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Ilustración: Polyester

Los estúpidos

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Uno de los núcleos de la obra de Fernández de Palleja es la representación del folclore de Maldonado, entendido en un sentido muy amplio y lúdico.

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Editar

En Lento estamos acostumbrados al lujo de publicar a Fernández de Palleja, quien, con el tiempo, también se ha vuelto columnista invitado en la diaria, además de su actividad como poeta y docente. Su obra más reciente, Poemas analfabetos, tiene un parentesco cercano con el Diccionario de poesía que ocupó la última página de esta revista durante más de dos años, en tanto que su recomendable colección de cuentos Educación ganó el Premio Lussich en 2018 y fue publicada en 2019.

El agua lenta contorneaba el cuerpo colgado sin saber si se trataba de una proa, una piedra o un hecho policial. Tuve que constituirme de mañana en la escena, como si no hubiera tenido cosas importantes que hacer. Es mi trabajo, claro, pero mientras avanzábamos en el bote para llegar a la mitad del río, sentía el remolino de indignación que me causaba haber tenido que reorganizar todo el trabajo del día para formar parte de ese espectáculo dantesco. Mientras el tipo movía los remos con movimientos que debían ser los de siempre, yo pegaba palazos desesperados en la tormenta interior tratando de aferrarme al timón profesional. Parece que todo contribuía a sumirme en la mayor inestabilidad, desde los traslados sucesivos y sin criterio que me habían ido infligiendo en los últimos meses. Cuando me dijeron, al mes de haberme mandado al norte más lejano, que me tenía que venir a este pueblo, no supe si gritar, llorar, renunciar, denunciar o hacer todo eso junto. No tenía a nadie ni me interesaba en absoluto nada de acá. Además, en el juzgado tenían la costumbre de escuchar la difusora local, lo que era una especie de máquina del tiempo a pilas, por la sensación no sólo de que no había vida inteligente, sino de que nada había avanzado, empezando por la propia radio de plástico negra brasilera. Lo deprimente daba paso, eso sí, a lo espeluznante, cuando llegaba el programa de Rodney da Silveira, una especie de monstruosidad amorfa que oscilaba entre la música estridente, el chusmerío de pueblo y los comentarios más extraños. El tipo tenía la nota de color de interesarse por eventos raros en todas partes, como carreras de carretillas o campeonatos de siesta, pero solía dedicarle muchos programas a la crónica prostibularia, un género muy suyo que conocí con el mayor desagrado.

La corriente que intentaba llevarse al hombre colgado del puente viejo podía ser la misma que intentaba incorporarme a mí. El agua era ese pueblo viscoso que parecía írseme metiendo a una velocidad opuesta a la lentitud con que todo parecía moverse en la calle pero aparentemente no así en la psiquis trastornada de la comunidad. Los niños, temí por ellos, tal vez vivir más de cierto tiempo ahí podía convertirlos en seres extraños. Me acordé de mi educación esmerada, de las clases de piano, el colegio tan cuidado, el teatro, la confitería a la que íbamos con la abuela, el viaje a Nueva York y todo eso quedaba aplastado por las propagandas a cualquier hora de la whiskería La Chancha de Landriscina, que ofrecía de modo explícito a sus “chanchitas” con precios de servicios e invitaciones a comparar la calidad de sus carnes con la competencia de plaza. María Emilia era chiquita y tal vez nos fuéramos antes de que pudiera incorporarse a la sociedad y Francisco, si bien parecía bastante atónito, me preocupaba igual porque podía llegar a convertirse en algo imprevisible. Pero, en realidad, los primeros tres meses fueron tranquilos.

El tema fue cuando empezó todo el asunto de los estúpidos. Me enteré, cómo no, a través del invasivo espacio de Rodney da Silveira, que logró detener todo el trabajo de la oficina con el programa de la “explosión de putismo”. No contentos con haberlo escuchado en vivo en la radio de plástico, después ponían una y otra vez la grabación que alguien había subido a internet y se reían de nuevo como si les hicieran cosquillas, mientras iban agregando condimentos al chusmerío pueblerino que se había convertido en una pieza antológica de la radiofonía regional. Fue por eso que no pude evitar enterarme de que Silvio Berrutti, gerente del Banco República, hombre casado y con hijos, se había dedicado a divertirse haciendo unos videos en los que se lo veía frente a diferentes micrófonos gesticulando mientras se oían las voces de divas connotadas, algunas hablando y otras cantando. El tipo, muy peinado y vestido con cierto esmero ajustadito, se desgañitaba en gestos mientras sonaba Gloria Trevi, revoleaba una chalina bajo el imperio sonoro de Soledad Pastorutti o se abrazaba a sí mismo emocionado con la voz de Maria Bethânia cantando “é bonita, é bonita, é bonita”. No pude evitar ver las obras de arte, es la verdad, no me podía poner a todo el mundo en contra y eran todos muy insistentes. Además, tuve en cuenta a un antiguo profesor de la facultad, que siempre comentaba que el derecho, por más platónico que pareciera, estaba en un constante comercio con la realidad y que esta no podía desconocerse si se quería intentar mantener alguna clase de orden legal.

