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Las mujeres del comedor Las Guerreras del FOL vuelven al local, después de una olla popular en el espacio público.

Mujeres migrantes frente a la pandemia en la Villa 1-11-14

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El esfuerzo para atenuar el impacto de la crisis sanitaria y económica en el Bajo Flores, en Buenos Aires.

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En el Bajo Flores, en Buenos Aires, cinco mujeres que llegaron desde Bolivia o Perú encabezan el esfuerzo para atenuar el impacto de la crisis sanitaria y económica en el barrio. Anita Pouchard Serra registró su trabajo de organización barrial y defensa de sus derechos como migrantes y habitantes de la Villa 1-11-14. Esa labor comenzó mucho antes de que llegara el coronavirus, pero fue necesario multiplicarla por la pandemia.

Juana instala banderas de Perú y Bolivia durante una olla popular.

Juana corre para llegar antes del mediodía a la esquina de las avenidas Cobo y Curapaligüe, en el barrio porteño de Bajo Flores. Tiene 51 años, es promotora de salud del Frente de Organizaciones en Lucha (FOL) y vive en la Villa 1-11-14, la más poblada de la ciudad de Buenos Aires, desde que llegó de Perú, hace 20 años. A las 12.00 en punto personas del barrio, organizaciones sociales, residentes y personal del Hospital General de Agudos Parmenio Piñero organizaron un corte para denunciar la situación y la falta de recursos sanitarios en la zona ante la progresión de la covid-19. Nada nuevo. El virus sólo resaltó las problemáticas que ya existían y son cotidianas para quienes viven en los barrios populares de Buenos Aires en cuanto a vivienda, trabajo, salud. En otras palabras, en cuanto a sus derechos ciudadanos básicos.

La cuarentena nos pide resistir en nuestras casas. Pero cuando estas se vuelven un lugar de peligro por la falta de agua o las condiciones de hacinamiento, urge tomar de nuevo la calle como se pueda: concentrándose con distanciamiento social para denunciar sin ser denunciado.

Juana es voluntaria en una posta de salud comunitaria del programa “El Estado en tu barrio”, y entrega información sobre la covid-19. Esquina de las avenidas Perito Moreno y Cruz, uno de los límites de la Villa 1-11-14.

No hay canales ni grandes medios de comunicación, sólo vecinas y vecinos mirando desde la cola de la farmacia o la verdulería. La avenida Cobo es una de estas fronteras que componen la ciudad, límites invisibles pero vívidos para los que miramos desde el bondi o la vereda de enfrente, para los que nos ven mirar sin entender mucho.

—Ahí tendría que estar la Policía. Mirá lo que están haciendo, en plena cuarentena. ¡Que vayan a laburar! ¡Hace 50 años que estoy en el barrio! ¡Son ladrones! —grita un señor de unos 70 años en la esquina de Puan y Cobo mientras mira de lejos la protesta.

Yoli durante una entrega de canastas a personas en situación de riesgo, tarea que les delegó el Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires luego del relevamiento que realizaron.

—Yo también hice esas críticas en algún momento, antes, desde afuera de la organización —dice Juana, y recuerda cuando desde su trabajo de limpieza, en el microcentro, veía a manifestantes cortar las calles. Al entrar al FOL, hace cuatro años, descubrió “lo que es la movilización por un reclamo, luchar por los demás, no solamente por quienes integramos la organización”.

Juana pertenece al comedor Berta Cáceres, del FOL. Está sobre la avenida Francisco Cruz, que delimita el este de la Villa 1-11-14. Desde las 11.30 los vecinos y las vecinas del barrio armaron una fila que da vuelta a la manzana. Así sucede todos los días desde que empezó la cuarentena. Unas 100 familias se inscribieron para recibir sus raciones de comida de lunes a viernes, otras 100 quedaron en la lista de espera. Juana camina por la cola, alcohol en mano: reparte información, conversa con la gente, responde preguntas y trata de detectar situaciones de riesgo y casos potenciales de covid-19.

Espera para la entrega de comida al principio de la pandemia en el comedor Berta Cáceres.

