Con Luis A. de Herrera surgió la derecha en el campo de la ideología y la política partidaria en Uruguay, así como con Batlle y Ordóñez surgió la izquierda gobernante: ambos líderes, y las fuerzas motrices que expresaron, se retroalimentaron en un conflicto que no fue sólo de ideas.1 El liderazgo intelectual de Herrera introdujo, hace más de un siglo, un viraje ideológico tanto en el Partido Nacional como en el sistema de partidos uruguayo.
Ese giro implicó un quiebre con las ideas predominantes entre los pensadores liberales de ambos partidos fundacionales, que se expandió en seis direcciones: 1) la negación del papel del Estado, que prominentes liberales como Bernardo Prudencio Berro, José Pedro Varela, los liberales que votaron las leyes de 1885, la generación del 90 y la generación del 900 no sólo no habían negado, sino que habían desarrollado en dimensiones clave; 2) la política de alianzas con las clases dominantes del campo y la ciudad, no sustanciada antes por ningún partido; 3) una sintonía con la Iglesia católica que no se condecía con la posición de una buena parte del liberalismo decimonónico ni con la obra de secularización iniciada en 1860; 4) la orientación hacia el “pasado patriótico” en lugar de hacia la construcción de un modelo de país; 5) una inclinación hacia el autoritarismo político en situaciones de “desorden”, dentro y fuera de fronteras; 6) la preponderancia del pensamiento conservador ante el liberalismo. Sin embargo, en el ideario de Herrera el liberalismo permaneció íntegro en lo económico, rebajado en lo político y nulo en los planos filosófico y moral. En las creencias y los valores, justamente, es en lo que más claramente se manifestó la supremacía conservadora de Herrera.2
Conservadurismo / liberalismo
Históricamente conservadores y liberales militaron en bandos encontrados: los primeros, defendiendo la restauración monárquica y el régimen estamental en Europa; los segundos, promoviendo revoluciones que llevaran a la burguesía al poder político. En el plano ideológico, por lo tanto, también impulsaron ideas y valores contrapuestos. Si para el liberalismo de la Ilustración el núcleo valorativo está en el individuo y los derechos individuales, para el pensamiento conservador (uso el término como sinónimo de derecha) radica en la comunidad, sea esta la patria, la comuna o la familia. Para Herrera, también estaba en la “estancia”.
Mientras que para el liberalismo el valor clave es la libertad, para el pensamiento conservador es el orden: no cualquier orden, sino un orden natural y jerárquico. Mientras en el liberalismo ilustrado la racionalidad debe servir de guía al comportamiento humano y como base del progreso, el pensamiento conservador desprecia la política racional, se burla del progreso y opta por la fuerza de lo irracional, centrado en lo telúrico, la cultura nacional y la “raza”. Además, si el pensamiento liberal clásico impulsa la figura del contrato social, apostando a la capacidad generadora del hombre para construir nuevas sociedades, el pensamiento conservador lo desestima por quimérico: el hombre no puede crear lo que ya fue creado por las generaciones anteriores o por Dios. En cambio, opta por la tradición, colocando el énfasis en el pasado, al que debe respetarse por su belleza y perfección.
En La Revolución francesa y Sudamérica (publicado originalmente en 1910), Herrera hace suyas las palabras de Hippolyte Taine: “La forma social y política en la cual un pueblo puede entrar a cristalizar no está librada a su arbitrio, pero sí determinada por su carácter y su pasado”; o sea, potencia del pasado e impotencia del hombre.3 Y a quienes insisten en tomar el destino en sus manos, les advierte a continuación que “tan porfiada rebelión contra las leyes naturales la hemos purgado con intensas amarguras”.
Por último, mientras que el liberalismo es portador de valores que concibe como universales, el conservadurismo percibe los valores como idiosincráticos.
En sus libros, informes, intervenciones parlamentarias y columnas periodísticas, Herrera desarrolló un catálogo ideológico conservador. Valorizó la comunidad frente al individuo, el orden natural frente a la libertad, la irracionalidad frente a lo racional, la naturaleza frente al progreso, la tradición frente al contrato social, el pasado frente al futuro y la idiosincrasia ante la universalidad. Herrera hubiera suscrito las palabras de José Vasconcelos en Ulises criollo: “En general mi naturaleza se acomoda al himno y a la alabanza más bien que a la reflexión”. Se trata, pues, de una constelación ideológica no sólo distinta, sino además opuesta al liberalismo ilustrado, que tenía un carácter racionalista.4 Una de las tareas que emprendió en su libro sobre la Revolución francesa, publicado primero en Francia y luego en Uruguay, consistió en lamentar la liquidación del Antiguo Régimen, donde al menos reinaba la moderación y la quietud, y deslegitimar la Revolución francesa por muchas razones, pero principalmente dos: por propagar ideas abstractas, “falsamente universales”, contrarias a la singularidad concreta de los pueblos, y por proclamar ideales igualitarios a través de una “carnicería” humana y hacerlas circular por el mundo.