El hombre estaba en todo su derecho de hacer los videos que quisiera, de vivir la vida a su antojo, pero ya sabemos cómo son los pueblos, que castigan lo que se sale del coro cansino habitual. Lo llamativo era la cobertura del tal Rodney, quien hablaba en la radio como si estuviera en medio de una rueda de tipos borrachos en el peor de los bares. Yo no podía dejar de pensar en la familia del aludido cuando el conductor radial decía, con la misma voz con que hacía propagandas de una mueblería, que había que ver a los extremos que había llegado “el putismo desaforado de un hombre grande que llora por un bufarrón a los gritos, salen camiones de Melo para acá, esto va a ser como cuando llegó aquel crucero gay”. Abundaba además en toda clase de alusiones rocambolescas a la escena de la homosexualidad regional, sin olvidar cierto Club del Aguja y no sé qué otros antros que mentaba entre guiños de complicidad al público local, mandándoles saludos a ciertos amigos suyos y haciendo entender que algunos personajes públicos habían sido vistos en determinados lugares.

Encima, aquello se convirtió en una bola de nieve porque no fue uno solo. Intercaladas con los videos del gerente, también fueron la comidilla las producciones audiovisuales de Carlos Mendieta, un maestro de primaria que, según supe, ya había dado algunas muestras de excentricidad antes, como haberse platinado el pelo de modo muy elocuente, cosa que tuvieron a bien comentarme a guisa de antecedente para que pudiera aquilatar la calidad de la miniserie que se iba desplegando frente a la risotada inquisidora del pueblo. El primer corto era una dramatización en la que él mismo hacía el papel de alumno, de maestra, sí, maestra, con una peluca roja, y de inspector de bigotes. Aquello estaba montado de tal suerte que sólo se veía un personaje por vez, así que por lo menos se le podía acreditar el mérito de haber trabajado en la edición, aunque todo parecía recortado con una tijera sin filo. El problema era que la actuación mostraba un grado de ridículo que a mí me inspiró la compasión, pero que la gente tomó para la risa. Lo imitaban incluso. El personaje del niño era chillón y maleducado pero además se veía como una caricatura muy distorsionada de lo que es un chiquilín, como si el maestro no los conociera. Hubo una rabietita que se hizo bastante popular entre los funcionarios, que consistía en que se cruzaba de brazos, gritaba “no quiero hacer los deberes” y después berreaba de un modo absolutamente mal hecho e intolerable a los oídos. La maestra mostraba todo el tiempo tontería y desesperación y el inspector ponía cara de malo mientras amenazaba con sanciones. La verdad sea dicha, en algo estuve de acuerdo con Rodney da Silveira. La imagen que esos engendros proyectaban sobre el trabajo de esa persona como docente y por extensión de la educación en general era paupérrima. Claro que el popular presentador se encargó de decir que el maestro era “un pajero con todas las letras, un débil mental, ¿cómo va a dar clases ese hombre?, la inspección tendría que sacarlo del forro del culo”.

Empezó a generarse entre la gente, azuzada por los comentarios de este Rodney, la sensación de que los dos tipos estaban compitiendo entre sí. Dado que todos veíamos todo, ellos también debían estarse observando, midiéndose. Incluso hubo quien notó que, a partir de determinado momento, nunca ninguno publicaba dos materiales seguidos sino que se turnaban. Se sabía que, después de unos días de emitido un video, aparecía el del otro, con un esfuerzo redoblado en cuanto al guion, la puesta en escena o los efectos visuales. La idea cobró mucho grado de certeza en los comentarios cotidianos, en los que se escuchaba la expectativa por la aparición de un nuevo impacto a la modorra del pueblo. Rodney le puso palabras cuando denominó la situación “la carrera de los estúpidos”, lo cual, lejos de arredrar a los ya vistos como contendores, pareció instigarlos a asumir una pose de vanguardistas incomprendidos. Había quedado establecida una relación entre artistas y público, mutuamente cautivos, y estos hombres adoptaron aires de estrellas en sus producciones, en las que, además, hablaron de su propio trabajo, lo explicaron o se defendieron divamente de las críticas con mohínes calcados de la rica historia de la farándula televisiva y revisteril. Si lo hicieran por plata entendería, me acuerdo que dijo un funcionario con aire de desconcierto. No sabemos cómo va a terminar esto, murmuraba alguien.