En la puerta está Patricia, de 43 años, responsable de que las personas que van a buscar sus raciones ingresen una por una. Llegó a Argentina desde Bolivia hace cuatro años. Su hermana vive en el barrio y participa en el FOL, fue por ella que entró a la organización. Hoy incluso la representa en la campaña “Migrar no es delito”, que defiende y pelea por los derechos y la regularización de los migrantes. Todos los martes tiene que hacer horas comunitarias en el comedor, cumpliendo con las tareas que hagan falta para que la máquina solidaria funcione: cocinar, recibir mercadería, atender, entre otras. Desde que la covid-19 entró al barrio, Patricia trabaja el doble o el triple para cubrir a sus compañeras que tuvieron que aislarse o que resultaron infectadas.

Una mujer desempleada, un joven que pide algo de comida, una familia que se acerca para llevarles algo a sus hijos. Patricia cuenta que siempre hay una compañera dispuesta a dividir su ración personal para compartir. Pero no sólo se trata de dar, aclara, sino de explicar por qué esa comida llegó a su plato y qué hace la organización más allá del comedor y de esa vital entrega; explicar que no es magia o punterismo, que es lucha y trabajo de hormiga desde mucho antes de la pandemia.

Elisa, promotora de salud. Patricia en la entrada del comedor Berta Cáceres.

En esas colas hay familias que nunca habían pisado un comedor. Pero con los ahorros agotados y muchas dificultades para cobrar el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), no tuvieron otra opción. Según el relevamiento de Agenda Migrante 2020, un colectivo integrado, entre otras organizaciones, por Amnistía Internacional, el Centro de Estudios Legales y Sociales y la campaña “Migrar no es delito”, 58% de las personas migrantes encuestadas en abril de 2020 se quedaron sin trabajo, sin fuentes de ingreso y, por ende, sin comida.

—Antes nos trataban de vagos, de planeros —dice Ana, de 35 años, referente del FOL del sector de la calle Riestra, que llegó de Perú hace diez años. Con la pandemia, la gente del barrio se dio cuenta del valor de las organizaciones sociales en sus territorios. Y también de que, de un día para otro, podemos estar en el lugar de aquel al que prejuzgamos alguna vez. Pero no sólo quienes habitan en la zona se dieron cuenta.

Integrantes de la cooperativa de recolección de basura en una de las entradas del barrio, donde vive una importante comunidad boliviana y peruana.

Como promotora de salud, Juana participa en las postas comunitarias del programa “El Estado en tu barrio”, que comparte información sobre el coronavirus y reparte barbijos, entre otras acciones. Como es un trabajo voluntario, Juana se niega a ponerse la pechera oficial del programa y conserva la de su organización, con una gran cruz roja en el pecho y la sigla FOL.

Mujeres como ella, provenientes de distintas organizaciones sociales, son los ojos y las manos en un barrio de un Estado que a veces no da abasto y otras veces está desconectado de las realidades a ras del suelo. Ana lo resume con precisión.

Ana en el comedor Las Guerreras del FOL. Carrito de la cooperativa de recolección en una calle del barrio.

—Lo que no hace el Estado lo hacemos nosotras.

Pocas semanas antes de la pandemia, Ana y otras compañeras estaban por abrir el nuevo comedor, llamado Las Guerreras del FOL, en el sector de la calle Riestra de la Villa 1-11-14. El trámite de habilitación para recibir alimentos y cocinarlos se suspendió por la crisis, pero ante la urgencia de atender las necesidades locales las militantes, históricas o recién llegadas, decidieron abrirlo igual. Es un cuarto amplio de paredes claras, una planta baja en el cruce de varios pasillos estrechos y oscuros donde la “distancia social” resulta imposible. En una de las paredes, de día una pequeña ventana deja entrar una luz más simbólica que eficaz.

Integrantes de la cooperativa de recolección de basura en una de las entradas del barrio, donde vive una importante comunidad boliviana y peruana.

Como todavía no podían recibir las provisiones, las mujeres del comedor buscaron otra solución para poder ayudar. Hablaron con sus compañeras del Berta Cáceres y, aunque separadas físicamente por 1,6 kilómetros, lograron su apoyo. Para hacer llegar la comida atraviesan todo el barrio de lunes a viernes: el periplo empieza con una difícil caminata por los pasillos, con carritos cuyas ruedas pelean contra el piso irregular de la villa, para luego saltar de puesto en puesto de Gendarmería.

