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Ilustración: Verónica Mora.

A mar

6 minutos de lectura
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Con menciones en concursos de AGADU y de la Casa de los Escritores, Carlos Martínez Márquez (Tala, 1990) fue parte del taller de Claudio Burguez e integra el colectivo Campo Magnético. El cuento que compartimos aquí es parte de Inhabitables, un libro aún inédito.

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Por alguna razón que no importaba, estaba caminando en el fondo del mar. Pudiendo respirar sin problemas y recogiendo botellas de vidrio que tapizaban el fondo arenoso. Se movía con la lentitud que la densidad del mar le permitía, y seguía recogiendo las botellas sin saber por qué o para qué.

De pronto, algo enorme en la superficie ensombreció la profundidad. Hacía un ruido extraño que espantaba a los peces. En cuestión de segundos comprendió que se trataba de un barco, y pudo ver con el miedo en los ojos que el ancla ya estaba desgarrando el fondo del mar, avanzando a toda velocidad, levantando una nube de arena y abriendo un surco entre las botellas de vidrio del suelo.

Quiso correr y no pudo. No sólo el hecho de estar en el agua enlentecía sus movimientos, sino que además estaba en un sueño. Despertó antes de que el ancla gigante lo alcanzara.

Una hora después de haberse levantado, estaba bañado y en bata, con una taza de cortado en la mano y mirando el mar por el enorme ventanal de su apartamento. Sin poder dejar de pensar en el sueño que había tenido.

Todos los sábados se levantaba temprano y podía pasarse toda la mañana mirando el mar sin darse cuenta. Pero ahora se estaba dando cuenta, y tomó conciencia de ese amor dormido que soñaba despertar del azul profundo. Era un amor del cual no se había animado nunca a percatarse. Su inmensidad, su calma y su violencia lo aterraban, pero al mismo tiempo lo seducían con la fuerza brutal de un amor que se parece a la muerte.

Al mediodía se encontraba almorzando solo en la mesa más apartada de un restaurante francés. Y después se vio caminando por la rambla, con las manos en los bolsillos y el sobretodo abrochado hasta el último botón; la bufanda dominada por el viento y sacudiéndose convulsivamente, como si quisiera escapar y levantar vuelo. Caminaba lento mirando el mar revuelto y no pudo resistir la tentación de pararse en el borde de cemento y caminar como si lo hiciera por la cornisa de la cordura, a un paso de entregarse para siempre a las violentas olas de color marrón que rompían con fuerza justo debajo de sus pies. A su derecha el airado mar; a su izquierda la ciudad, quizás más enfurecida. Después no supo de qué lado quedaba la locura.

Dejó de caminar y le dio la espalda a la ciudad. Sentía una voz desde adentro que lo desafiaba a dar un paso, pero al mismo tiempo sentía la mano de su conciencia posada firme en su pecho. Después escuchó una voz a su espalda que le decía:

—No salte. Pero quédese ahí un segundo más.

Él esperó unos segundos, se volvió para ver quién le hablaba y vio unos cabellos pelirrojos enloquecidos por el viento, y unos ojos verdes que asomaban detrás de una cámara de fotos.

—Gracias —le dijo—. Y, por favor, no salte.

Un tipo que estaba a unos quince metros la llamó.

—Vamos, Mariel. Dale.

Él no dijo nada. Apenas pudo sonreír y volvió a mirar el mar. Su bufanda escapó. Él tiró un manotazo pero fue inútil. La vio en un vuelo breve con movimientos de serpiente, y caer al mar. Y perderse entre la espuma. Sonó su celular. Lo sacó del bolsillo y lo miró: “Anna llamando”. Lo guardó de nuevo y siguió contemplando su mar.

No atendió el celular en todo el día. A la noche, ya acostado en su cama y mientras miraba la televisión sin mirarla, seguía pensando en los ojos verdes que lo miraban a través de una Nikon. Pensó que ella tendría una foto suya, precisa y nítida, para siempre, mientras que él tendría apenas una imagen breve y cada vez más borrosa que iría siendo desfigurada por el viento constante del recuerdo.

Cerró los ojos y lo sacudió una canción. Entonces quiso ser el valiente capitán de la fragata, y tener con ella una historia de amor sin ascensores. Se durmió. Debía actuar rápido. El ancla no se detenía y venía directamente hacia él a toda velocidad. Decidió saltar y pudo hacerlo lento, pero muy alto. Pudo aferrarse a la cadena del ancla y comenzó a trepar por ella sin detenerse, sintió que la velocidad disminuía y él se acercaba a la superficie.

