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Campo de refugiados de Esmara, en Tinduf, Argelia.

Foto: Rogério Ferrari

Arena en los ojos

23 minutos de lectura
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Difícil de encontrar en los titulares, la causa de la soberanía de los saharauis —primero colonizados por España, luego asediados desde Marruecos— ha atravesado seis décadas de ocupación, exilio, cárcel y torturas. En 2008, Ana Fornaro recorrió el Sahara Occidental junto al fotógrafo Rogério Ferrari y recogió testimonios de miembros del movimiento independentista. Trece años después volvió a contactarlos: la lucha continúa.

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Editar

Es normal.

Autos sin placas que nos siguen. Policías de civil frente a nuestros parajes. Que nos paren fuerzas de seguridad en la mitad de la calle, que pregunten dónde vamos, qué estamos haciendo. Que sólo podamos entrevistar a militantes en sus casas después de las doce de la noche, cuando el control cesa un poco. Que tengamos que guardarnos las notas —yo— y los rollos de fotos —Rogério— debajo de nuestra ropa para volver al hotel. Que demos vueltas en círculos para despistar a la Policía. Que vivamos una persecución en un mercado como una película de espías, entrando y saliendo de tiendas intentando no mirar atrás. No poder dormir una noche porque desde la habitación de al lado nos golpean la pared. ¿Quién golpea la pared?

Viajar en auto escondidos hasta llegar a un pueblo donde vive otro de los entrevistados. Funcionarios de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) instalados como reyes en zonas de conflicto miran con sus lentes Rayban desde las camionetas sin hacer nada. Testimonios de torturas, años de desaparición, familias separadas, violaciones en las cárceles, segregación, desprecio cultural y resistencia. Que mejor no avisar a Reporteros Sin Fronteras porque nos van a denunciar con el gobierno de Marruecos.

Es normal. Eso nos responde Naama. Cuando dice “normal”, unas diez veces al día, Naama Asfri sonríe. De alguna manera, su sonrisa me tranquiliza. A Rogério no. Rogério está preocupado. Yo le digo: “Dice Naama que es normal”. Rogério me responde que no es normal estar tan expuestos.

Naama es nuestro primer contacto saharaui en Marruecos, un militante joven y fervoroso del Frente Polisario que nos irá guiando a lo largo del viaje. Naama habla hassanía —la variante del árabe magrebí que hablan los saharauis— y francés. Yo hablo con Naama en francés, Rogério entiende pero me habla en portuñol y me pide que le traduzca, Naama a su vez traduce lo que decimos a su gente en hassanía. La comunicación es por etapas, pero funciona.

Para Naama la independencia del Sahara Occidental del yugo marroquí es la razón de su vida. Pero no siempre fue así. Su padre es un exdetenido desaparecido y él, si bien vivió bajo la sombra del terrorismo de Estado, empezó su activismo hace un par de años, cuando volvió de Francia, donde estudió Derecho. Tiene esposa, tiene padres, a quien conoceremos en nuestra primera noche en Tan-Tan, una ciudad al sur de Marruecos.

Llegamos allí desde Agadir por tierra, viajamos en ómnibus durante medio día. Agadir es una ciudad balnearia conocida por el turismo sexual europeo. Nuestra llegada allí fue táctica: necesitábamos disimular los primeros días y desde allí ir bajando a la región del Sahara Occidental. El disimulo consistía en decir en los check-points que Rogério era antropólogo (lo es, además de fotógrafo) y que yo era maestra (no lo soy), que estábamos casados (no lo estábamos ni lo estamos) y de luna de miel. Lo que no podíamos decir era que estábamos allí para hacer un reportaje sobre los saharauis que viven en una zona ocupada bajo un estado policial. Yo viajaba con mi pasaporte italiano y tengo pinta de alemana y Rogério viajaba con su pasaporte brasileño, aunque podría ser magrebí perfectamente. Nuestra ficción absurda y voluntad de pasar desapercibidos no funcionaron para nada: llamábamos mucho la atención, y eso fue lo primero que nos dijo Naama cuando nos buscó en Tan-Tan para llevarnos a la casa de su familia. Se rio con nuestro cuento:

—La Policía sabe que están acá. A mí me tienen vigilado, así que ahora a ustedes también. Hay que andar con cuidado.

Campo de refugiados de Esmara, en Tinduf, Argelia.

Foto: Rogério Ferrari

Naama no andaba con mucho cuidado. Tiene un anillo con la bandera del Sahara Occidental, y cada vez que podía se lo restregaba a la policía. Se amparaba en la ley diciendo que no lo podían detener por llevar un símbolo.