—Evitamos ir por Perito Moreno, es más peligroso. Una vez les robaron a las compañeras toda la carga y sus cosas personales —cuenta Andrea, una de las más jóvenes de la organización, que a pesar de que no vive más en el barrio sigue militando y colaborando.

Integrante del comedor Las Guerreras del FOL se prepara para la entrega de alimentos.

En “Cruz”, como le dicen al Berta Cáceres, se reparten los alimentos que les corresponden a las familias registradas en ambos espacios. Después, al mediodía, los entregan en formato de bolsones. No es un paseo, es una carrera. Tienen que ir rápido, porque no hay tiempo. Rápido, porque dos carritos de comida en época de pandemia son un tesoro que hay que cuidar. Las guardianas de esto no son más que cinco, de todas las edades, que empujan con sus propios brazos las raciones diarias para 100 personas.

Cruzando por la manzana dos nos volvemos a encontrar con Ana, en la puerta de su casa. A lo largo de sus ocho años en la organización vio cómo muchas compañeras crecieron como mujeres y se empoderaron. Lo mismo le pasó a ella. En su casa, la primera que tiene con comedor y habitaciones para todos después de muchos años de alquilar un cuarto para compartir, vuelve a analizar momentos de su vida, desde su infancia en Perú a su temprana vida de pareja.

Patricia organizando la comida que llega al comedor Berta Cáceres.

“Crecí con una mentalidad machista, no me daba cuenta. Atender al hombre como un rey, hacerles caso a ellos”. No reproducir lo que vio en su casa, no revivir lo que la hizo escapar de su país de origen. Ana encontró en el movimiento su espacio de libertad, un lugar donde, como delegada de género, pudo acompañar a otras personas durante muchos años desde la experiencia propia. Con una sonrisa en la boca y en los ojos, recuerda la timidez de algunas y cómo hoy toman la palabra, tanto en la organización como en sus propias casas. Mujeres migrantes como ella que por razones variadas llegaron a Argentina. Mujeres migrantes como ella que hoy están al frente de la pandemia en la Villa 1-11-14.

Susana tiene 49 años y es una de las mujeres que participan en el comedor Berta Cáceres. A mediados de 2001 quiso migrar desde Bolivia, su tierra natal, a Argentina. Pero por demoras en el trámite de sus documentos llegó recién en la primavera de 2002, en pleno caos político, social y económico. La pandemia no es la primera crisis que atraviesa en el país.

Andrea en el pasillo que lleva al comedor Las Guerreras del FOL.

—¡Recolección! ¡Recolección de basura! ¡Recolección!

Su voz y las de sus compañeras de cuadrilla de limpieza resuenan en los pasillos de la manzana uno. Tres días a la semana, entre las 8.00 y las 10.30, recorren la zona para recoger la basura y desinfectar los pasillos. Antes de salir se preparan en el obrador de un cuarto que le alquilan a un restaurante de la avenida Perito Moreno. El ritual de vestimenta incluye pantalones de trabajo, guantes de protección, tapabocas y lentes, al menos de sol, porque no les entregaron otro tipo de protección, a pesar de que prestan un servicio esencial que depende del gobierno. Antes de salir, guardan alcohol y lavandina para protegerse del virus y la contaminación.

Las promotoras de salud organizan las colas haciendo respetar la distancia social y entregando alcohol para desinfectarse.

El 5 de junio, después del trabajo con su cuadrilla, Susana vuelve al comedor Berta Cáceres para hacer tareas de prensa, su otra actividad en la organización. Registra cada detalle, cada esfuerzo de sus compañeras, y lo comparte en las redes y los grupos de Whatsapp. Este día es importante: un conjunto de organizaciones sociales instaló siete ollas populares en el barrio para reclamar y visibilizar la situación de emergencia. El FOL participa en tres de ellas. Con sobras de bolsones, donaciones y parte de sus propias raciones, cocinan un plato caliente para quienes no entran en los cupos de los comedores.