Sacó la cabeza del agua y siguió trepando. Sacó el cuerpo y cuando estuvo completamente fuera del agua, el barco se había detenido. Seguía trepado a la cadena y sentía los brazos increíblemente cansados. Vio que la cadena del ancla no salía del escobén, sino directamente desde arriba del barco. Con bastante esfuerzo, trepó un poco más y pudo ver que con letras de color rojo oscuro, a un costado de la proa, estaba pintado el nombre del barco: El Gigante. En el último esfuerzo por trepar al barco, los brazos ya no le respondieron. Rozó la baranda con la punta de los dedos, pero no llegó a agarrarse. En el momento que caía al mar, apareció Mariel desde arriba del barco para extenderle la mano y agarrarlo justo a tiempo. Él la miró a los ojos verdes.

Ella sonrió: “No saltes, te dije”.

El domingo no había amanecido aún, pero él no había podido volver a dormir. El sueño que había tenido lo había dejado demasiado inquieto. Los ojos verdes lo desvelaron y la ansiedad lo levantó de la cama. Agarró una linterna, se puso el sobretodo encima del pijama y bajó al estacionamiento a buscar su auto. Condujo por la rambla prácticamente desierta. La ciudad se suspendía en la madrugada fría y bajo la llovizna constante todo parecía detenido.

A los veinte minutos estaba caminando por el puerto. El frío del mar a las cinco de la mañana le había endurecido todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. No podía controlar su mandíbula, que no paraba de temblar. Sabía del frío, pero no lo sentía. El viento le dibujaba sonrisas. El sonido del mar le cerraba los ojos. Siguió caminando y llegó a la parte del puerto en que están los barcos abandonados. Una sinfonía de embarcaciones cadavéricas se elevaba inmensa ante sus ojos. Desde la herrumbre y el abandono, el viento resucitaba las historias de los barcos. Sus viejas rutas. Sus tempestades. Sus capitanes y sus redes. Sus nombres y colores. No sus olvidos.

Un barco asomaba apenas la proa afuera del agua y le pareció familiar. Se acercó temblando de nervios y vio que en el costado estaba pintado el nombre: El Gigante.

Eran las mismas letras que había visto en su sueño, y se dio cuenta de que aun el barco era el mismo. La diferencia era la del tiempo, que lo había encogido y agrandado su abandono para poder hundirlo.

En un segundo sintió arder su pecho y ya no pudo pensar. Corrió hacia el agua y, dando un salto extraordinario, llegó hasta su barco medio hundido. Quedó agarrado de la baranda de la proa unos segundos, pero quiso entrar. Se soltó y se dejó deslizar por el piso hasta el agua. Su instinto lo guiaba hasta la cabina. Entró al agua con la linterna encendida y nadó. Pudo entrar y no supo qué hacer. El frío lo anestesiaba y lo confundía. Sintió que un rayo de hielo lo travesaba. Mariel lo ayudó a subir a la superficie del barco. Él sacó de su pantalón la única botella que había podido conservar al subir por la cadena del ancla. Estaba vacía, pero sabía que contenía un mensaje importante. Sabía que al destaparla se soltaría la voz del mar y contaría sus secretos en una melodía de viento y corales. Se sabrían las canciones que cantaban las sirenas. Se escucharían todos los mensajes lanzados al mar. Serían contados todos los misterios de imperceptibles latidos. Sería gritado un amor que siempre había existido pero que no había tenido ojos. Mariel lo miraba impaciente y él vaciló. Tuvo las dudas y el miedo que se tienen cuando depende de uno mismo saber una verdad tan grande. Entonces ella le mostró una sonrisa para decirle que sí. Y él destapó la botella.

Abrió los ojos y vio el techo blanco del hospital. Le dolían el pecho y la cabeza, y no podía recordar qué había pasado. Anna estaba a su lado y después de abrazarlo y besarlo con locura, le contó que una chica le había salvado la vida. Primero lo salvó de morir ahogado, y después de hipotermia.

—Te dejó esto —le dijo Anna dándole un sobre blanco.

Él lo tomó en sus manos y lo abrió. Sacó una hoja blanca escrita con lapicera: “Que no saltes”. La dio vuelta y era una foto de él mirando el mar, con las manos en los bolsillos y un sobretodo negro, a punto de darse vuelta para ver quién le había hablado. La bufanda desesperada a punto de entregarse al viento, congelado para siempre en el instante preciso en que el mar comenzaba a contar otra historia.

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