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Ilustración: Ramiro Alonso

Caricaturas y falsedades sobre Karl Marx

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El sociólogo y docente Fernando Errandonea cree, como John K. Galbraith, que las contribuciones de Karl Marx y Adam Smith son demasiado importantes “como para dejarlas en calidad de monopolio de liberales y comunistas”. Recientemente, se ha dedicado a desmenuzar los malentendidos que izquierdas y derechas han cruzado sobre esos dos clásicos de la economía política. Aquí, su análisis de las “versiones falsas” que circulan en torno a la obra de Marx.

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Adam Smith y Karl Marx fueron pensadores insurgentes. Smith contra el régimen mercantilista, contra el capitalismo de amigos, contra el régimen de prebendas corporativas, contra el lobby de los empresarios para bajar el salario al mínimo, contra las leyes que en vez de favorecer a todos encubren intereses de clase, contra una división del trabajo que convierte en “estúpido” e “ignorante” al trabajador, contra un Estado que no se ocupa de la educación de la población. Por su parte, Marx arremetió contra la explotación del sistema capitalista, contra su carácter enajenante, contra una lógica de concentración y centralización del capital. Ambos fueron pensadores humanistas. Ambos fueron pensadores modernos. Ambos fueron clásicos porque describieron su época como nadie, porque descubrieron mecanismos invisibles del funcionamiento del sistema y porque enriquecieron a la ciencia social con una nueva cartografía y una caja de herramientas original. Marcaron un antes y un después: sin ellos, la ciencia social no sería la que es hoy.

La primera baja en una guerra es la verdad. Y la política, a veces, se concibe a la manera de prolongación de la guerra. La “política caliente”, con la lógica de amigo/enemigo del teórico nazi Karl Schmitt, elabora enunciados para vencer sin convencer, al margen de los hechos. El poder ocupa un lugar distinto al de la correspondencia con los hechos. Y el poder total crea una “neolengua” para eliminar los hechos y convierte la mentira en verdad.

Además de la mentira, está el malentendido, una variante de error. Este puede ser involuntario, de buena fe, resultado de la incomprensión, o puede ser deliberado, de mala fe, conducido por acciones estratégicas. A este tipo de error se le puede aplicar una frase de un personaje de Murakami en Kafka en la orilla: “Si no lo entiendes sin que te lo explique, no lo entenderías aunque te lo explicara”. Una parte de los malentendidos es producida por regímenes políticos en los que el otro es un enemigo a eliminar y el poder se impone a cualquier costo: la palabra como arma, la palabra para vencer otras palabras. Y de ahí el proceso escala: la palabra para silenciar las palabras discordes. La palabra como plomo.1 La palabra que admite un único hablante y un conjunto de ecos uniformados: la palabra total. La palabra del poder. En breve, la palabra del poder para podar.

Ilustración: Ramiro Alonso

Otra parte de los malentendidos proviene de la ignorancia, del déficit cognitivo. A falta de conocimiento, sobredosis de estereotipos. Estos ahorran lecturas, argumentos y razonamientos, permiten guiños mecánicos entre iguales y complicidades automáticas en torno de polaridades fáciles: buenos/malos, propios/ajenos, amigos/enemigos. Son económicos, asertivos. Pero, claro, no permiten construir un espacio público de diálogo racional ni razonable.

A continuación, algunos de los puntos en que muchos discursos sobre Marx se apartan de lo que el pensador alemán realmente dijo.

1. Marx como enemigo de la modernidad innovadora

La derecha acusa a Karl Marx de originar las invectivas contra el industrialismo. Por el contrario, en su único panfleto político, El manifiesto comunista, Marx muestra su admiración por una clave del capitalismo moderno: su carácter revolucionario.

La burguesía ha desempeñado en la Historia un papel altamente revolucionario [...] La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales. Una revolución permanente en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado.

La celebración de este costado revolucionario y prodigiosamente innovador le lleva a desdeñar las sociedades quietistas y decir con admiración:

La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continentes enteros, la apertura de los ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?