La polaridad liberalismo/conservadurismo se resume en antinomias: individuo/comunidad, libertad/orden jerárquico, racionalidad/irracionalidad, progreso/naturaleza, contrato social/tradición, universalidad/idiosincrasia. El alma conservadora es profundamente antiliberal; Herrera lo fue.
“Me refugio en mi raza”
Veamos un ejemplo del giro conservador que significó el pensamiento de Herrera en la historia de los partidos. Mientras Bernardo P. Berro, perteneciente a la tradición blanca del gobierno del Cerrito, fue un liberal heredero de la Ilustración “y lo fue radical, cabal, imborrablemente” (al decir de Carlos Real de Azúa), Herrera encarnó, en cambio, ideas que negaban los valores del progreso. A pesar de haberse alineado con los liberales Voltaire y Diderot, el credo del líder blanco se ubicó lejos de ellos. Mientras Voltaire, en su Ensayo sobre las costumbres y otros textos, criticaba el pasado católico europeo y exhortaba a los hombres a construir su propio destino guiados por la razón, sin aferrarse al pasado sino a una idea universal de justicia, Herrera dejó constancia de su reverencia al pasado y la tradición: “La historia constituye un recio tejido sin solución de continuidad [...]. ¿Cómo, sin incurrir en locura, pueden los pueblos que nacen repudiar el lote de aprendizaje que les ofrecen las generaciones antecedentes?”, escribió en La Revolución francesa y Sudamérica.
Igualmente hizo constar sus críticas a la racionalidad: “la prosa mata la poesía” y el contrato social, al sacrosanto pasado, sostiene con acento crítico. Y niega la capacidad humana para llevar a cabo experimentos políticos novedosos. Cita de manera aprobatoria al “doctor Ayarragaray”, que documenta para el caso de una provincia argentina:
El doctor Salvador del Carril, gobernador de San Juan, imbuido en el liberalismo de Rivadavia, créese obligado a dar a la diminuta sociedad que políticamente preside, tradicionalista y católica, reformas sabias [...]. Proclama en la miserable aldea la libertad de cultos, como un legislador iniciando una reforma mundial. ¿Quién reclama semejante ley? Nadie.
Según Herrera, el “rumbo extraviado” que tomó el continente sudamericano derivó de la Revolución francesa, esa “marejada de crimen”, como la definió. Herrera rendía culto a la revolución de las colonias inglesas y la contraponía a la francesa. Resulta curioso que Herrera no hubiera tenido presente el artículo 3 de las Instrucciones de 1813, que no sólo proclamaba o reconocía la libertad de cultos, sino que hacía cargo al Estado de fomentarla: “Promoverá la Libertad civil, y Religiosa en toda su extensión imaginable”. Artigas había mandatado a sus delegados en la Constituyente de Buenos Aires con palabras más radicales que lo que muchos años después dispuso el gobernador de la provincia de San Juan; sin embargo, la fuente de inspiración de Artigas no provino de documentación francesa, sino de las constituciones de los estados de Estados Unidos, a los que sin embargo Herrera santifica a lo largo de La Revolución francesa y Sudamérica.
Ocurre que un conjunto de autores que inspiraron a Herrera también negaba los mismos valores de progreso y contrato social: “siempre bajo el impulso quimérico del Contrato Social, se quiso extinguir hasta el rastro de la organización derribada”, escribe en tono de queja. Un conjunto autoral que, lejos de nutrirse de la Ilustración, se inspiró en la Contrailustración, un movimiento que percutió los principios iluministas. Este conjunto de ideas, en vez de portar un horizonte universal, como la Ilustración y la posterior Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, contrapuso la bandera nacionalista, recelosa de lo que provenía de afuera. En esa línea, Herrera desconfió al extremo del “extranjero” y de su recepción en Sudamérica y así lo escribió en su libro sobre la Revolución francesa, cuando tenía 37 años:
Al sofisma extranjero pedimos el remedio que debió dar el empirismo local y ya está cien veces probado que la copia del sufragio irrefrenado y de la república declamatoria, amén de otras creaciones equivocadas, propiciaron la caída del orden legal y el entronizamiento lógico de todas las dictaduras.
