delincuente.

Este es otro punto de contacto con Okupas: por encima del origen del protagonista de cada historia, la metamorfosis de un joven que va corrompiéndose hasta la delincuencia. Los vínculos entre ambas no acaban allí, pues la serie fue escrita por Stagnaro con Ariel Staltari, aquel entrañable rolinga llamado Walter que sobrevivía paseando perros y tampoco era ajeno a los delitos menores. En este caso, Staltari interpreta a Loquillo —no tan distinto de aquel Walter—, que es hijo de Esculapio y forma parte de su banda criminal.

Quizás una de las mayores diferencias entre ambas series radique en el tono policial que tiene Un gallo para Esculapio respecto del drama de relaciones que planteaba con Okupas, en la que el foco era la amistad que mantenían sus personajes. Una vez más, Stagnaro logra una trama tensa sin ser asfixiante por medio de la gracia del destrato que se brindan los protagonistas con su lenguaje barriobajero y los matices en la construcción de sus perfiles. En ese sentido, se destaca la actuación de Brandoni, que combina el rictus sobrio del mafioso vieja escuela con cierta vulnerabilidad relacionada a su esposa y pequeño hijo, porque le aflige que piensen que es su abuelo. En la ambigüedad de personajes que parecen poderosos pero se angustian por el qué dirán y la bruma de misterio que envuelve a la desaparición del hermano del protagonista se asienta buena parte del atractivo de esta serie.

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