El día que Rodney hizo un programa de televisión en el canal del cable donde daba cuenta de la reñida temporada de espectáculos que se estaba viviendo pudo haber sido el momento en que ambos gozaran del ápice de su fama. Es cierto que el programa fue muy mirado y después remirado en la grabación que quedó en internet, pero no menos cierto es que fue tremendamente eclipsado por la aparición impresionante de Andrea Bauzil a un nivel del todo inalcanzable para los estúpidos en carrera, cuyas luces se apagaron bajo la incandescencia de esta abogada que situó a la comarca bajo la mirada nacional. Era una profesional conocida en el pueblo, hija del tradicional doctor Ruben Bauzil, con estudio frente a la plaza y quien supiera ocupar una banca de diputado por el departamento.

En horario central, minutos después del programa en que se veía a Rodney también en un gran momento profesional informando sobre los estúpidos, Andrea Bauzil hizo su aparición en el concurso de canto que venía acaparando la audiencia del país. El formato del programa incluía una presentación de cada participante, lo que para el caso de Andrea se tradujo en una secuencia de imágenes sobre hitos de su vida. Mostraron la foto sonriente en la que ostentaba la banda de Miss Democrático 1996, se la pudo ver montando un tostado en el que todo el mundo identificó con agilidad como el campo del padre, hubo imágenes de ella integrando el coro de la Casa de la Cultura y además hablaron unas amigas que declararon acerca de la pasión lírica de la participante. La segunda etapa hacia el estrellato era la breve entrevista que los jurados hacían a cada postulante a estrella de la música. La comunidad en general, y la gente del juzgado en particular, pudo ver a una Andrea desconocida, con un entusiasmo cercano al paroxismo frente a las preguntas anodinas de la animadora y los otros semiconductores. Eso no me lo contaron, lo vi en vivo. “Nada va a detener mi pasión por el canto, nada va a detener mi pasión por el canto”, empezó a repetir, y lo hizo cinco o seis veces, con la voz cada vez más enceguecida y ejecutando ampulosos ademanes frente a la platea, estimulada a su vez por el hecho de que uno de los jurados se sumó a la arenga. Agregó que la música era su libertad, su todo y su razón de vivir, y que agradecía la oportunidad de estar ahí para sacarse de encima de una vez por todas su vida gris de abogada de pueblo. Su discurso fue seguido por aplausos fervorosos. A continuación, con arrestos de soprano, destrozó parte a parte, con un acento inglés muy propio de la ruta 8, la canción de la película Titanic. Escuché quien comentara que era probable que hubiera podido sostener a lo sumo dos o tres notas cuando el clamor popular era que no había pegado ni una. Hubo quien interpretó que su rendimiento en el tema se hizo aun peor por el mazazo que notoriamente le propinó el silencio del jurado, de caras adustas, del que no emergió, finalizada la actuación, ninguna señal de aprobación. Justo es decir que los comentarios que hicieron fueron caritativos y considerados, y nadie habría supuesto tamaña crisis de llanto de la aspirante a artista, quien, una vez que pareció recuperarse un poco de sus convulsiones, le espetó a quien quisiera escucharla que eran todos una manga de burros, sordos, hijos de puta y que en el programa estaba todo arreglado, culminado lo cual se arrancó violentamente a jirones el vestido y salió del escenario semidesnuda. El programa iba grabado, podrían haber cortado alguna parte, pero se sabe cómo venden las escenas dramáticas que, además, después circulan como un reguero de pólvora de teléfono en teléfono.

Me iba acordando de la sucesión de atentados al buen gusto mientras los remeros llegaban hasta el bulto ahorcado y flotante de Obdulio Scarone, vestido como para un casamiento, la corbata buscando independizarse como una víbora acuática. Fue mi remero que me dijo quién era. Yo hacía poco que estaba en el pueblo y tuve que recabar más datos para poder entender en toda su dimensión la figura de aquel hombre. A medida que iba preguntando, fui sabiendo que en realidad no se llamaba así sino que era un seudónimo que usaba para comentar fútbol local y nacional, que había estado en el ambiente del carnaval como letrista y murguista, que había estado en política, donde había cometido unas irregularidades muy llamativas, y que escribía unas crónicas que salían en un diario digital, algunas de las cuales leí y noté que tenía ciertas intenciones humorísticas o costumbristas en las que siempre estaba él como personaje agraciado y triunfador. Noté que las personas que lo conocían parecían destacar mucho cualidades negativas, como una marcada egolatría aliada al talento para conseguir hacerse entrevistar por radios y canales de todo el interior, la indudable capacidad para sacarse fotos con futbolistas y escritores de renombre, además de la prodigiosa reticencia a incurrir en formación o rigor intelectual o periodístico de clase alguna porque, seguro, según él era portador de un talento natural que no debía contaminarse por los mandatos culturales del centralismo capitalino ni por el peso de la cultura occidental imperialista.