Y dentro del “extranjero”, el peor es el influjo revolucionario francés:
La Revolución francesa nos ha enseñado, con sus demagogias, a enamorarnos de las palabras estrepitosas que nos engañan como las maravillas del viaje a la Luna.
Treinta años después, en 1940, con 67 años, continuaba fijado en igual ensimismamiento particularista, en idéntico rechazo a lo “extranjerizante”. Decía en una sesión del Senado:
Me asilo y me refugio en mi raza. Yo no tengo interés en que vengan otros, aunque sean muy adelantados, a imponerse corporativamente con plan ulterior [...] en el plano de nuestros sentimientos, de nuestros hondos afectos, que queremos sean inextinguibles, castizos, que no pierdan su profunda huella.5
El clasismo
En su condena de la Revolución francesa, Herrera toma la parte por el todo: elige un período en particular, el “terror jacobino”, para descalificar el proceso revolucionario, aunque en algunos pasajes eximió a los girondinos. Su blanco de ataque favorito es la “carnicería” jacobina, y también dedica algunas páginas al “terror blanco” de la reacción termidoriana. Su diatriba contra el “furor igualitario” jacobino, que asimila a la “hez de la sociedad”, su ataque a la “libertad desenfrenada” del “sofisma jacobino”, que dejara como saldo un “destino diabólico” en Sudamérica, su impugnación del “furor homicida” y el “odio demoledor de la plebe”, que acabaron con cabezas decapitadas, con “la gloria secular” de la arquitectura y la “temeraria renegación del pasado”, instalando la noción de “absoluta igualdad”; en resumen, su embestida contra la Revolución francesa por su perfil igualitario, que ve prolongarse en la Comuna de París de 1871, muestra uno de los perfiles más destacados de Herrera: su clasismo.
En realidad, lo que demoniza Herrera de la experiencia francesa es la violencia proveniente de las clases bajas en aras del “sofisma” de la “igualdad absoluta”, resultado del odio de la “plebe ignorante”. En cambio, defiende la violencia patriótica de “tomar el fusil y correr a la frontera” en caso de que la patria esté amenazada. Asimismo, estiliza al límite épico las luchas blancas del siglo XIX porque se dirigieron, en su concepto, a ideales políticos supremos. De forma similar, se conduele del martirio de Luis XVI al ser guillotinado en 1793 por el “populacho”: “la clase dirigente va al sacrificio altiva y heroica”, escribe. Esa “conciencia aguda de la diferencia social, de las virtudes morales, de ilustración y de ‘educación’ (en el sentido de respetuosas y refinadas formas sociales del trato), que ‘adornaban’ a las clases elevadas” lo describe, como escribiera Barrán.6
Un puzle conservador y más
El rompecabezas ideológico de Herrera fue más allá del espíritu antiliberal y conservador de los críticos de la Revolución francesa: lo complementó con el pensamiento de la nueva derecha europea y luego con los autoritarismos de entreguerras, unidos a un modesto liberalismo político y a un extremo liberalismo económico.
Herrera tomó nota de sus propios contemporáneos de derecha en diversos textos y sueltos periodísticos. Entre otros, de Charles Maurras, ideólogo de la Acción Francesa, movimiento de corte nacionalista, antirrepublicano, monárquico, católico y antisemita, Maurice Barrès, exponente de un nacionalismo antisemita, Ernest Renan, para quien existían las razas y estaban estratificadas, y Paul Bourget, ferviente católico, partidario de la monarquía y las minorías selectas.
En el clivaje democracia/autoritarismo, Herrera se inclina naturalmente por ideólogos, fuerzas y procesos políticos de neto corte autoritario, enemigos de la democracia y el liberalismo.
