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Veredas de material recorren toda la estación, lo que hace fácil moverse entre la selva.

Laboratorio en la jungla

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La estación biológica La Selva, en Costa Rica, es única: está en el corazón de una reserva ambiental, lo que permite que las investigaciones sobre especies tropicales se realicen a pocos pasos de las instalaciones académicas. El documentalista y fotógrafo Marcelo Casacuberta se especializa desde hace más de una década en el registro de fauna, y fue invitado allí a impartir un curso sobre divulgación científica en video.

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Son las cinco de la mañana y el cielo apenas comienza a clarear. A unos diez metros de la ventana de la habitación suena el estruendoso bramido de un mono aullador macho. La investigadora que diariamente los sigue para registrar las actividades del grupo se viste, toma su libreta de apuntes y sale de la cabaña. Pasará las siguientes ocho horas escoltando a los monos y anotando todas sus actividades. A la hora del almuerzo sólo tiene que ir al comedor, donde la espera un menú completo acompañado de jugos de frutas y un excelente café, reconocido en todo el mundo.

Los machos de iguana verde pueden medir más de un metro; les gusta subirse a la cima de los árboles para tomar baños de sol en las mañanas.

Parece la situación ideal para quien desea hacer ciencia, y así se trabaja en la estación biológica La Selva, en Costa Rica. Los sujetos de estudio (animales, plantas, hongos, aguas) están a pocos metros de las habitaciones de los académicos, y todo el entorno ha sido diseñado para dedicarse exclusivamente a investigar. La estación biológica contiene una reserva donde se protegen unos 16 kilómetros cuadrados de bosque tropical húmedo.

La Selva es administrada y dirigida por la Organización para Estudios Tropicales (OET), una asociación de universidades de América, Estados Unidos y Australia. La estación fue fundada en 1954 por el botánico norteamericano Leslie Holdridge, quien se mudó a Costa Rica en 1947 y realizó numerosos estudios sobre la conservación de los recursos naturales. En 1968 la propiedad fue adquirida por la OET y proclamada estación y reserva biológica privada.

El puente colgante sobre el río Puerto Viejo es parada obligatoria para disfrutar el paisaje y ver a algún mono o perezoso trepado en las ramas cercanas.

Aquí se genera una gran cantidad de información sobre el bosque tropical lluvioso gracias a las diversas investigaciones que se realizan sobre el terreno, con lo que se alimenta a más de 200 publicaciones científicas anuales. De hecho, La Selva posee una de las líneas de datos temporales sobre los trópicos más importantes del planeta. Se llevan a cabo investigaciones a largo plazo sobre los ecosistemas acuáticos y terrestres, que permiten conocer por largos períodos de tiemplo los ciclos de los nutrientes, la demografía de plantas y animales, las interacciones con la comunidad, la sucesión y la dinámica de los bosques, la agroecología y los efectos del calentamiento global.

En esta estación científica la naturaleza irrumpe constantemente en el mundo humano.

En La Selva hay grupos de cabinas o cabañas, salones de clase, un gran comedor y laboratorios perfectamente equipados, siempre en constante interacción con la flora y la fauna que los rodea. Es común, por ejemplo, ver grupos de pecaríes buscando frutos y raíces entre los laboratorios. La estación, además, colinda con el parque nacional Braulio Carrillo, y esto probablemente traiga más diversidad de especies, por el tránsito de animales entre las dos zonas protegidas.

Pero el lugar no está abierto solamente para la ciencia. Turistas de todas partes del mundo pasean por su interior en visitas guiadas, y es posible verlos a cualquier hora del día recorriendo los caminos internos y mirando hacia los árboles con sus binoculares en busca de aves. Existe una extensa red de caminos, que suman unos 60 kilómetros, con sendas bien acondicionadas que permiten moverse a pie, en bicicleta e incluso en silla de ruedas, como para apreciar el bosque tropical bien de cerca. Allí uno puede encontrar monos aulladores y también tucanes, iguanas, loros, coatíes, ranas venenosas de colores brillantes y una gran variedad de especies de fauna características de este tipo de selvas. El acceso es restringido para no distraer demasiado el trabajo de investigación; solamente 80 personas por día pueden visitar la estación, y para ello se debe hacer una reserva previa. Un cuerpo especial de guardaparques ayuda a hacer las visitas guiadas y a proteger el lugar de cazadores.

A esta colorida ranita suelen llamarla blue jeans, por sus piernas azules.

En este especial entorno la OET organiza, entre otros muchos, un curso internacional llamado “Ecología tropical y conservación”; fue realizado por primera vez en 1974, dura seis semanas y, durante este tiempo, una veintena de alumnos recorre tres estaciones de investigación en Costa Rica y un par de áreas protegidas en compañía de un plantel de docentes de diferentes países, que van cambiando de acuerdo a los módulos o talleres que están a su cargo. De esta manera, los estudiantes viven la ciencia de primera mano con una gran diversidad de investigadoras e investigadores de diversas disciplinas provenientes de todo el mundo.