“Lo sorprendente en Marx es que parece no haber venido a enterrar a la burguesía sino a alabarla”, dice el marxista psicodélico Marshall Berman. “¿Qué ha hecho la burguesía para merecer la alabanza de Marx? Ante todo, ‘ha sido ella la que ha demostrado lo que puede hacer la actividad humana’”, dice el estadounidense en Todo lo sólido se desvanece en el aire. Es cierto que el Marx de 1848 no es el de dos décadas después. Cuando escribe El capital, Marx adopta una forma, si bien analítica, también cáustica, al analizar la explotación, los mecanismos de reproducción ampliada del capital, la plusvalía absoluta y relativa, así como las tendencias a la concentración y la centralización del capital y la pauperización absoluta y relativa del proletariado, entre otros.

2. Marx contrario a la libertad individual

Otra acusación de la derecha es considerar a Marx contrario al individualismo y la libertad. Marx sustenta, en cambio, una posición opuesta. Una de las críticas reiteradas que hace en Manuscritos económicos y filosóficos, de 1844, consiste en el vaciamiento de las capacidades del individuo bajo el capitalismo. La naturaleza enajenada del trabajo bajo condiciones capitalistas de producción convierte al trabajador en un “apéndice de carne de una máquina de hierro”. Marx condena que el trabajador no pueda ser él mismo, que no sea dueño de sí, que no pueda realizarse en sus capacidades específicamente humanas. Y cuando menos se realiza como hombre es cuando está trabajando. Riqueza de la cosa, empobrecimiento de la persona.

El trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en su trabajo, el trabajador no se afirma sino que se niega; no se siente feliz sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado.

Esto implica, como apunta más adelante, “la pérdida de sí mismo”. Así, el trabajador permanece extraño al producto de su trabajo porque este pertenece a otro hombre, el dueño del capital. A continuación, Marx va mencionando las diferentes dimensiones del trabajo enajenado. Alienación del asalariado respecto del producto: “la vida que ha prestado al objeto se le enfrenta como cosa extraña y hostil”. Alienación del trabajador respecto de la actividad: mecánica, rutinaria, aburrida y que en vez de ser instrumento de realización personal, desprofesionaliza y transforma al asalariado en engranaje de una lógica sistémica externa que no controla, sino que lo controla a él. Alienación respecto del proceso de producción, fraccionado en múltiples etapas, sin conexión en la cabeza de los trabajadores. Alienación en cuanto a los medios de trabajo, que no pertenecen al trabajador y respecto de los cuales se convierte en un “apéndice de carne de una máquina de hierro”. Alienación respecto de otros trabajadores con quienes, a pesar de convivir 16 horas en plantas reducidas, sólo mantiene una relación funcional, negada al vínculo humano. Marx subraya, además, otra dimensión: la alienación del asalariado respecto de sí mismo, de su persona, de su individualidad y de su potencial humano. Todo él, toda su humanidad, todo el potencial de creatividad queda enajenado por obra del capital.

Pero a Marx no sólo le atañe la desindividualización del trabajador, sino la de todos los seres humanos. Porque la alienación que él percibe, y a la que una sociedad futura debería poner fin, no alcanza sólo al trabajador sino también al capitalista, en tanto también él es esclavo: esclavo de la reproducción del capital, de la utilidad capitalista. Su “placer” se subordina a una lógica sistémica: el beneficio capitalista. O sea, la relación capital-trabajo en su totalidad está alienada a una estructura de clases compuesta por una minoría propietaria y una mayoría desposeída. Por lo tanto, la preocupación de Marx sobre el trabajo enajenado es también una preocupación general por la condición humana.

3. Marx como pensador jacobino y religioso

Un tercer error es considerar el pensamiento de Marx como una prolongación secularizada de la religión tanto como del jacobinismo de la Revolución francesa. El destacado sociólogo Robert Nisbet recae en un doble error en la misma oración:

De nuevo hay que destacar que la revolución en el sentido establecido por los jacobinos y continuada por los comunistas marxistas, entre otros, es una transfiguración de la religión, una continuación de los propósitos religiosos por otros medios.