Pero me dijeron que, si quería tener el compendio más acabado de la información sobre el occiso, era imprescindible la última columna de Rodney da Silveira, escuchada la cual no me queda otra que reconocer que se trató de un informe periodístico de primer nivel, detallado e inapelable. Con su estilo, por supuesto. No se privó de comentar el primer libro, Artigas de Borbón, con el que el malogrado había obtenido, justo es decirlo, unas ventas extraordinarias en todo el país jugando con la idea de que el prócer habría tenido un linaje noble. “Lo que nadie dice es que el libro ese es un recorta y pega de plagios de acá y de allá, me estuve asesorando con un catedrático de Humanidades, y tampoco comentan que copió la idea de una película mala que vio, eso sin mencionar que la historia es una cagada, es una especie de detective tomando mate con la cara de él que resuelve todo en una visita al Sauce, a donde me consta que nunca fue. Ni acción tiene, es todo especulación y recién en la página 112 de un libro de 120 pasa algo, y es un beso de esos de película”. También lo acusó de haber pagado la edición con dinero sustraído de las arcas municipales, pero ni siquiera le dio demasiada importancia al dato. Se detuvo, eso sí, en comentar el libro que había editado hacía pocos días, que se trataba de “una serie de ejercicios masturbatorios frente al espejo en que cuenta en primera persona hazañas políticas falsas, historias personales completamente inventadas y mal escritas, hasta faltas de ortografía tiene, gestas deportivas sin el más mínimo interés, como la vez que dice que pinchó una rueda en la sierra y encima lo cuenta como si hubiera cruzado el Sahara saltando en una pata”. Hizo mucho hincapié en los comentarios de la contratapa del libro, adjudicados a autores de relieve, acerca de su persona y su obra, dos de los cuales estaban muertos, “así que minga van a haber leído esta porquería, y si lo hubieran hecho no habrían puesto esto”. Fue arribando a la conclusión cuando dedicó unos minutos a comentar el último de los textos del libro, que se titulaba “Los estúpidos”. “Acá en lo que escribe el imponderable Obdulio comenta sobre los innegables sucesos de estupidez que hemos vivido en el pueblo. Es curioso cómo nos muestra detalles para nosotros hasta ahora desconocidos de los entretelones de los personajes de los que hemos venido hablando este año. Parece saber mucho. Aprovecha para tratar de estúpida a toda la población del pueblo, por supuesto, eso es algo digno de leerse, y también ataca a la figura de este servidor. Hace un intento de ficción en el que especula acerca de una inteligencia malvada que estaría detrás de estas personas desgraciadas que fueron el hazmerreír de la comunidad, dice que hubo un instigador que empujó a estas pobres almas a lanzarse a unas carreras artísticas para las cuales no estaban ni cerca de capacitadas. Cuenta que esa mente genial manipuló a un pueblo entero que estuvo pendiente de los fiascos de esta gente y que, por supuesto, se puso en un bolsillo a la prensa, es decir a quien les habla”. Y asestó el golpe final, que fue la entrevista que le realizó en vivo a Graciela Martínez, recientemente separada de Obdulio y dispuesta a salir de su silencio sumiso de treinta años al lado de ese hombre horrible. La mujer, de voz no muy fuerte pero sí muy convincente, validó todas las afirmaciones que Rodney había hecho anteriormente sobre su ex marido y agregó que recién hacía poco había cobrado conciencia de la clase de monstruo que era. Comentó que, por cosas del machismo de antes, había visto como normal ser una especie de esclava a la sombra del autoproclamado gran señor, que había sido un abusador psicológico de primer orden, además de que se había dedicado toda la vida a prácticas sexuales extrañas con gente que prefería no mencionar porque no quería salpicar porque sí y que, en realidad, no había sido nada de eso lo que la había movido a irse de ese matrimonio y a denunciar al hombre públicamente. La había motivado el dolor intenso de la pena que sentía por la gente perjudicada. Ella suponía que Obdulio Scarone había sido el provocador de las conductas vergonzosas de esas pobres personas indefensas, le había parecido percibir algo raro en cómo su esposo observaba los acontecimientos, y tuvo la prueba cuando leyó el último cuento del libro. “Leí ese nomás, fui derecho por el título, lo leí porque sospechaba, yo a él no le leía ni los mensajes del celular, escribe espantoso”.

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