Asimismo, adhirió a las ultraderechas de entreguerras: fascismo, falangismo y franquismo. De Mussolini llegó a decir: “La Nueva Italia! [...] El centro de este formidable movimiento anímico, cívico, patriótico y social [es] la figura extraordinaria de Benito Mussolini, que llena la época contemporánea”.7
En el clivaje democracia/autoritarismo, Herrera se inclina naturalmente por ideólogos, fuerzas y procesos políticos de neto corte autoritario, enemigos de la democracia y el liberalismo. En lo local, el golpe de Estado de Terra de 1933 fue apoyado por Herrera, a tal punto que el régimen formado ha sido calificado por algunos analistas como “terro-herrerista”. Esta decisión golpista confirmó la división de la colectividad blanca entre Partido Nacional (herreristas) y Partido Nacional Independiente.8 Herrera tampoco dudó en alentar regímenes autoritarios, como el fascista italiano y el de Franco:
En ningún momento ocultamos nuestra simpatía por la causa de la revolución española [así llamaba al alzamiento del general Franco el 18 de julio de 1936], llevada a cabo para liquidar la acometida que el comunismo consumó contra la Madre Patria. Hoy ya casi nadie duda de la acción salvadora, casi providencial de Francisco Franco.9
Por último, en el clivaje proyecto de país, el herrerismo —y el riverismo— fue partidario de mantener una rígida estratificación social, contra quienes se inclinaron por una mejor distribución del ingreso y una participación ciudadana masiva.10
Contra la hegemonía liberal
Por todo esto es que el cuerpo ideológico de Herrera amerita ser visto como “giro a la derecha” respecto del mainstream liberal previo, sin que haya dejado de adherir a un liberalismo económico sin límites y a un modesto liberalismo político que destacaba las virtudes del modelo británico, y cuyos mecanismos políticos permitieron integrar a la oposición a un sistema institucional del que estaba excluida. Ese liberalismo económico furioso no hace más que confirmar el perfil clasista de sus ideas, que no de todo su partido, al que supo dotar de base popular.
Al mismo tiempo, la acción del Partido Nacional en la Constituyente de 1916 permitió completar la institucionalidad democrática, con el ingreso de esa colectividad y de otras menores. En este sentido, fue sobre todo el abogado Washington Beltrán, no Herrera, quien lideró una fundamentada, erudita y pulcra defensa del sufragio universal, la inscripción obligatoria en el Registro Cívico, el voto secreto y obligatorio, la representación proporcional integral, la autonomía municipal, la interpelación a los ministros, y la implantación de los consejos autónomos en la educación primaria y universitaria tanto como en “los servicios que constituyen el dominio industrial del Estado, la Asistencia Pública y la Higiene Pública”, en su calidad de miembro informante de la comisión redactora de la Constitución de 1917.
Un mapa de colores
A semejanza de lo hecho por el politólogo Guillermo O’Donnell para ilustrar la “ciudadanía de baja intensidad” a lo largo de un territorio, imaginemos un mapa ideológico y asignemos colores a cada sesgo ideológico de Herrera. El color castaño corresponde al conservadurismo de viejo cuño; el color marrón oscuro, a la nueva derecha europea decimonónica; el color negro, a los fascismos; el color gris, al liberalismo moderado y el color azul, a un liberalismo democrático abierto a nuevas causas. Ahora veamos quién es qué en ese mapa.
Por ejemplo, el filósofo John Stuart Mill sería mayoritariamente azul, por su tendencia liberal, pluralista, democrática y feminista. En La esclavitud femenina es perfectamente azul. También es cierto que en Sobre la libertad enfatiza las “libertades negativas”, mientras que no da mayor trascendencia a las llamadas “libertades positivas”, costado que lo aproxima más a un liberal (gris) que a un demócrata (azul).
Alexis de Tocqueville tendría una combinación de tres colores. En Democracia en América, prima el color azul en las partes en que destaca las virtudes de la participación de la sociedad civil americana y de la “igualdad casi completa de condiciones sociales” que presenció al visitar Estados Unidos: “En el Estado de Connecticut, el cuerpo electoral se compone, desde su origen, de todos los ciudadanos, y esto se concibe sin dificultad. En ese pueblo naciente imperaba entonces una igualdad casi perfecta de fortunas y más todavía en las inteligencias”. Al mismo tiempo, toma nota del fenómeno de la esclavitud, al que parece no dar mayor importancia, siendo que constituye una cesura en la igualdad y una exclusión coactiva de la ciudadanía.11 Por otro lado, el tono conservador (castaño) salpica casi la totalidad de un libro posterior, El Antiguo Régimen y la Revolución, por la tendencia a afirmar la continuidad entre ambos procesos; por la nostalgia de un pasado monárquico, que percibe como apacible, sosegado y mejor para la convivencia; por destacar la función benévola de la élite aristocrática, que ve como fiel a la balanza en la Francia posrevolucionaria; por su rechazo visceral a la “irreligión como pasión general y dominante” de los revolucionarios franceses; por el espanto ante una ideología “extremista” basada en utopías abstractas y porque esta obra muestra un rechazo total a las consecuencias de la Revolución francesa, sin rescate posible.
En el Uruguay del 900, Herrera, quien tomara nota de Tocqueville, entre otros, asumiría una combinación de cuatro colores: castaño (conservador), marrón oscuro (derechas europeas prefascistas), negro (fascismos) y trazas grises (liberalismo moderado). Carecería del color azul en lo ideológico, aunque no así su correligionario Washington Beltrán. Este mapa no contradice la definición de Herrera como conservador, aunque sí lo complejiza.
