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Ilustración: Luciana Peinado

Vestido rojo

3 minutos de lectura
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Un capítulo de “Rompe la quietud”, de Lalo Barrubia.

Figura ineludible de la generación que comenzó a mostrarse a la salida de la dictadura, Lalo Barrubia sigue produciendo al tiempo que se reedita parte de su obra, como el poemario Suzuki 400 (1989) o la novela Arena (2004). En 2013 publicó Los misterios dolorosos y este año aparece Rompe la quietud (Criatura). De esa novela, la escritora adaptó un capítulo especialmente para Lento.

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Editar

¿Será que a todos los novios que tuvo se los presenté yo? ¿O estoy dando vuelta la historia como una media? No lo había pensado antes, pero ta. Es el tipo de pensamientos que se me prenden como arañas cada vez que la vida me la vuelve a poner en el camino. Ella: la que yo deseo. Ella: la mujer de otros. No sé si he sido cobarde o si he sido prudente. Sólo me acuerdo de cosas que pasaron y se me llena la cabeza de preguntas que no puedo ni quiero contestar.

Voy a aclarar que esto pasó hace mucho tiempo, cientos de años antes de que sospecháramos que las guerras de Medio Oriente tenían algo que ver con nosotros, que la selección volvería a jugar las semifinales de un Mundial, que podríamos manejar las relaciones con un aparatito que llevamos constantemente en el bolsillo o que alguna vez volveríamos a encontrarnos en una cama. Y también muchos años antes de que ella fuera novia de mi amigo Gustavo el saxofonista.

A veces me confundo y cuento las historias de distintas maneras. Todas las versiones deben ser igual de truchas, líos que me hago en la memoria. De lo que estoy seguro es de que esto pasó en una casa que ya no existe. Una de esas mansiones de doble portón, en aquel Pocitos que una vez conocimos y que de a poco las máquinas han ido masticando con esos dientes gigantes que aniquilan el pasado. Y casi como si fuera un juego, llegaron los productores de futuro y levantaron sobre esos restos apisonados estructuras de legos de hierro y vidrio que quiebran el cielo de los vecinos y separan a los seres humanos en cajitas felices donde fundarán sus sitiadas familias millennials.

No sé muy bien ni cómo llegamos a esa fiesta de gente con aires alternativos pero crecida entre las brasas tibias de sus hogares de abolengo. No era gente que yo conociera mucho. Sólo amigos de amigos, mundos que se cruzan con mundos, arte con música, drogas con danza moderna, malabaristas de Avenida Brasil con productores de discográficas en decadencia. Digo, porque en la época en que todos esos mundos empezaban a mezclarse sin vergüenza en el cambalache de la posmodernidad todas las discográficas estaban en decadencia. Pero llegamos. Y por suerte me encontré con Gustavo, saxofonista de una banda de rock que no hizo mucha historia pero que se sonaba todo. Digo por suerte porque era un ambiente en el que yo no me movía con mucha soltura. Él, en cambio, era un tipo superalegre y descontracturado, conocedor de todos los mundos y siempre capaz de brillar. Enseguida agitó un caño que andaba por ahí, trajo bebidas y empezó a comentarme —y a presentarme— a todas las minas que veía, a cuál más divina.

Así que cuando la vi a ella, fui a saludarla y me la llevé de un hombro para presentársela a Gustavo. Un poco como una especie de compensación, otro poco por presumir. Porque mi corazón se puso en alerta cuando me rozó con su vestido rojo ajustado que le marcaba el culo, con su actitud y sus zapatillas desentonadas, con su maquillaje barato, haciendo gala de ubicarse en ese límite peligroso entre lo terraja y lo diferente, y también de la cadencia sedienta de su cuerpo que no hubiera podido ocultar detrás de ningún disfraz.

Él se puso en pose y empezó a conversarle, como era previsible. No sé muy bien qué me pasaba a mí en esa época, qué quería o no quería con ella, ni si tenía la más remota idea de alguna de las dos cosas. Pero como siempre supe —tanto en las épocas que no pasaba nada como en las que sí pasaban cosas— que con ella no había forma de hacer valer ningún tipo de derecho de prioridad, solamente me fui para otro lado a buscar un vaso de cerveza. Y la dejé ahí, sonriendo con fascinación a las simpáticas ocurrencias y a las manos discretamente invasoras de Gustavo.

Quedé un poco de costado, sin saber con cuál de los exóticos personajes ponerme a conversar. Aunque a la mitad de la gente la conocía, y tampoco es que fuera el único músico de barrio que había llegado de rebote después de algún recital. Pero los espacios y la densidad de sus cimientos te condicionan de una forma que no llegás a manejar muy bien. Te ponés a observar y te parece que todos, hasta tus amigos de la murga, se comportan de una manera acorde a los muebles de jardín de lapacho y las copas de cristal, que después terminan rompiendo y escondiendo con disimulo entre las macetas gigantes. No tuve más remedio que emborracharme. Dejarme ir. Ver balancearse el mundo frente a mis ojos. Sin ni siquiera querer pensar en eso, estuve toda la noche viendo el vestido rojo y todos los rulos que lo acompañaban pasar para un lado y para el otro estampando el universo. Y ahí quedé, entre los acodados invisibles, hasta que llegó el calamitoso remate cuando la noche terminó.

Después me dijeron, no me acuerdo quién ni cuándo, ni si es cierto del todo, o poquito, o nada, que alguien del servicio doméstico la había encontrado con un tipo en uno de los dormitorios de arriba, sin el vestido rojo, mientras el sol brillaba con estridencia sobre nuestras cabezas. Y mientras yo y unos cuantos fracasados más, incluido Gustavo, cerrábamos la fiesta jugando un partido de fútbol de borrachos, que me costó una barra de hielo en el tobillo y un taxi de regreso a casa. Pero la verdad puede que no sea cierto, que sea todo inventado o exagerado. Yo lo único que sé es que la perdimos de vista.

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