El primer error radica en afirmar como idénticos los conceptos de la revolución entre jacobinos y marxistas. Entre Marx y los jacobinos no median 50 años, sino 300. Mientras Marx concebía el futuro como progreso permanente, los jacobinos añoraban un pasado en el que las fuerzas productivas yacían en el letargo del trabajo independiente y en una sobrevivencia basada en la pequeña propiedad rural y artesanal. Para Marx el futuro, en cambio, era irremisiblemente moderno y propulsor de las fuerzas productivas a gran escala. En unas fuerzas productivas liberadas de la forma capitalista de apropiación privada cifraba Marx no sólo el progreso, sino también la emancipación humana. Para los jacobinos el futuro remitía, en cambio, a un reparto tímido de la propiedad y a un congelamiento de la innovación por considerarla “inmoral”. La nueva sociedad para Marx estaba adelante; para los jacobinos, atrás. El socialismo de Marx es moderno: significa la innovación permanente de la industria, pero sin la propiedad privada. Además, no supone un reparto de la propiedad, defendido por los jacobinos, sino la abolición de todo reparto. El reparto del jacobinismo es, en este sentido, antimoderno, pequeñoburgués. Y también contrario a la emancipación que proclamaran décadas después Marx y Engels, porque supone la perpetuación de formas capitalistas rudimentarias, de circulación simple de la mercancía, en la que los individuos no son capaces de aprovechar la energía potencial que brinda la naturaleza.

En efecto, los jacobinos defendieron en la teoría la democratización de la propiedad privada, llevar la propiedad privada a todos. Pero fueron enemigos de la socialización de los medios de vida. La historia del socialismo moderno no comienza con Robespierre, Marat o Saint-Just, todos jacobinos partidarios de la pequeña propiedad privada. Comienza con la conspiración de Gracchus Babeuf, la Sociedad de los Iguales y el Acta de Insurrección, durante la Revolución francesa. Así surge, en primer lugar, de los documentos. Dice el “Manifiesto de los iguales”:

l. La naturaleza ha dado a cada hombre un derecho igual al goce de todos los bienes. 2. El fin de la sociedad es defender esta igualdad y aumentar, por el concurso de todos, los goces comunes. [...] 5. Hay opresión cuando uno se agota por el trabajo y carece de todo, mientras que otro nada en la abundancia sin hacer nada. 6. Nadie puede, sin delito, apropiarse exclusivamente de los bienes de la tierra o la industria.

Además, entre los jacobinos el parteaguas histórico yace en el “hombre nuevo”, que no refiere a una fuerza social concreta portadora de la revolución, sino a un saneamiento cultural de los individuos a partir de la acción de élites preparadas para ello. El acento de los jacobinos es moral y su verbo clave es inculcar. Marx, en cambio, jamás habló del hombre nuevo y nunca apostó a la regeneración del individuo a modo de adoctrinamiento o persuasión a cargo de un grupo especialmente preparado para hacerlo.2 Consideraba que la adquisición de una conciencia social por parte de la clase trabajadora llevaba tiempos largos, procesos amplios, y se obtenía como consecuencia de una compleja combinación de crisis cíclicas capitalistas, conflicto social, organización política de los trabajadores a varias escalas y fortalezas en el plano ideológico... aunque nunca desarrolló metódicamente el punto. En El manifiesto comunista, Marx apuesta a la gradual y espontánea organización de clase del proletariado.

Ilustración: Ramiro Alonso

Edward Carr afirma que “Marx, siguiendo a Hegel, identificaba el proceso histórico con la expansión de la conciencia y el aumento de la conciencia con la ampliación de la libertad”. Además, para Marx el cambio es resultado de una concepción teórica y de una fuerza social que la lleve adelante: la concepción teórica es el socialismo; la fuerza social, el proletariado.

El segundo error de Nisbet consiste en afirmar que los conceptos jacobinos y los que contempla Marx en su obra son ejemplos de “transfiguración” en religión, en alusión a la transustanciación de la sangre en vino entre los católicos. Pero lo que vale para los jacobinos no vale para Marx. Las religiones pretenden religar a los hombres al margen de elementos racionales, sobre la base de una conciencia colectiva basada en la fe. Nada de esto se deduce de la obra de Marx y Engels. Los clásicos apuestan a la racionalidad y a una condensación teórico-práctica, no a la religión ni a una moral retrospectiva.3

Por otro lado, hasta cierto punto tiene razón el historiador Tony Judt, que dice que “la neorreligiosidad de Marx implicaba un telos, un final a la vista del cual toda la historia adquiría sentido: se sabía dónde iba a parar”. Sin embargo, más allá de que la profecía del comunismo pudiera tener resonancia judeocristiana, tanto Marx como Engels hicieron hincapié en que no querían formar un séquito de seguidores, que eran enemigos de las “sectas religiosas”, que su pensamiento estaba abierto a la corrección y cerrado al apunte. Marx señaló ante exégetas franceses que él no era “marxista”.