Porque Maurras —inspirador de Acción Francesa, colaborador del mariscal Pétain, etcétera— y Mussolini tradujeron a “animales ideológicos” que renombraron una derecha de apariencia anti statu quo y fundaron esbozos doctrinarios de un nuevo tipo. Por ejemplo, el corporativismo (“las corporaciones sobreviven, los individuos no”) y el fascismo totalitario: “todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. Cierto es que al líder nacionalista jamás se le ocurrió seguir los pasos políticos de il Duce en Uruguay, aunque sí tuvo páginas de elogio por su régimen y personalidad política.
Razones del giro ideológico
Atendamos la composición de clase alta que asumió el Partido Nacional ya en 1916: “el 53.50% de sus dirigentes pertenecían al cogollo de las clases conservadoras tradicionales —estancia, banca, alto comercio y servicios al capital extranjero— [y] pesaban algo más de 3 veces en la dirigencia blanca que en la batllista, siendo la cuantía de sector rural, los estancieros, 4 veces mayor que aquella”, dice Barrán.
Cuando un partido del cambio progresa en intensidad ideológica, arraigo social, política pública y consenso cultural, el partido del statu quo reacciona, ganando en organicidad, conformando bloques opositores y oponiendo una ideología conservadora para deslegitimar el cambio social y fortalecer el “orden natural”.
A principios de siglo hubo una dialéctica del conflicto: el impulso reformista despertó la alarma del asociacionismo ganadero, nucleado en torno de grupos de presión cada vez más combativos, como la Liga del Trabajo, la Asociación de Ganaderos, la Federación Rural. El batllismo instaló una agenda institucional avanzada, con alta elaboración ideológica y un paquete de reformas que logró consenso. Es razonable esperar que cuando un partido del cambio progresa en intensidad ideológica, arraigo social, política pública y consenso cultural, el partido del statu quo reaccione, ganando en organicidad, conformando bloques opositores y oponiendo una ideología conservadora para deslegitimar el cambio social y fortalecer el “orden natural”.
Así hay que entender al herrerismo —y al riverismo—: como respuesta de derecha a la agenda progresista impulsada por el elenco batllista y sus socios socialistas. O sea, el batllismo promovió una política de izquierda, y a esto reaccionaron la derecha económico-corporativa y la derecha político-partidaria, tanto como los imperios británico y francés. Al mismo tiempo, el “ruralismo” fue articulando un relato demonizador del reformismo. Y acaso quien lo expresó más frontalmente en el sistema de partidos fue Herrera. En 1915 un editorial de La Democracia que llevaba el estilo inconfundible de Herrera consignaba sobre el batllismo gobernante:
La Gran Comuna o sea [...] una situación más o menos parecida a la que aspiran los más fieles representantes del marxismo. Caducó el concepto de propiedad inviolable [...] Y empezó entonces el movimiento a favor del proletariado, protección a las huelgas y difusión de todos los programas máximos y mínimos del socialismo.
Y en 1921, escribía Herrera:
Éramos una familia ordenada y discreta. Montaban guardia en la puerta las viejas costumbres criollas [...] Pero vinieron los reformadores y, después de reírse mucho de aquella compostura patriarcal [...] empezaron a hacer y a deshacer. La emprendieron con el patrimonio sagrado; pusieron a la venta todos los grandes recuerdos [...] Rompieron el pasado, amargaron el presente, hipotecaron el porvenir [...] Ruinas morales, ruinas políticas, ruinas económicas.12
Sobra decir que otra razón del viraje a la derecha resulta de la extracción de clase, del perfil doctrinario… y hasta de la estructura psicológica del caudillo blanco. Un ideólogo es, en parte, lo que lee, lo que decidió leer. Y Herrera fue alguien reconcentrado en la lectura de autores europeos conservadores y antidemocráticos; algunos de ellos condenaban la Revolución francesa y otros presumían de una ideología eugenésica, de su credo católico ultramontano, de su posición de clase, de tendencias monárquicas e incluso de inclinaciones antisemitas en la doble faz antijudía y antiárabe. Algunos de los autores franceses que frecuentaba estaban en la atmósfera creada por la Acción Francesa, movimiento que anticipara el corporativismo, el nacionalismo, el antisemitismo y el antiliberalismo de los fascismos de entreguerras.
