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Ilustración: María Eugenia Sellanes

Zapatitos blancos

7 minutos de lectura
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Pablo Silva (Fray Bentos, 1964) es conocido, además de por su obra como narrador, por sus trabajos sobre Mario Levrero y porque ha llevado adelante varios programas radiales de difusión literaria y cultural (actualmente conduce La máquina de pensar en las radios públicas). El año pasado publicó El run run de las cosas, una serie de relatos unidos por la temática onírica y el protagonismo de diversos escritores famosos. El cuento que presentamos integra un libro inédito, Al calor de la siesta, que reúne historias en torno a niños y adolescentes que viven en el interior y sufren esa hora en la que el calor y el silencio aplastan la vida, cuando nada parece ocurrir pero, como bien se lee aquí, todo puede suceder.

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Bostecé. Nos miramos sin saber qué hacer con mi prima. Estábamos hartos de jugar a la chancha, sobre todo porque no había forma de que se respetaran las reglas. Cada vez que ella completaba la mano y gritaba “¡chancha!” yo la frenaba diciendo “pará, pará, ¿querés que te manden a tu casa y a mí me hagan acostar?”.

Seguramente fue por eso que la puerta amarilla se abrió y apareció mi madre. Traía los ojos somnolientos, el pelo revuelto y un par de arrugas de la almohada. Nos miró seria y luego cabeceó como sólo lo saben hacer las madres para expresar una verdad contundente. En este caso, “no tienen vergüenza”.

Verla así, con aquellos ojos brillosos y achinados, impresionaba bastante. Cualquier palabra sobraba, pero ella encima no decía ninguna.

Finalmente despegó los labios:

—Cámbiense. Vamos a ir a la rambla.

Decidida a sacrificarse para salvar la siesta de los otros, volvió a fulminarnos con la mirada.

—¿A esta hora? —preguntó Sandra—. ¿Para qué?

Mi madre la miró desde unos despeinados tres cuartos de perfil:

—A pasear.

Estaba claro que no admitía explicaciones. Traté de poner en mi cara el máximo disgusto posible, pero ni me miró. Sólo dijo:

—Andá a cambiarte.

Sandra, tan achicada como yo, se encogió de hombros. Fui a mi cuarto arrastrando los pies, a cambiarme las bermudas y a ponerme una camiseta para salir. (En el ropero la ropa estaba dividida en dos grupos estrictos, para salir o para andar por ahí). Mi madre me siguió de cerca. Pensé que era por desconfianza pero me equivoqué. Cuando empecé a calzarme las sandalias dijo:

—No, eso no. Los blancos. Ponete los blancos.

Al principio no entendí bien. Luego me negué a entender. Por último, no tuve más remedio que ceder. Quería que estrenara los zapatitos blancos. Alguien, seguramente algún enfermo de la cabeza, me los había regalado con la ilusión de que fuera a algún bautismo o tal vez a una comunión. La verdad que no sé, nunca entendí por qué alguien querría hacerle algo así a un niño.

—Fa... pero no tengo medias.

No sería la gran excusa, pero ¿no era que había que salir bien vestido?

Mi madre ni se inmutó. Abrió la puerta del ropero y me tiró por la cabeza un manojo de algo que me rebotó sin ruido en la frente.

—Regalo de la tía. Ponételas.

Eran medias. Blancas. Uf. Suspiré contrariado. Ella no se movió del umbral. Miré los zapatos. Eran iguales a tantos otros. Tenían cordones, lengüeta, una puntera blanca, lisa y brillante, y unos agujeritos con reborde blanco para pasar los cordones. A cada costado había unos agujeritos más chiquitos; parecía que los hubiera picoteado una gallina curiosa. La ocurrencia me hizo gracia y pensé que después de todo, no eran tan feos. El problema era el color. ¡Blancos! Y encima, como eran nuevos, parecían blanquísimos. Y las medias... Dios mío, qué blancura. Hice de tripas corazón y me las puse. Miré a mi madre, que asintió con dureza, y me calcé los zapatos. Para qué... Me paré y los miré. Horrible. Luego caminé hasta el ropero para estudiarme en el espejo. La suela era acolchonada y se sentían raros, era como caminar en la luna. Miré las piernas largas y flacas, terminadas en aquellos tobillos de garza. Recorrí el cuarto. Los zapatos eran terriblemente cómodos.