La obra de los clásicos ejerce en la disciplina social una apertura epistémica al conocimiento íntimo del funcionamiento capitalista. Los textos, que versan sobre diversas cuestiones filosóficas, económicas, políticas y culturales, no deben leerse para ser aprendidos y repetidos como mantra. Los clásicos pretendieron, al revés, abrir el mundo del conocimiento. ¿Que el marxismo se convirtió en una iglesia? Sí. Pero no puede endosarse a Marx lo que un séquito de marxistas hizo al clausurar un pensamiento autocorrectivo, al envasar en manuales una obra de más de 40 años y al codificar sus afirmaciones en “leyes”.

4. Marx como simpatizante del totalitarismo

Otro error de la derecha es endosar al pensamiento de Marx un carácter totalitario. En La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper se lo adjudica a la influencia que Marx recibió de Hegel, en cuya filosofía anidaban “tendencias peligrosas”. Esa peligrosidad finca en la identificación entre normas y hechos que recorre la obra de Hegel. “La filosofía aquí descrita —el intento de trascender el dualismo entre hechos y normas y edificar un sistema monista, un mundo de hechos solamente— nos lleva a la identificación de normas, bien con el poder establecido, bien con el poder futuro”, escribe Popper. De esa forma es que Hegel elabora una filosofía de la identidad en la que elimina la dualidad entre hecho y norma, entre el ser y el deber ser. Esa forma de pensar también establece fines únicos, dice Popper. En Hegel el Estado es el lugar de la reconciliación de la voluntad particular de los hombres con una razón universal. Y cuando el Estado expresa la razón universal, el interés privado es idéntico al interés colectivo y allí se “realiza” la Historia, en una suerte de reconciliación entre sociedad civil y Estado. Al respecto Popper dice: “Fines socialmente monolíticos significarían la muerte de la libertad; de la libertad de pensamiento, de la libre búsqueda de la verdad, y, con ello, de la racionalidad y la dignidad del hombre”.

De igual manera, Popper asocia historicismo y totalitarismo: postula que hay en el historicismo sociológico de Platón, en el teísta judeocristiano del “pueblo elegido”, en el racista de la “raza elegida” y en el concepto de “clase elegida” de Marx una tendencia hacia el totalitarismo ideológico.

La doctrina del pueblo elegido nos ha servido sólo como ejemplo. Su valor como tal puede apreciarse fácilmente en el hecho de que sus principales características son compartidas por las dos versiones modernas más importantes del historicismo [...] nos referimos a la filosofía histórica del racismo o fascismo, por una parte (la derecha), y la filosofía histórica marxista por la otra (la izquierda). En lugar del pueblo elegido, el racismo nos habla de raza elegida (por Gobineau), seleccionada como instrumento del destino y escogida como heredera final de la tierra. La filosofía histórica de Marx, a su vez, no habla ya de pueblo elegido ni de raza elegida, sino de la clase elegida, el instrumento sobre el cual recae la tarea de crear la sociedad sin clases, y la clase destinada a heredar la tierra. Ambas teorías basan su pronóstico histórico en una interpretación de la historia conducente al descubrimiento de cierta ley que rige su desarrollo. En el caso del racismo, se la considera una especie de ley natural; la superioridad biológica de la sangre de la raza elegida explica el curso de la historia, pretérito, presente y futuro; no se trata aquí sino de la lucha de las razas por el predominio. En el caso de la filosofía marxista de la historia, las leyes de carácter económico; toda la historia debe ser interpretada como una lucha de clases por la supremacía económica.

Sin embargo, Marx no habló de la “clase elegida”. No “elige” a nadie, sólo analiza su entorno de industrialización y urbanización. Y percibe una tendencia a la concentración fabril que hace del proletariado el sujeto privilegiado de cambio. A la vez, no descartó hacia el final de su vida que en Rusia y otros países donde el proletariado urbano era esmirriado pudiera ser el campesinado el que jugara ese papel. Lo desechaba, claro, para el mundo occidental e industrializado.

5. Marx como enemigo del libre comercio

Otro error es ver en Marx a un enemigo del libre comercio. Al revés: Marx critica la tendencia a la concentración y la centralización del capital, no la expansión del comercio internacional. Ningún defensor del capitalismo ha admirado la acción de la burguesía de la manera en que lo hizo Marx.

Ilustración: Ramiro Alonso

Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar de las antiguas necesidades satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.

Y luego:

Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras.