En lo psicológico y actitudinal, Herrera se manifestó poco dado a dialogar con los desafíos concretos en las áreas social, económica y cultural de la época en que le tocó vivir. Para él la política comenzaba y terminaba en la propia política, que soslayaba todo otro tema: era impensable e indignante “politizar” lo social, lo económico y lo cultural. De igual forma, el Estado debía establecer la ley, el orden y la disciplina, nada más. Hasta cierto punto, Herrera no fue un contemporáneo de su época, un tiempo que ya había debatido modelos alternativos de país. Recordemos que tras la crisis de 1890, el elenco político dirigente cuestionó con temple antiimperialista la condición dependiente del país, así como la ganadería extensiva, el papel de la inversión extranjera, el peso de la deuda externa y hasta el régimen de tenencia de la tierra, poniendo en tela de juicio la propiedad privada. Asimismo, reclamó la participación del Estado en la economía y las finanzas, su protagonismo en perfilar una nueva inserción internacional y un modelo distinto de país, con mayor peso de la industria. Mientras todo esto ocurría entre los “políticos civilistas”, 15 años después, Herrera parecía no haber tomado nota de lo que había ocupado a la generación del 90 primero y a la generación del 900 después. Le parecía inadmisible que el Estado conducido por Batlle y Ordóñez se ocupara de cuestiones que escaparan a las “funciones primarias” y condenaba que el gobierno invirtiera su tiempo en algo que no fueran temas estrictamente políticos, en particular, el sufragio.
Herrera conformó una “coalición de veto” para obturar la agenda modernizadora, al abrigo de las embajadas de Gran Bretaña y Francia.
Herrera y Batlle: dos planetas doctrinarios
A la agenda de la generación del 90 un núcleo importante de hombres de Estado le sumó, en el siglo XX, un temario moderno: una nueva fiscalidad, una legislación laboral avanzada, una nueva seguridad social, la fundación de empresas públicas, la instrumentalización de la educación secundaria y universitaria gratuitas, la liberación jurídica de la mujer del yugo patriarcal, el reconocimiento de derechos de herencia a los hijos naturales y un nuevo concepto de nación. Pero Herrera no sólo siguió aferrado a un conjunto acotado de temas políticos, sino que conformó una “coalición de veto” para obturar los cambios en todos los terrenos referidos, al abrigo del bloque imperial que había unido poco antes a las embajadas de Gran Bretaña y Francia en el país.
Lo que distanció a Batlle de Herrera no fue sólo un conjunto de temas, intereses y perspectivas ideológicas, sino un siglo de historia; “vivieron al mismo tiempo pero no el mismo tiempo histórico”, para usar la fórmula de Benedetto Croce.
A Herrera, la agenda de cambios le parecía perjudicial y propia de un gobierno “comunero”, en alusión a la Comuna de París. Se abrió, así, una brecha entre un político —convertido en líder de una colectividad tradicional— con los rasgos del típico “notable” europeo de la primera mitad del siglo XIX, por un lado, y por otro, un conjunto de hombres de Estado liderado por Batlle, que diseñó un repertorio amplio de política pública, que los países europeos recién resolverían en la segunda mitad del siglo XX, durante los “30 años gloriosos” (1945-1975).
Lo que distanció a Batlle de Herrera no fue sólo un conjunto de temas, intereses y perspectivas ideológicas, sino un siglo de historia; “vivieron al mismo tiempo pero no el mismo tiempo histórico”, para usar la fórmula de Benedetto Croce. El primero, Batlle, en permanente fuga hacia adelante, en pos de crear el “país modelo”. El otro, con sus ojos puestos en los “orígenes viriles” de la “patria”, con “olor a bota de potro”. El primero, fundando el Estado de bienestar, el Estado empresario y el Estado fiscal. El segundo, cofundando la Federación Rural, transformando el Partido Nacional en un partido de clase, aunque sobre bases populares, y organizando una coalición de veto que bloqueara el “inquietismo jacobino”.
El primero, inspirado en el contractualismo europeo, en filósofos racionalistas, espiritualistas y pietistas asentados en la noción de armonía universal e igualdad y en la práctica de la laicidad en los asuntos públicos (en la línea del filósofo Karl Krause y su discípulo Heinrich Ahrens), en políticos exponentes del “progresismo”, en la fiscalidad georgista, en la despersonalización de la política de la república suiza, en un “socialismo de Estado” en beneficio de los débiles, con una visión social de la propiedad privada.