Esa primera noche, en la casa de sus padres, cenamos muy tarde y nos quedamos conversando en la terraza mientras mirábamos un partido de fútbol. Llegamos en pleno ramadán, el mes islámico de ayuno y oración, y hasta la caída del sol nadie comía, ni vendía comida, ni nada. Estábamos muertos de hambre y la cena fue un festín de panes, aceite de oliva, huevos duros y pescado frito. Rogério es un bahiano atípico al que no le gusta el pescado, entonces me pasaba su comida con disimulo para no despreciar la invitación. Yo me la fui comiendo hasta que no pude más.

Dormimos en una pieza en el piso, sobre unas alfombras junto a Naama y algunos familiares que nos sonreían sin hablar. Al día siguiente entraríamos, finalmente, en territorio del Sahara Occidental.

La lucha

Una manera de contar sobre el Sahara Occidental, una región de 270.000 kilómetros cuadrados que limita con Marruecos (norte), Argelia (nordeste) y Mauritania (sur), es a partir de los procesos de colonización y descolonización europeos en África. Otra manera es a partir de su pueblo: trashumantes de origen bereber, quienes funcionaban mediante un sistema de castas. Durante varios siglos, España, su colonizadora, los dejó bastante a su aire; incluso, a partir del siglo XIX las cuatro confederaciones saharauis, integradas por decenas de tribus, tuvieron control de sus medios de producción y de comercio. Pero todo se complicó cuando en la zona de El Aaiún (la ciudad más importante de la región) descubrieron yacimientos de fosfato en la década de 1960 y la perspectiva de encontrar petróleo volvió ambiciosas a las potencias. La ONU instó a España a dar información sobre el territorio y poner fin a la colonia. España no obedeció, y en ese tiempo el pueblo saharaui se organizó políticamente bajo el partido Frente Polisario y proclamó la República Árabe Democrática Saharaui (RASD), hoy reconocida por 85 países. En 1975, aprovechando la decadencia de la dictadura franquista, Marruecos emprendió la ocupación, conocida como Marcha Verde, y, a fuerza de napalm y bombardeos a civiles, avanzó sobre el territorio de la entonces llamada Provincia 53 española. España terminó negociando el territorio con Marruecos, Estados Unidos y el beneplácito de Francia, dejando trunco el proceso de descolonización.

Rogerio y Ana durante el viaje de Tan-Tan a Esmara.

Foto: Naama Asfri

La organización del movimiento de liberación nacional trajo aparejada una revolución cultural. Se dejaron atrás la organización tribal y las castas. Se abolió la esclavitud, se alfabetizó al pueblo y se luchó contra la sujeción patriarcal. El rol de las mujeres cambió mucho. Dejaron de obedecer las leyes islámicas que las sometían al matrimonio a partir de los 14 años, y además cumplieron un papel clave en la organización de los campos de los refugiados. También se unieron a las protestas en las calles de las ciudades ocupadas. Formaron células clandestinas revolucionarias, conocieron la cárcel, la tortura y la desaparición. En 1974 se creó la Unión Nacional de Mujeres Saharauis, que celebró su primer congreso un año después.

El primer conflicto armado entre Marruecos y el ejército saharaui duró desde 1975 hasta 1991. El Frente Polisario acordó un alto el fuego porque la ONU prometió un referéndum para que el pueblo saharaui decidiera sobre su autonomía. Ese referéndum nunca se celebró. Los marroquíes, junto con Francia —su excolonizador y hoy protector— y otras potencias mundiales, hicieron que la balanza de la geopolítica siempre estuviera a favor de Rabat. Desde 1980, el “muro de la vergüenza” separa los territorios ocupados de la “zona liberada”, sede de la RASD y donde está instalado el ejército saharaui. Este muro de hasta cuatro metros de altura, construido por Marruecos y financiado por Francia, Estados Unidos y Arabia Saudita, se extiende a lo largo de 2.700 kilómetros y está cercado por siete millones de minas: es la zona minada más grande del mundo.

Se estima que en total hay un millón de saharauis. Pero los censos son difíciles, porque desde la mitad del siglo XX viven en diáspora. Están quienes, como Naama, viven en Marruecos, quienes migraron a España, quienes malviven en los territorios ocupados y quienes armaron comunidad en los campamentos de refugiados en Tinduf, Argelia, su gran aliado. Allí ya nacieron y crecieron dos generaciones a la espera de algún día poder volver o conocer un país propio. Para ellos, ir a los territorios ocupados tampoco tiene sentido: allí se vive bajo un régimen militar, como ciudadanos de quinta categoría, sin acceso a trabajos, en cinturones de pobreza. Cada tanto se rebelan en las calles en manifestaciones pequeñas, sistemáticamente reprimidas por la Policía. Las marcas de los golpes quedan en el cuerpo y en fotografías que comparten en las redes sociales y correos con otros militantes del Frente Polisario, con compañeros de otros países, con relatores de derechos humanos, con documentalistas europeos, con periodistas uruguayas, con fotógrafos brasileños.