Luego de este encantamiento de Marx con la modernidad burguesa, habla de la concentración capitalista:

La burguesía suprime cada vez más el fraccionamiento de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos pocos.

Lo que en El manifiesto comunista era una afirmación, en El capital se convierte en análisis de una tendencia progresiva del capitalismo hacia la concentración y la centralización del capital asentada en tres tendencias: aumento de la competencia entre los empresarios capitalistas por maximizar la tasa de beneficios, tendencia al aumento de la composición orgánica del capital, vía innovación tecnológica y desplazamiento de fuerza de trabajo fuera del mercado de empleo, y propensión a las crisis cíclicas producidas por un capital no realizado (crisis de superproducción).

6. Marx como extensión de Lenin

Otro error es endosar a Marx las “cosas dichas” y las “cosas hechas” por Lenin.4 En términos teóricos, Marx y Engels nunca adjudicaron primacía a la “agencia” —sujeto— frente a la “estructura”, ni viceversa. Marx y Engels nunca hablaron de partidos como organizaciones de vanguardia del proletariado, sino que siempre apostaron a que los trabajadores fueran adquiriendo por sí mismos y a lo largo de un período histórico indefinido, nunca corto, una conciencia progresiva de sus intereses. Nunca les preocupó la presencia de un lumpenproletariado ni de una aristocracia obrera como formas de bloqueo a la solidaridad internacional de la clase trabajadora, a la que consideraban en construcción. Además, criticaron la posición de Blanqui en favor del asalto revolucionario al poder por parte de una minoría disciplinada, confiaron en la lucha anónima de la clase trabajadora, descreyeron en los grandes partidos como motor de los cambios y se opusieron a lo que posteriormente se dio en llamar “revoluciones desde arriba”.

En cambio, fueron enérgicos defensores de una democracia participativa e ideológicamente plural, como lo mostraron sus comentarios sobre la Comuna de París. Ninguno de los exponentes de la Primera y la Segunda Internacional imaginó policías políticas secretas al servicio de regímenes socialistas ni mucho menos gulags. Marx y Engels apostaron a la emancipación, al “paso del mundo de la necesidad al mundo de la libertad”, al fin de la enajenación de un sistema inhumano que sometía al proletariado tanto como al capitalista a la esclavitud, a la reinstalación del ser humano integral, dueño de todas sus potencialidades humanas.

Como explicó el historiador británico Edward Carr, Lenin llevó a cabo un triple desplazamiento del pensamiento socialista: en contra de la espontaneidad de los trabajadores y a favor de un partido disciplinado de profesionales full time y de la militarización. No existieron desarrollos doctrinarios sobre la “disciplina partidaria” en Marx ni en Engels. El partido vertical y la militarización son tan ajenos a la obra de Marx como a la de la mayoría de los miembros de la Primera y la Segunda Internacional. La transformación se dio primero con Lenin; la mutación, con la Tercera Internacional, liderada por el Partido Comunista de la Unión Soviética y secundada con atraso por el maoísmo.

Marx y Engels creían que el nuevo orden surgiría a través de la organización nacional e internacional de la clase trabajadora, de las luchas de clases a diferentes niveles, de las crisis cíclicas del capitalismo, de la pauperización relativa y absoluta del proletariado, de la concentración y la centralización del capital, que crearía mayor polarización y un vaciamiento de clases medias, etcétera.

En la línea argumentativa de Marx y Engels había un juego dialéctico entre agencia y estructura, que Lenin quiebra al enfatizar de manera exclusiva el papel de la agencia: el sujeto revolucionario lo es todo. Pero ese sujeto revolucionario no es la clase obrera, de la cual recelaba. Lenin vio en la espontaneidad del proletariado el “veneno” del movimiento obrero. Dejar al proletariado librado a sus propias fuerzas, sin la directriz del partido, era sinónimo de introducir la ideología burguesa en filas obreras, impulsar la adaptación a un capitalismo dulcificado y frustrar la revolución por ausencia de una ideología de clase que diera rumbo y destino a la “misión histórica”: sin conciencia revolucionaria de clase no habría revolución socialista. Y para que el proletariado tomara conciencia de su “misión histórica” debía adquirir la conciencia “desde fuera”, como resultado de la labor de un partido constituido por profesionales a tiempo completo, que inoculara a los trabajadores una conciencia social de la que carecían. “Y así llegamos a la más destacada innovación de Lenin en la teoría y la práctica revolucionarias: la sustitución de la clase por el partido como fuerza motriz de la revolución”, afirma Carr.