El segundo, inspirado en el vitalismo filosófico, en el irracionalismo antiliberal y antisocialista de Maurras, en la nueva derecha antisemita europea encarnada en la Acción Francesa, en la deificación de los caudillos y los superhombres, y en la ruralidad como reserva moral de la nación. El primero, heredero de la Revolución francesa en su “respeto por la democracia como participación activa del pueblo en todas las instancias políticas que fuera posible: en los partidos, en las asambleas, en el voto para elegir autoridades y en la votación directa para aprobar o eliminar una ley”.13 El segundo, en cambio, enemigo acérrimo de la Revolución francesa por albergar y proyectar “sombras siniestras”, a diferencia de lo que hicieran los padres fundadores de Estados Unidos: “¿acaso sombras siniestras se proyectan sobre Washington, Madison, Jefferson, Monroe y la multitud de sus sucesores?”, se pregunta de manera retórica. Y unas líneas adelante: “También Inglaterra abona nuestra tesis, sin necesidad de mayor esfuerzo probatorio”. El primero, impulsando proyectos de ley que pulsaban un difuso aunque real anticapitalismo. El segundo, afirmando las virtudes de un sistema capitalista sin freno. El primero, inscripto dentro de una atmósfera mundial de cambio, pautada por un Partido Liberal rejuvenecido por Lloyd George en Gran Bretaña, el “progresismo” de Teodoro Roosevelt y la “misión moral” de Woodrow Wilson en su lucha por quebrar los trust y domesticar los mercados de posición dominante.14 Herrera, en cambio, inscripto en una simultánea atmósfera de proliferación de nuevas derechas, primero en Francia con la Acción Francesa, luego en Italia con las “camisas negras” de la Marcha sobre Roma y en España con La Falange.
No hubo una matriz común, y por lo tanto tampoco un lenguaje compartido entre el reformismo en filas coloradas y la reacción blanca. Ese lenguaje común lo encontrarían con facilidad Herrera y Manini Ríos a partir de 1913, al constituirse en líder de un partido de clases altas, el Partido Colorado General Fructuoso Rivera. Y a partir de 1931, una gramática común uniría al batllismo y el nacionalismo independiente, a pesar de mantenerse en lemas separados. Sobra decir que el socialismo y el batllismo tuvieron sintonía idiomática desde el comienzo: el socialismo coincidió en 78% con los proyectos de ley de origen batllista.
Todas las derechas, la derecha
Sobra aclarar que Herrera no obró de manera aislada, sino que formó parte de un contramovimiento, del que fue emergente, factor, ideólogo, portavoz autorizado de las clases conservadoras y principal líder en el sistema de partidos. En los 30 primeros años del siglo XX, los actores parapolíticos portadores de una ideología conservadora fueron la Asociación Rural (1870), aunque principalmente la Federación Rural (1915),15 y un conjunto de cámaras empresarias ligadas al sector primario, la banca y el alto comercio. En materia partidaria, lo fueron el Partido Nacional, el Partido Colorado General Fructuoso Rivera y la Unión Cívica. Si ampliamos la escala, el pensamiento de derechas en la región tuvo amplio despliegue, a través de intelectuales orgánicos de las clases altas, homólogos latinoamericanos de Irureta Goyena, Carlos Reyles, José Enrique Rodó o Herrera. Entre otros, se cuentan Oliveira Vianna en Brasil; Pedro Goyena, Ricardo Güiraldes, Benito Lynch y Enrique Larreta en Argentina; Francisco Bulnes en México y Alcides Arguedas en Bolivia (Romero, 1970). Lo que unía a este pensamiento —más allá de la variante racista en Vianna— era su antiliberalismo, su carácter señorial, su sentimiento antiburgués, su anclaje ruralista, su conciencia de clase, su carácter jerárquico, su rechazo a la modernidad y un rechazo a la ciudad.
Por eso es que estos intelectuales invirtieron la valoración de la antinomia de Sarmiento, en que la ciudad era el asiento de la civilización y el campo, la sede de la barbarie. Así lo hizo, entre otros, Herrera, al endosar a la vida rural el monopolio de las virtudes —“las robusteces guerreras” y “el cariño al terruño”— y contraponerlas a la “mediocridad” y la “mezquindad” de la ciudad. Dice Herrera en Por la Patria sobre Aparicio Saravia:
¿De dónde salía aquel rebelde de sombrero blando y poncho campero [...] Quizá no lo sabían las clases burguesas de la capital, aquellas personas que se agitan en esta inmensa colmena sin conocer otro camino que el de sus tareas, ni horizonte más alto que el tapete de su escritorio.