Fuente: producción propia.

De esa forma, con gestos cotidianos y a la espera de una resolución diplomática, resistieron durante dos décadas. Hasta 2020, el año que lo cambió todo.

Brumas

Para ser honesta, hasta semanas antes de llegar yo no sabía muy bien qué era el Sahara Occidental. Me sonaba lo de la lucha independentista, pero me parecía que era algo de hacía tiempo y allá lejos. Como la guerra de Argelia, el Mayo del 68, los últimos vestigios de descolonización: algo que había estudiado en el liceo y después en la facultad.

En esa época Rogério me tomaba el pelo con la academia. “Ay, madame Foucault”, me decía. O “Vive la deconstrucción”, me escribía, en unos mails siempre misteriosos. Rogério escribe en una lengua inventada, como si fuera una bruma. A veces es tan poético que no le entiendo nada. Pero siempre nos captamos. En los tiempos en que me chicaneaba con Foucault y Derrida yo estaba viviendo en Francia, terminando una maestría en literatura comparada con un tutor especialista en teoría decolonial. Tuve varios seminarios sobre poscolonialismo, literatura fronteriza, exotismo y representación del otro en la literatura europea. Pero en ninguno de ellos había escuchado ni leído sobre el Sahara Occidental. No es casual: en el mapa mundial es una colonia olvidada, y en el mapa francés, un tema a evitar. Entonces, cuando mi amigo me escribió desde Brasil para decirme “estoy yendo a documentar la resistencia saharaui, ¿querés venir?”, yo googleé “sahara occidental, saharaui” y a los cinco minutos le respondí el mail diciéndole “sí, vamos”.

Primero tenía que defender mi tesis: estaba pautada para principios de setiembre. Había otro detalle: tenía pasaje de vuelta a Uruguay a fines de octubre. Estaba a punto de terminar una estadía de tres años afuera y emprender el gran retorno a mi patria y todavía no había preparado la defensa ni desmontado mi casa, ni me había despedido de mis amigos, ni pensado en los múltiples sentidos que tenía el cierre de esa etapa. Pero me pareció que viajar con Rogério para recoger testimonios de la lucha saharaui por su independencia de Marruecos en medio de uno de los conflictos más invisibilizados del mundo, en el que se persigue y encarcela a periodistas, defensores de los derechos humanos y, por supuesto, militantes políticos, era una buena idea.

Territorio liberado de Tifarif, Sahara Occidental.

Foto: Rogério Ferrari

Mejor dicho, una gran idea. Era 2008, recién había cumplido 25 años y llevaba siete en la universidad diciendo que quería ser periodista.

Rogério es Rogério Ferrari, un fotógrafo y antropólogo brasileño, quien de jovencito era tan comunista que lo becaron para formarse como cuadro político en la República Democrática Alemana. Iba a quedarse un año, pero justo cayó el muro. Años después se fue a Chiapas, donde vivió dos años con los zapatistas. Después de cruzar América Latina en moto, a lo Che Guevara, volvió a instalarse en Brasil y militó una década con el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra. Como fotógrafo, una lucha lo llevó a otra. Retrató la resistencia palestina, la del pueblo kurdo, la de los saharauis, la de los gitanos en Brasil y, hasta hace muy poco, la del pueblo guaraní en la Triple Frontera. Ha dedicado prácticamente toda su vida a documentar la resistencia de pueblos sin nación. Todos los viajes los hizo de forma autogestionada. Cuando nos conocimos, en un Foro Social Mundial celebrado en Porto Alegre, él estaba presentando su libro sobre Palestina. Yo me había escapado del tercer taller del día sobre salud sexual y reproductiva —había viajado con una organización feminista, donde militaba— y todo ese foro me parecía una Disneylandia de los buenos, y estaba desencantada y quería volverme a casa. Tenía 21 años.

Mientras me perdía en ese mar de medio millón de personas, me metí en un stand de Palestina y quedé prendada a unas fotos en blanco y negro. Me quedé mirando a esas personas de papel. Ojos intensos, pañuelos, movimiento. Expresiones desgarradas y sonrisas luminosas. Niños con piedras en las manos. Nunca había visto fotos como esas.