Crítica de esta posición leninista fue Rosa de Luxemburgo, para quien la espontaneidad de las masas es superior al criterio más riguroso del mejor comité central burocrático de partido. En su Defensa de Rosa, Trotsky dirá: “Rosa Luxemburg comprendió y comenzó a combatir mucho antes que Lenin el papel de freno del aparato osificado del partido y los sindicatos. Al tener en cuenta la inevitable agravación de los antagonismos de clases, profetizó siempre la inevitable entrada en escena, autónoma y elemental, de las masas en oposición a la voluntad y el itinerario fijado por las instancias oficiales. En las grandes líneas, en relación con la historia, Rosa tuvo razón”.

Es común creer que fueron Marx y Engels quienes abominaron del sindicalismo por apegarse a reivindicaciones salariales y por contener dentro de sus filas elementos disolventes, una “aristocracia obrera”. Y no es así. Para ellos el proletariado era el agente de cambio por excelencia. Lo percibían como homogéneo y portador de una universalidad no egoísta. Engels, en su introducción a la edición de 1892 de su libro La condición de la clase obrera en Inglaterra, de 1844, habla de que en ese país, “vanguardia de la revolución industrial”, sólo una parte ínfima del sindicalismo se convirtió en “aristocracia” en el ámbito de la clase obrera. Pero ni Engels ni Marx hicieron de la “aristocracia obrera” un tema relevante en su vasta obra. Tampoco pensaron en que se fuera a convertir en un fenómeno estructural. Al contrario, afirmaron que la existencia de esa aristocracia sería transitoria. Dado que su existencia se debía al rol monopólico industrial de Inglaterra, la competencia creciente entre potencias industriales haría que esa élite transitoria volviera a formar parte de las filas del proletariado común.

Por el contrario, “la aristocracia obrera” fue crucial en la obra de Lenin. Para él, una clase trabajadora librada a sí misma sólo podía acceder a una conciencia “economicista”. En segundo lugar, esa clase, en pos de reivindicaciones económicas, libraría una lucha diferente según las ramas, con la consiguiente fragmentación de clase. En tercer lugar, la aristocracia obrera era un fenómeno estructural en contextos imperialistas. La persistencia de una aristocracia obrera se explica por los superbeneficios de los monopolios, que permiten a los capitalistas “dedicar una parte de ellos (¡y qué parte!) a sobornar a sus propios obreros, a establecer algo así como una alianza entre los obreros de una nación y sus propios capitalistas contra los otros países” (según Lenin, citado por Hobsbawm).

Para Lenin, eran dos los problemas de las masas obreras: la ideología burguesa y la presencia de una minoría encarnada en la “aristocracia obrera”, de carácter “cerrada”, “corrupta” y “filistea”. Y la solución para ambos problemas era el partido de profesionales. El partido, por portar la conciencia revolucionaria, sería el único actor capaz de convertir la “clase en sí” —de carácter económico y reivindicativo— en una “clase para sí” —consciente de la “misión histórica” del socialismo—. En su ¿Qué hacer? sobreabunda en el rol del partido con relación al sindicalismo.

En tercer lugar, además de su pelea contra la espontaneidad de las masas y de su crítica a la “aristocracia obrera”, Lenin dio un paso adicional: la militarización. La influencia de la obra del militar Carl von Clausewitz en Lenin se manifiesta en su ensayo El socialismo y la guerra. Además de recalcar la relación entre política y guerra —y de citar el célebre aforismo del estratega prusiano “la guerra es la continuación de la política por otros medios”—, Lenin comenta:

Esta famosa sentencia pertenece a Clausewitz, uno de los más profundos escritores sobre temas militares. Los marxistas siempre han considerado esta tesis, con toda razón, como la base teórica de las ideas sobre la significación de cada guerra en particular. Justamente desde este punto de vista examinaron siempre Marx y Engels las diferentes guerras.