—Te quedan como un guante —dijo y desapareció en el acto.

Imaginé que a lo mejor había ido a buscar el auto. Lo teníamos estacionado en un taller mecánico que había enfrente porque los árboles de la cuadra más que flacos eran raquíticos y si lo dejábamos ahí después no se podía entrar por el calor.

Volví al comedor a preguntarle a Sandra si aquellas patas de garza no eran demasiado ridículas, pero ya no estaba. Me esperaban afuera con mi madre, en el auto. Subí atrás y nos miramos en silencio. No pareció demasiado horrorizada, o por lo menos lo disimulaba muy bien, cosa que agradecí. Mi madre arrancó el auto, que avanzó lento, sin apuro, traqueteando la subida. De pronto, sin que viniera a cuento, anunció que íbamos a pasar por la casa de la tía, a buscar mate y termo.

—Pero eso... mejor después —agregó y la mirada pensativa, enfocada en la calle, se le vació de luz. Yo conocía bien ese gesto: estaba pensando en cualquier cosa menos en lo que decía. Seguro que ni siquiera tenía en cuenta el volante; el auto avanzaba de memoria. Por suerte no había tránsito. De pronto despertó y dijo:

—No, mejor vamos antes de ir a la rambla.

Giró en redondo y fuimos a buscar a la tía. Sobre todo cuando estaba con nosotros, acostumbraba a pensar en voz alta. Frente a eso sabíamos que no había que abrir la boca, y mucho menos mirarla fijo.

Fuimos a la panadería, a comprar bizcochos. Todo lentamente, sin apuro. No había nadie para ver que íbamos a paso de tortuga.

En la rambla por suerte no sólo había un poco de sombra —sauces llorones a la orilla del río—, sino que hasta soplaba una brisa.

—No corran —dijo después de sentarse con la tía en uno de los bancos.

Por supuesto que salimos a la carrera, como ya habíamos acordado en el auto. Corrimos por el reborde de cemento; Sandra me sacó ventaja y terminó ganando cuando tocó el árbol, doblada por el sofoco. Yo protesté que no estaba claro hasta qué árbol corríamos, pero ella sonrió y siguió tomando aire antes de contestarme. Cuando alcanzó el mínimo de oxígeno retrucó que claro que valía y que el desempate sería hasta allá. Señaló el banco donde estaban sentadas nuestras madres; no había terminado de decirlo cuando salió disparada a toda velocidad. Otra vez la corrí de atrás, achinando los ojos y levantando las rodillas al máximo, pero volví a quedar segundo. Las dos nos retaron, dijeron que hacía calor y que no teníamos por qué correr tan cerca del reborde. Mi tía nos alcanzó la bolsa para que eligiéramos un bizcocho. Nos sentamos en la punta del banco. Con la boca llena de croissant, Sandra me dijo al oído:

—¿Y si corremos hasta el Rotary?

El Rotary era un símbolo de piedra rosada que estaba allá abajo, en la curva de la rambla, como a una cuadra de la escalerita —una escalera de pórtland que se hundía en el agua—. La miré sin decir nada, pensando que era un año más grande y calculando que por eso tenía más resistencia que yo. La distancia era grande. Parecía difícil ganar, pero como la vida es riesgo, pregunté a mi madre:

—¿Podemos bajar a los pastos? Prometo que no vamos a ir por el borde del agua.

Cabeceó dándonos permiso y allá fuimos, eso sí, aparentando mucha calma.