—¿Te gustan? —alguien me preguntó en portugués.

—¿Qué? —respondí en español.

Y así nos conocimos con Rogério.

El desierto

Al día siguiente del pescado frito en la terraza y el partido de fútbol, atravesamos el desierto con Naama. Su misión era llevarnos con Sukaina Galtate Zamuer, una militante exdetenida desaparecida, emblema de la lucha y la resistencia saharauis. Viajamos desde Tan-Tan hasta Esmara, ciudad ocupada al noreste del Sahara Occidental. Apenas salimos de Tan-Tan nos paró la policía. Nos dejaron pasar, pero nos siguieron durante todo el trayecto.

No sé describir el desierto. Sólo puedo nombrar el silencio. Una quietud parecida a una calle vacía después de una nevada. En Uruguay no existen la nieve ni el desierto. Aunque sí el viento. En el desierto también hay viento. Un viento caliente que levanta arena para tirarla a los ojos. Durante las horas que viajamos en el auto con Naama paramos varias veces para estirar las piernas, mirar camellos y tratar de entorpecer la vigilancia policial. También nos sacamos fotos.

Naama y Ana con camellos.

Rogério y Naama con camellos.

Ana, Rogério y los camellos.

En una de esas paradas, llamó mi madre.

Rogério y yo teníamos un celular con un chip marroquí. Ese número se lo habíamos pasado a nuestras familias y amigos en Francia, Uruguay y Brasil para que nos fueran monitoreando. Habíamos avisado a las embajadas de Brasil y de Italia por si pasaba algo. “Algo” podía ser cualquier cosa. Entonces mi madre nos llamaba casi todos los días, mientras desde Montevideo googleaba las coordenadas que le dábamos.

—Ana, ¿dónde están?

—En el desierto.

—Qué divino.

—Estamos por llegar a Esmara.

—Te llamo mañana.

Sukaina

Llegamos a Esmara entrada la tarde. Sukaina nos esperaba en su casa con su familia: hijas, yernos, sus nietas adolescentes. Viven todos juntos en esa casa de adobe y estaban preparando un festín para recibirnos. Nos saludamos en silencio y mediante gestos, porque allí sólo hablan hassanía. Fecu, un militante que todavía guarda la lengua de los colonizadores, hizo de intérprete los tres días de nuestra estadía y se preocupó de no dejarnos solos en ningún momento. La casa, como muchas de las casas de saharauis, no tiene casi muebles. Tampoco hay agua corriente. Son habitaciones cubiertas de alfombras y almohadones en el piso. En el piso hicimos todo: comimos, conversamos, dormimos. Hay una ventana que da a la calle de tierra. Del otro lado de la calle, un auto policial estacionado. Ese coche vigila las 24 horas la casa de Sukaina. Registran sus movimientos y los de su familia. Pero Sukaina, desde que fue liberada de prisión, en 1991, casi no sale de su casa. Recibe y contiene a militantes jóvenes. Nació en 1957, pero parece mayor. Guarda silencio y mira a los ojos cuando habla. Dos días después de nuestra llegada, empezó a contarnos su historia. “La memoria son piedras y heridas abiertas”, dice Sukaina. También dice que no sabe por dónde empezar.

Territorio liberado de Tifarif, Sahara Occidental.

Foto: Rogério Ferrari

—Provengo de una familia nómade. Así crecí, con cuatro hermanas y cinco hermanos. A los 14 años me casé y me fui con mi marido a fundar mi propia familia. Era la época de la colonización española y nos instalamos en las afueras de Esmara. En esos tiempos, era una ciudad muy pequeña, casi un pueblo, y nosotros vivíamos sin tener casi contacto con la cultura española. Mi padre siempre rechazó la cultura española. Aunque no tenía una conciencia política, siempre consideró a España un invasor. Los años en Esmara fueron tranquilos, sin violencia. En 1973 nos trasladamos con mi marido a El Aaiún. La conciencia política comienza a tocar a todo el pueblo a partir de la primera desaparición, en 1970, de Mohamed Basiri, precursor de la lucha independista. De 1973 a 1975, los marroquíes, los españoles y los mauritanos comienzan la persecución al Frente Polisario. La invasión marroquí era casi inimaginable. Ahí comenzó la época del terror.