Y a continuación:
Pero para quienes reciben alguna vez los ecos de la rica campaña y siguieron las frases trágicas de la revolución riograndense, poseía talla propia el infatigable guerrillero que ya atraía sobre sí, envidias y nacientes admiraciones.16
Aunque los 30 primeros años del siglo XX generaron un impulso hacia un experimento socialmente avanzado, no lo lograron mover las simpatías de Herrera y otros hacia la Acción Francesa o el régimen de Mussolini, ni tampoco la amenaza con un golpe de Estado en caso de que Batlle ganara las elecciones de 1916. Claro que este recurso extremo fue pensado por Herrera y otros líderes conservadores en ciertos momentos, cuando creyeron perdida toda esperanza de detener al reformismo por las vías civiles. También es cierto que Herrera fue un político pragmático, con capacidad de sumarse y luego de tomar distancia, que, al tiempo que se forjó una biblioteca de intelectuales de derechas, abominó en más de una oportunidad de la intelectualidad, y fue lo suficientemente elástico como para respaldar leyes —aunque recién en los años 40— que confirmaron al país en una ruta de expansión de derechos sociales.
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Sin embargo, mediaron barreras para efectivizar una alianza entre el batllismo y los grupos sociales a los que benefició: trabajadores, clases medias y empresarios industriales. “Las barreras de esquema mental y de campo-ciudad distanciaban a los sectores populares y medios rurales de sus pares montevideanos”, afirman Barrán y Nahum. Además, no estaba en el horizonte del equipo gobernante sellar un pacto corporativo de dominación, como el que movimientos europeos de derecha ya proponían o como el que luego sustanciara la Revolución mexicana. ↩
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Declaro desde ya mi deuda con un libro que releí al momento de escribir el artículo: Los conservadores uruguayos (1870-1933), de José Pedro Barrán. ↩
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Herrera, 1987: 126. ↩
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Es cierto: el liberalismo no se cuenta por uno sino por varios: nace en el siglo XVII y llega hasta hoy. También hay varios planos en que se desarrolló el liberalismo: económico, filosófico, moral, político. Además, las fuentes de inspiración son distintas: iusnaturalismo contractual, utilitarismo, etcétera. Asimismo, hubo originariamente un liberalismo contrario a la “disgregación” de la soberanía en “partidos”, que concibió un cuerpo soberano indiviso. Los padres fundadores en Estados Unidos y el liberalismo de Rousseau, para nombrar dos vertientes diversas del liberalismo dieciochesco, son convergentes al respecto. En el siglo XIX, el liberalismo siguió considerando a los partidos como “patologías” a ser combatidas, o bien como fenómenos inconstitucionales o paraconstitucionales que debían ser apenas tolerados. Pero ya en el siglo XX, el liberalismo integró a los partidos políticos como parte del pluralismo deseable. Hay, asimismo, un liberalismo individualista y un liberalismo social. En resumen, está el “liberalismo” y están los “liberalismos”, como escribiera Arturo Ardao. ↩
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Herrera, 1987: XXXIV. “Introducción”, a cargo de Walter R. Santoro. ↩
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Barrán, José Pedro (2007). El pensamiento conservador laico y sus prácticas. Uruguay 1900-1933, página 62. ↩
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Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Fondo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Sección Gran Bretaña. Caja 1 (1930-40). Carpeta 16. Coronación de Jorge VI. En Barrán, 2004: 147. ↩
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En realidad, el Partido Nacional se partió en dos ya en 1932, a raíz del acuerdo entre el batllismo y el sector modernizante del Partido Nacional, cuya obra más notable fue Ancap, con un correlato de reparto de cargos jerárquicos en los entes estatales. ↩
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El Debate, 12 de febrero de 1940, p. 5, “El último miliciano”. Citado por Barrán, 2004. ↩
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Rama, 1987: 47. ↩
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Tocqueville: 304-305. ↩
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“Cómo nos arruinaron. Veinte años después”, La Democracia, 13 de agosto de 1921. Citado por Zubillaga, Carlos, 1982, El reto financiero. Deuda externa y desarrollo en el Uruguay (1903-1933). Montevideo: Arca-CLAEH, pp. 186-187. ↩
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Aguerre, 2020. ↩
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Ver Barrán y Nahum (1986): Batlle, los estancieros y el Imperio británico. El nacimiento del batllismo. Volumen 3. Montevideo: 1982. ↩
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La clase alta rural definió las modalidades de acción colectiva contra el batllismo. Una de ellas fue fundar un gremio que no mantuviera la pasividad de la Asociación Rural, que fuera de carácter político, aunque no partido político. Así surgió la Federación Rural a fines de 1915, con el fin de asediar políticamente al reformismo. El discurso inaugural de Irureta Goyena se lanzó contra las “omnipotentes tiranías” que quieren “preparar el despojo de los ricos y la eterna miseria de los pobres”. ↩
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Herrera, 1953: 65. ↩