Tomando en cuenta los altos costos del curso, por su duración y la gran cantidad de profesores, la OET busca siempre otorgar becas a los estudiantes, de manera de facilitar el acceso a aquellos de menos recursos. Los estudiantes vienen de muchos países latinoamericanos, al igual que los profesores invitados. Los países más presentes suelen ser Costa Rica, Colombia, México, Argentina, Perú, Panamá, Ecuador, Venezuela, Bolivia, Brasil, Chile, Cuba, Puerto Rico y, a veces, hasta Uruguay.

Con su pico aserrado el motomoto puede atrapar insectos, ranas y hasta murciélagos.

En enero de 2019 concurrieron profesores de Estados Unidos, Bélgica, Colombia y Costa Rica, e incluso hubo dos visitantes uruguayos: la investigadora Anita Aisenberg fue como profesora invitada para dictar un módulo sobre ecología y comportamiento animal, mientras que yo tenía que encargarme de dar un taller para jóvenes investigadores enfocado en la realización de videos de divulgación científica. Con unos días libres entre clases, tuve la oportunidad de recorrer la estación y sacar fotos de la fauna que iba encontrando durante mis paseos.

Metido en los senderos uno se olvida del mundo civilizado y sus ruidos, y solamente se sienten los cantos de tucanes, loros y decenas de aves que el oído rioplatense apenas puede identificar. El aroma húmedo de la selva parece provenir del colchón de hojas caídas que alfombra el suelo de manera casi continua. Ahí, en ese ambiente, entre ramas caídas y hongos, cantan pequeñas ranas coloridas que buscan pareja y comen hormigas y pulgones. Estas ranas poseen sustancias tóxicas para defenderse; los pueblos nativos impregnaban las puntas de sus dardos de estas toxinas y las utilizaban para cazar.

Bocaracá. Venenosas pero no agresivas, estas serpientes esperan muy quietas en los árboles a que una rana o un pequeño pájaro se acerque lo suficiente.

Aquí es raro caminar más de cinco o seis metros sin ver algún tipo de animal, ya sea una pequeña lagartija que salta entre las ramas, algún pájaro colorido picoteando frutas, escarabajos brillantes de colores metálicos o un coatí trepado en las ramas.

La diversidad biológica típica de las selvas salta a la vista. De aves, por ejemplo, hay más de 420 especies avistadas en la estación. Muchos animales son difíciles de ver por su camuflaje, como los enormes saltamontes que simulan ser hojas, y otros por su habilidad de permanecer inmóviles durante horas. Es el caso de las serpientes bocaracá, que a pesar de su color amarillo logran pasar desapercibidas manteniéndose completamente inmóviles. El visitante distraído que pasa cerca las puede confundir con alguna hoja seca a punto de caer de un árbol. Estos reptiles están acostumbrados a esperar largo rato sin moverse, hasta que algún ave o rana se ponga a tiro de sus colmillos.

Atraídos por las flores como las mariposas, estos saltamontes usan su disfraz de hoja para pasar desapercibidos.

El largo puente colgante sobre el río Puerto Viejo, que lleva a la sección de cabañas y laboratorios, es un lugar perfecto para observar monos y grupos de tucanes entre los árboles. Frecuentemente se puede ver perezosos usando los tensores del puente como si fueran lianas para trepar y cruzar de una orilla a la otra. Y desde ahí, mirando la corriente, durante algunos días vimos que había un joven cocodrilo recorriendo la orilla.

Caminando entre los senderos uno está siempre rodeado de árboles de todo tipo; algunos son muy altos, de cientos de años, con troncos de casi dos metros de diámetro. Además, hay plantas trepadoras, lianas y bromelias que forman un mosaico con todas las variantes posibles del color verde.

Carpintero castaño. Esta especie busca hormigas y termitas, aunque también hace un lugar en su dieta para las frutas.

Con todo este escenario, es fácil predecir que la mayor parte de la vida animal se encuentra entre las ramas. Es posible encontrar iguanas de más de un metro de largo trepadas a más de 20 metros del piso, lo cual supone una agilidad inesperada para tratarse de animales tan pesados. Monos aulladores, martuchas, tucanes de pico negro, arañas, murciélagos, ardillas, mariposas y basiliscos eligen las alturas para moverse, mientras que en el suelo se puede ver cada tanto algún pecarí o un agutí solitario.

Por eso uno recorre estos senderos con la mirada puesta en lo alto; el previsible dolor de cuello queda compensado por la posibilidad de ver una sorprendente colección de curiosas criaturas moviéndose en un espectacular entorno natural. Cada paseo por las veredas de la selva me trajo siempre alguna nueva foto de una especie que no había visto antes.

Arañita en actividad.

Para conocer más sobre el curso y la oportunidad de visitar La Selva se puede visitar tropicalstudies.org/course/ecologia-tropical-y-conservacion/.

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