Cuando le preguntamos a Sukaina por qué no se exilió, como varios de sus compañeros, nos explica que el Frente Polisario no tenía los medios para sacarlos a todos. Las mujeres se quedaron solas cuando sus maridos fueron a combatir. La época de las desapariciones sistemáticas comenzó en 1976. Las autoridades marroquíes arrasaban con todos los campamentos nómades. En enero de 1976 se habían llevado a todos los hombres mayores de 12 años. Se los llevaron en camiones. Quemaron las carpas y las pertenencias. A algunos los confinaban de a 20 familias por casa. Desde antes de mudarse a El Aaiún, Sukaina estaba en contacto con los militantes.

—Cuando me arrestaron tenía 23 años y vivía con mi marido y mis cuatro hijos. Fue el 15 de enero de 1981. Me arrestaron a la una de la mañana en mi casa. Durante ese mes arrestaron a 70 personas. Tenía una bebé de cinco meses y mi hijo mayor tenía seis años. Cuando me llevaron ni siquiera dejaron que me vistiera, me pusieron una venda en los ojos. Mi bebé falleció cinco meses después. Luego del secuestro, me llevaron al cuartel de Pisisimi, ahí estuve un mes con 72 personas. Luego me trasladaron en un avión militar a Casablanca. En Casablanca estuve con los ojos vendados durante un mes y sin cambiarme de ropa. Me tenían aislada, sin ningún contacto con los otros detenidos. Los interrogatorios se realizaban bajo tortura. Me golpeaban todos los días. Estuve siete meses en Casablanca. En esos meses compartí la celda con diez mujeres más. Luego de esa época empecé a tener hemorragias internas. Tenía problemas con la leche que todavía tenía en mis pechos y no tenía nada para taparme. Pasé casi dos meses en el hospital, porque estaba grave. En julio de 1981 me sacaron de Casablanca y me llevaron a una prisión secreta, donde pasé 11 años. Ahí presencié el horror, vi cuando una de mis compañeras era azotada mientras daba a la luz a su hijo. La manera de sobrevivir la ausencia de tiempo era contando los días. Pero nunca perdí la esperanza.

En la prisión clandestina, el grupo de los primeros militantes de 1976 se encontró con los de 1982. Ahí conoció al padre de Naama. En 1989, tras el primer acercamiento entre el Frente Polisario y el gobierno marroquí, comenzaron a mejorar un poco las condiciones carcelarias. En 1991 se declaró un alto el fuego y se instalaron en la región los cascos azules de la ONU. Esos mismos que vemos acomodados en sus camionetas, frente a hoteles de varias estrellas, en las esquinas de Esmara y El Aaiún.

Campo de refugiados de Esmara, en Tinduf, Argelia.

Foto: Rogério Ferrari

—El día que me liberaron, en 1991, éramos 37 mujeres. Muchos de mis compañeros habían muerto y otros fueron arrestados otra vez en Esmara. Cuando salí de la cárcel me enteré de que no estaba más casada. El gobierno marroquí había exigido a muchos de nuestros maridos que se divorciaran. Eso fue de lo más duro que tuve que vivir. Me encontré sin marido y sin hijos: ellos vivían con mi marido. Todo había cambiado. Hoy me sigue asediando la Policía. Pero para seguir un largo camino no podemos detenernos en los obstáculos. Es mi fe la que me da fuerza. Los saharauis somos fuertes, determinados y valientes. Ni la pobreza ni las necesidades deben hacernos cambiar el camino. Y las mujeres saharauis siempre hemos ocupado un rol central en esta lucha.

Ser libres sin dignidad no tiene sentido. Eso también dice Sukaina sobre el final de su testimonio. Conversamos durante días, de forma intermitente. Cuando caía la tarde y se daban las condiciones en la casa, ella empezaba a hablar, rodeada de sus nietas, que también la escuchaban atentamente. “Ser libres sin dignidad”. Esa frase la dijo por los hijos de sus hijos. Aunque muchas jóvenes forman parte de la intifada saharaui, el miedo de los militantes históricos es el desgaste generacional. Que la resistencia termine por cansar a las nuevas generaciones. Que prefieran la vida de migrante en Europa, o de asimilado marroquí, a la de honrar su cultura y sus tradiciones en la lucha por su autodeterminación. Libertad y dignidad.

Silencios

Cuando fotografía, Rogério se vuelve parte del entorno. Maneja la cámara con respeto, consciente de sus implicancias. Y no invade, no insiste, casi no interviene. Rogério le hizo fotos a Sukaina y su familia. También a varias militantes adolescentes que entrevistamos en Esmara. Esas fotos no están. Quedaron allá, en los rollos que no pudimos llevar a Francia por miedo a que fueran confiscados en los check-points. La idea también era documentar la ciudad, las pintadas, los barrios derruidos, las manifestaciones pacíficas con banderas. Tampoco están esas fotos. En los días que pasamos en Esmara y El Aaiún, la Policía nos acosaba cada vez que salíamos de una casa o del hotel. Caminábamos y a pocos metros teníamos un auto que nos seguía. Cuando intentábamos sacar una foto, nos gritaban. Prohibido sacar fotos. Las fotos que tenemos en esas ciudades son de mi cámara turística de maestra italiana.