En cada olla cada persona tiene definida una tarea. Es una mecánica aceitada: una distribuye el pan, otra cuelga pancartas, las restantes sirven raciones de comida. Mientras, Susana se mueve entre los vecinos y la estrecha vereda en busca del mejor ángulo para registrar a sus compañeras y compañeros. De pronto, no saca más fotos: le avisan que quedó infectada por el virus. Como otras trabajadoras de la primera línea, como muchas mujeres de las organizaciones populares. Susana va a tener que aislarse en la habitación de un hotel que puso a disposición el Estado para pacientes leves.

—Lo mejor que le puede pasar —dicen los vecinos.

Es que ir al hospital Piñero, que corresponde al barrio, es uno de los miedos más grandes de los habitantes de la Villa 1-11-14.

Una de las ollas populares de los jueves, abierta a toda la comunidad.

Unas cuadras más allá, en la rotonda de Perito Moreno y Riestra, “las guerreras del FOL” revuelven lo que queda de sus ollas populares, ollas que bancan la emergencia de su comunidad. Una ya está vacía: con el celular, muestran las fotos de una cola interminable que se formó una hora antes. Mientras ríen y levantan sus pertenencias, empujan su fiel carrito que, así como con los bolsones, las hará recorrer torpemente las veredas de la avenida Varela hasta volver a su base para limpiar, desinfectar y ordenar todo para el día siguiente.

En el camino las compañeras, una tras otra, se sientan y descansan. Sacan conclusiones de la actividad, discuten qué cosas tienen para mejorar, qué quedó por hacer. Las más antiguas comparten sus experiencias y los modos de hacer con las más nuevas. Aunque otro tema está en boca de todas: las intervenciones de Horacio Rodríguez Larreta en la conferencia de prensa que dio el presidente Alberto Fernández.

—Habló del barrio y de nosotros, pero dijo cualquier cosa —comenta una.

Es que ninguna vio llegar los kits de limpieza que mencionó el jefe de gobierno de Buenos Aires. Saben perfectamente que las palabras ante una cámara difieren de las realidades en los barrios. La cobranza del IFE, por ejemplo, sigue siendo un tema de preocupación dentro de la comunidad. Según el decreto, migrantes con al menos dos años de residencia tienen derecho a cobrar los 10.000 pesos argentinos (menos de 6.000 pesos uruguayos) del subsidio excepcional. Sin embargo, a muchas personas les rechazaron su pedido sin motivo entendible. Cada una comparte su experiencia administrativa, lo que escuchó por ahí o sabe, a ver si entre todas logran resolver los problemas de su comunidad.

Patricia.

Andrea despide a sus compañeras, sale del comedor y camina unas cuadras hasta la parada del 50 que está en la puerta del hospital Piñero. Reparte su tiempo entre el estudio, la militancia barrial, el taller de costura y la participación como delegada de la organización en la campaña “Migrar no es delito”. Antes de que llegue el ómnibus, cuenta que migró a Argentina de adolescente por decisión de su familia. No sabía mucho del país cuando llegó. Su padre, que ya vivía en Buenos Aires, le aseguró que era como en cualquier parte del mundo, donde “hay gente buena y gente mala”. La ruptura con su Bolivia natal fue dura.

Susana, de la cooperativa de recolección, es también encargada de prensa de la organización y registra las actividades para difundirlas en las redes. Juana explica las medidas sanitarias en una de las postas de salud del barrio.

Gente buena como Abu Eva, la abuela que Ana empezó a cuidar cuando llegó y que hoy todavía extraña. Entre cuidados y mates en su casa, la misma abuela le contó su historia, cómo su familia llegó en barco, cómo les dieron una tierra para que sembraran, cómo los extranjeros que vinieron comenzaron a levantar el país. “Y ellos también fueron ayudados por el gobierno, no es que se hicieron ricos de la noche a la mañana. Porque el gobierno cedió una tierra para que pudieran sembrar, les cedió animales para que pudieran salir adelante acá, en Argentina”, remarca Ana, que empezó a documentarse sobre la historia y cómo se construyó el país, una historia de la cual las personas migrantes fueron y son parte, como los padres de Abu ayer, como Ana, Juana, Andrea, Susana y Patricia hoy.

Juana entrega un bolsón de comida a una vecina, que debe quedarse en su casa porque integra la población de riesgo.

Entrega de comida en el comedor Las Guerreras del FOL.

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Este proyecto ha sido realizado gracias al apoyo del Pulitzer Center y la revista Anfibia.

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