Había árboles, sombra y mesas redondas de cemento, vacías, cada una con bancos curvados alrededor, también de cemento. Cuando pisé el pasto salí disparando y grité:

—¡Hasta la Toma!

Sandra me corrió como una loca. La Toma, un antiguo caño que se metía en el río, estaba mucho más cerca que el Rotary. No iba a tener problemas con la resistencia. Las sombras de los árboles y la luz del sol se cortaban unas a otras y lo único que se oía era la carrera en el pasto, cerca del reborde. Noté que me iba alcanzando y pensé que podía acortar la curva si atravesaba en línea recta los pastos más altos. Mi prima gritó “eso no vale” pero ya era tarde, le había sacado una gran ventaja entre los yuyos. Aunque las ramitas y las espinas me arañaban las piernas, la sensación de la próxima victoria me daba alas en los pies. Sentí una energía agrandándome el pecho y las pisadas se hicieron más grandes... y de repente no sentí más nada. Todo se volvió negro y luego verde, húmedo y pinchudo, mojándome la cara. Abrí los ojos y sentí la mejilla picante: me costó darme cuenta de que había caído entre los yuyos. Me levanté como un resorte, aturdido, pero impulsado por el pensamiento de ganar a cualquier precio. Sandra hizo algo raro: se quedó congelada. Después se tapó la boca y señaló:

—¡El zapato! ¡Mirate el zapato!

Entonces lo vi. Estaba mojado pero había cambiado de color: estaba rojo. Toda la pierna estaba roja, incluida la media. La miré sin comprender. Sandra señaló la fuente de sangre que tenía debajo de la rodilla: chorreaba como si fuera una jarra inclinada.

—¿Qué pasó? —dijo mi madre y luego pegó un grito.

No dijo nada, sólo eso. Gritó. Mi tía se agarró la cabeza y bajaron corriendo. Pensé que me iban a castigar por la carrera, y porque la herida, gruesa como un dedo, seguía empapando el zapato. Cuando llegaron tartamudeé algo que me da mucha vergüenza recordar: “Sandra me empujó”.

—Debe haber un vidrio por allá —dije y señalé los pastos como para cambiar de tema, pero mi madre me agarró la mano y me cinchó como una loca. Sentí el tirón y volé detrás de ella. Igual alcancé a ver cómo Sandra sacaba de entre los yuyos algo redondo y blanquecino. Era un hueso, tipo caracú, redondo y agujereado, partido al medio.

Mientras volaba pensé que aquello parecía una película. Era como ver todo desde lejos, mi madre corriendo cada vez más rápido, mi tía y Sandra detrás. A mí no me dolía nada, salvo el brazo del que me tironeaban. En un santiamén subimos al auto. La tía se sentó atrás con su hija. En ese instante comprendí que si me dejaban ir adelante la cosa iba en serio. Muy en serio. Mi madre arrancó el auto, que salió a los empujones, como si tosiera violentamente, rumbo al sanatorio. Mientras me agarraba del asiento y zigzagueábamos por la avenida volví a mirarme el pie. Estaba totalmente rojo, pero ahora había una mancha que crecía alrededor de la suela. Era asombroso cómo media y zapato seguían recibiendo aquella cascada imparable de sangre, que volvía todo cada vez más rojo y brillante, hasta alcanzar la perfección. Fascinado por el hecho de ser el centro de atención de todos sin que me doliera nada, pensé varias cosas: que era imposible que no se ensuciara el auto, porque la mancha seguía oscureciendo el piso de goma negra, y que eso no iba a gustarle nada a papá; que era increíble —pero realmente increíble— que aquel enchastre me brotara de la pierna sin que me doliera nada —algo que, por otra parte, me hacía sentir muy valiente— y que era seguro que nunca, pero nunca más en la vida iban a volver a ponerme aquellos zapatitos blancos.

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