Antes de nuestro viaje, Rogério se había acercado a la sede parisina de Reporteros Sin Fronteras. Lo atendieron en un mostrador, donde contó la situación. Iríamos a territorios ocupados del Sahara Occidental y queríamos avisar a una organización internacional para tener respaldo. Allí lo derivaron a la encargada de África del Norte. La mujer, casualmente, era marroquí. Le pidió sus datos. Le preguntó qué íbamos a hacer. Rogério le contestó y ella quedó en contactarse. Nunca lo hizo.

Rogério había estado en los campos de refugiados de Argelia y en la zona liberada del otro lado del Muro de la Vergüenza. Allí conoció la otra parte de la resistencia: al ejército de liberación saharaui y a las familias desplazadas. Esos lugares sí pudo documentarlos y son los que aparecen en su libro Saharauis.

Rogério es callado. Puede permanecer horas en silencio. Así hicimos parte del viaje, hablando poco. Estaban pasando demasiadas cosas y las palabras eran muletas incómodas, artificiales. Yo directamente no tenía referencias. Lo que estaba mirando y sintiendo era tan diferente a todo lo vivido, que incluso mi narradora interior se quedó muda. Me cuesta describirlo, como al desierto. Pero en medio de ese peligro latente, de la escucha atenta, de personas que nos abrieron sus casas y sus vidas, de las calles sitiadas y los cascos azules inoperantes, hubo algo adentro de mí que se calló.

Campo de refugiados de Esmara, en Tinduf, Argelia.

Foto: Rogério Ferrari

Los días eran cada vez más tensos. En El Aaiún estábamos solos y movernos era difícil. Al ser la capital del Sahara Occidental, es la ciudad más militarizada y donde los saharauis son más perseguidos. Está a 30 kilómetros del mar, tiene un centro con una plaza central terracota, y los hoteles occidentales para los cascos azules conviven con los asentamientos donde están hacinados los saharauis.

Durante el día vagamos por las calles sin mucho para hacer. Entre el ramadán y la Policía no teníamos muchas opciones. Una noche tuvimos que esperar hasta la madrugada para salir del hotel. Un coche policial nos custodió hasta la una de la mañana. Íbamos a conocer a una exdetenida desaparecida para recoger su testimonio. Cuando nos subimos al taxi y le dijimos la dirección, el chofer nos dijo que sí pero nos hizo bajar a mitad de camino. Cerca, rondaba un patrullero. “Nos entregó”, me dijo Rogério mientras caminábamos por una calle oscura. Finalmente llegamos a la casa de la mujer. Allí nos esperaban varios militantes. Tomamos notas y sacamos fotos. Pero ese material no volvió con nosotros. Como el auto policial —sin matrícula— rondaba, nos aconsejaron que dejáramos todo ahí. “Váyanse de El Aaiún cuanto antes”, nos dijeron. “Vayan a lo de Brahim Sabbar”.

Brahim

Cuando el sueño se rompe
mi corazón explota con vuestra inspiración,
mi país.
Oh, mi país, de vuestra inspiración
cuando los muros,
las rejas
avivan mi pena,
cuando las celdas estrechas,
ahí donde los muros encierran mi tristeza
la memoria me interroga o viaja para liberarse de la angustia.
Pero permanezco como una roca,
una piedra.
Qué ansiedad.
Detesto este viaje de recuerdos
porque causa dolor.

Brahim Sabbar recita el poema en hassanía y lo traduce al francés para nosotros. Lo escribió en la “cárcel negra” de El Aaiún, de donde acaba de ser liberado, tras dos años de encierro y una huelga de hambre. No fue su primera vez. Brahim es el secretario general de la Asociación Saharaui de Víctimas de Graves Violaciones de los Derechos Humanos y un activista conocido internacionalmente. El gobierno marroquí lo secuestró en 1979 y estuvo detenido y desaparecido hasta 1991. Desde entonces se convirtió en un referente de la lucha saharaui y creó su organización, proscrita por el gobierno de Marruecos. Entre verso y verso del poema, Brahim hace silencio. Estamos tomando el fresco a media tarde, sentados sobre una alfombra en un patio del predio de casas de adobe donde vive junto a su esposa y sus tres hijos, su hermano divorciado y su amigo de toda la vida Sadyk, instalado también con su familia. El hogar de Brahim queda en las afueras de Lagsabi, un pueblito en la provincia de Guelmim, en la ruta de la Playa Blanca, una franja de costa que se extiende hasta Agadir, la primera ciudad donde aterrizamos. Para llegar hasta allí viajamos durante cinco horas en un taxi colectivo desde El Aaiún hacia el norte. Estábamos agotados y ese lugar, donde se presiente el mar y se vive con cierta paz, fue un oasis. Por primera vez en una semana, nos sentimos tranquilos.

—Tampoco se relajen mucho. Antes de que llegaran pasó un auto de la Policía preguntando si estábamos alojando a un brasileño y una italiana. Fingimos demencia.

Quien habla es Sadyk, amigo de la juventud de Brahim y con quien compartieron la década de horror en las cárceles clandestinas. Son como hermanos y no pueden ser más diferentes. Brahim es alto e imponente. De gestos pausados y vestido con darrah (túnica tradicional saharaui blanca y dorada), parece un rey del desierto. Sadyk es petiso, gracioso y se viste con ropa occidental. Fue el creador del grupo de teatro en la cárcel. Los dos tienen mucho sentido de la ironía y desde ahí conectamos enseguida. Suele decirse que el humor es cultural, pero en nuestro encuentro quedó claro que tiene que ver más con una sensibilidad que con códigos sociales. Brahim y su familia, Sadyk y su familia, Rogério y yo venimos de mundos e historias disímiles, pero por algún motivo misterioso fue como si nos conociéramos de antes.

Campo de refugiados de Esmara, en Tinduf, Argelia.

Foto: Rogério Ferrari

Durante los días que pasamos allí, cocinamos y compartimos con las mujeres —comen separadamente, siguiendo la tradición musulmana—, jugamos con sus hijos y conversamos hasta entrada la madrugada. Son días de mucho calor y la rutina es tranquila. Brahim y Sadyk se transformaron en traductores de la cultura saharaui. Hablamos de religión —muchos de ellos son ateos, o musulmanes sui géneris—, de literatura, de historia y, por supuesto, de política. Comparan lo que vive el pueblo saharaui con las dictaduras latinoamericanas.

—Cuando salí de la cárcel mi familia me daba por muerto. Mi madre había perdido el habla. Mi padre estaba muy flaco. Yo estaba en estado de shock y durante un tiempo me la pasé viajando para sacudirme los recuerdos de encima. Estaba roto por dentro. Las torturas físicas y psicológicas, escuchar a mis compañeros gritar y morir. Me sentía como un extranjero, sensación que nunca se me fue. Ahí empecé a leer mucho y a pensar en la organización. Recorrí varias ciudades para juntar a todos los exdetenidos desaparecidos para denunciar la violación de derechos humanos. En 1998 viajé a Rabat para tratar de contactar a las organizaciones internacionales y a los diarios. Desde entonces me han arrestado varias veces. En manifestaciones, pero también por levantar una bandera saharaui. Vivimos con la sensación de que nos pueden llevar presos en cualquier momento. Ya no es miedo.

Algo que dice Brahim, que también dice Sukaina, que confirman Sadyk y muchos de los sobrevivientes y militantes que entrevistamos, es que lo que los ha sostenido emocionalmente estos años es la fe. No precisamente la fe religiosa —muchos no son creyentes—, pero sí una espiritualidad que tiene que ver con encontrar un sentido. La lucha por la autodeterminación tiene sentido. Es la identidad colectiva, la memoria histórica y la posibilidad de un futuro en el que puedan juntar su bandera y su territorio.

—La intifada es nuestra estrategia más importante, la única vía para lograr algo. La ONU no respeta los tratados. Nuestra autodeterminación está detenida y nuestro pueblo en exilio y opresión, con su identidad como único país. Somos pacientes y somos pacíficos, pero Marruecos no nos va a dejar tranquilos. El único lenguaje que entiende es el de la guerra.

El lenguaje de la guerra

Doce años después de esta conversación con Brahim Sabbar, y tras dos décadas de armisticio, el Sahara Occidental entró en guerra con Marruecos. En noviembre de 2020 esta zona en conflicto silenciada fue noticia en los medios europeos y algunos latinoamericanos. El detonante fue el avance del ejército marroquí en una franja desmilitarizada del extremo sur del Sahara, en el paso de Guerguerat, en la frontera con Mauritania. Durante tres semanas, militantes saharauis habían cortado el cruce para impedir el tráfico de recursos naturales —como parte del expolio marroquí al territorio del Sahara—, y la respuesta marroquí fue con armas. Esto hizo que la RASD emitiera un decreto declarando interrumpido el alto el fuego. Desde entonces, el ejército saharaui entró en acción en la zona del Muro de la Vergüenza. El ejército marroquí responde con bombas en el muro y razias en los territorios ocupados, pero no admite que haya un conflicto bélico. Sabe que al hablar de guerra, el territorio del que se cree soberano vuelve a estar en el mapa. Como si esto fuera poco, en diciembre intervino Donald Trump con un comunicado en que reconoce la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental. Esta declaración fue para generar un acercamiento entre Marruecos e Israel, como parte de su injerencia en Medio Oriente. Esto hizo que el gobierno marroquí se envalentonara y la ONU tuviera que salir a decir que las palabras de Trump no cambiaban para nada la paralizada situación del Sahara Occidental. Pero la situación dista de ser estática ahora. El lenguaje de la guerra sacudió tanto a la población saharaui más joven —muchísimos dejaron los campamentos de refugiados para alistarse en el ejército— como a los militantes históricos, como Brahim Sabbar.

Desde una pantalla, conectados vía Zoom, Brahim me cuenta que ya no vive en aquel pueblito de adobe con Sadyk. Ahora está instalado en El Aaiún. Además de una pandemia que no parece afectarlo demasiado, pasaron muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Yo me dediqué al periodismo y me instalé en Argentina. Rogério vivió unos años en Paraguay y después volvió a Brasil. Brahim obtuvo finalmente un pasaporte, gracias al apoyo de la organización irlandesa Front Line Defenders, y pudo salir por primera vez del Sahara Occidental. Viajó a algunos países europeos para defender la causa saharaui. Ahora también habla español y sigue fumando mucho. Y también continúa su hablar pausado:

—Sí, estamos en guerra. La represión en territorios ocupados se recrudeció. Desde noviembre la policía entra a las casas de las personas saharauis y se las llevan detenidas. Ahora mismo hay hasta menores de edad en las cárceles. Las violaciones de derechos humanos no cesan. Pero finalmente algo se movió, y la única manera de detener el conflicto es que reconozcan nuestro derecho a la autodeterminación. Es una lucha muy desigual: no pueden compararse las fuerzas, pero nosotros resistimos de manera pacífica durante años. ¿Viste el video de Sultana Khaya? Es una activista por los derechos humanos muy joven, cuando era estudiante perdió un ojo por una agresión policial en una manifestación. Desde noviembre está en prisión domiciliaria. En febrero se subió al techo de su casa e hizo flamear la bandera saharaui. La policía le arrojó una piedra y la golpeó. Ese video recorrió el mundo. Ahí está nuestra esperanza.

Campo de refugiados de Esmara, en Tinduf, Argelia.

Naama

Dos años exactos después de que nos recibiera en la casa de sus padres y nos guiara sin miedo por el desierto, Naama Asfri fue detenido y condenado a cadena perpetua por un tribunal militar por participar en las manifestaciones en el campamento saharaui de Gdeim Izik en 2010. Se lo acusa de ser instigador y responsable de la muerte de 13 policías. Su esposa, la francesa Claude Mangin, lleva adelante desde entonces una campaña para su liberación. En 2016, el Tribunal de Casación anuló la sentencia del tribunal militar contra los acusados de Gdeim Izik por considerar que estaba basada en pruebas no concluyentes. La causa se remitió entonces a un tribunal civil para que se celebrara un nuevo juicio. Pero el Tribunal de Apelaciones de Rabat volvió a hallar culpables a los saharauis que participaron en las manifestaciones: se basó en declaraciones que los acusados hicieron en 2010 bajo tortura.

Durante estos años, Rogério y yo nos fuimos enterando de las noticias de Naama por correos que nos llegaban y comunicaciones con algunos militantes de allá. La última vez que Claude pudo visitarlo fue en enero de 2019; hacía cuatro años que no se veían, porque Marruecos le había prohibido la entrada al país. Pudo ingresar dos días luego de que realizara una huelga de hambre de un mes. Gracias a las denuncias internacionales, el Comité contra la Tortura de la ONU en Ginebra condenó a Marruecos por los actos cometidos contra Naama.

En una entrevista que le hicieron en la radio pública francesa, Claude cuenta que Naama no se siente una víctima. En los últimos años profundizó su interés por la filosofía y el estoicismo. Antes de que se declarara la guerra, escribió una carta pública en que reivindicaba el derecho a la rabia del pueblo saharaui.

Dice que la prisión lo liberó.

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