La política es pensada por Lenin a partir de las categorías de la guerra porque la política no es más que la preparación para la guerra. La lucha de clases es, entonces, guerra de clases. Y además una guerra de fines ilimitados, porque se trata de eliminar a la burguesía y al Estado burgués. Lenin en este punto va más allá del propio Clausewitz, dado que este desaconsejaba una guerra de fines ilimitados tanto como las guerras absolutas, en el entendido de que en esos casos la política pierde el control y la directriz del proceso en favor del elemento militar, pero la política debe subordinar al estamento militar, y no al revés, según el estratega prusiano. Para Lenin la revolución violenta lo es todo y ya desde 1915 postuló que una revolución sin militares estaba destinada al fracaso. Incluso más: la mezcla de golpe y revolución contra el gobierno de Kérenski, en octubre de 1917, siguió el modelo propugnado por Lenin, dado que parte del ejército zarista se plegó a las manifestaciones populares, formando sóviets con obreros y campesinos.

Los tres desplazamientos referidos pertenecen a Lenin. La codificación posterior de los desarrollos de Lenin por el estalinismo epilogó en un pastiche delirante conocido como marxismo-leninismo, sintagma que, en sentido estricto, constituye un oxímoron, aunque, claro está, sin mensaje poético.

En contra de Marx y de Engels, se podrá decir que su apoyo para dejar en manos del Estado la socialización de los medios de producción durante la primera fase de la revolución socialista —como defendió Marx en Crítica al Programa de Gotha— podía traer como consecuencia no deseada la concentración del poder y la formación de una nueva casta dominante que concentrara todos los recursos y los poderes, como anticipara Bakunin en un debate con Marx durante la Primera Internacional. Pero la finalidad de Marx era la extinción del Estado, como lo dejó claro en Crítica al Programa de Gotha. La diferencia con el anarquismo era de ritmos, no de fines: ambos abogaron por la “administración de las cosas”, no por el gobierno de las personas.

Se les achaca también a los clásicos impulsar la “dictadura del proletariado”. Lo que en una parte menor de la obra de Marx y Engels tomó el apelativo de “dictadura del proletariado” fue identificado por ellos mismos con la experiencia de la Comuna de París. O sea, con una experiencia de democracia participativa, políticamente pluralista, socialmente interclasista, que expresó como prioridad las expectativas y los intereses de los sectores socialmente más vulnerados. Engels escribió: “Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!”. Fue un gobierno de una amplia entonación sociopolítica en el que participaron facciones burguesas, republicanos, blanquistas, proudhonianos y seguidores del socialismo científico, pero bajo la hegemonía de la clase obrera. Marx anotó en La guerra civil en Francia:

“Fue, por encima de todo, un gobierno de la clase obrera; el resultado de la lucha entre la clase que produce y la clase que se apropia del producto de aquella; la forma política, al fin encontrada, bajo la cual era posible realizar la emancipación del trabajo”.

Y endosó un sesgo potencialmente universal a la experiencia:

La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos de la sociedad francesa y, por consiguiente, el auténtico gobierno nacional. Pero, al mismo tiempo, como gobierno obrero y como campeón intrépido de la emancipación del trabajo, era un gobierno internacional en el pleno sentido de la palabra.4

Entre las medidas que Marx destaca de la Comuna se cuentan la separación de la Iglesia y el Estado, la expropiación de todas las iglesias, la supresión del Ejército y la Policía como aparatos permanentes, la elegibilidad y la revocabilidad del funcionariado civil y militar por parte de la Comuna, la nivelación de los sueldos, incluidos los de los miembros comunales, y la autoadministración de los productores.5

Por último, hago foco en dos rechazos enérgicos en la obra de Marx: el rechazo del mercado, que “libera” al individuo al costo de esclavizarlo al capital, y el rechazo del Estado. Marx rechazó el papel del Estado en el seno de la socialdemocracia alemana al desautorizar a Lassalle, que reivindicaba una educación a cargo del Estado. Desconfió del Estado en Crítica al Programa de Gotha, al afirmar que la etapa del socialismo con Estado debía ser transitoria. Desconfió del Estado al asegurar que el socialismo comunista era la “asociación de los productores libres” y la “asociación de individuos libres”, y esto consta en infinidad de textos, entre otros, La ideología alemana, El manifiesto comunista, El capital: crítica de la economía política, volúmenes 1 y 3.

Ilustración: Ramiro Alonso

Ha habido malentendidos y ruidos en la comunicación entre izquierda y derecha. Y eso fue complementado y profundizado porque pocos han leído los “clásicos” en las propias fuentes para comprenderlos.6

Bibliografía

Arendt, Hannah. 1996. Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona: Península.

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Arendt, Hannah. 2007. Responsabilidad y juicio. Barcelona: Planeta.

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Arrighi, Giovanni. 2007. Adam Smith in Beijing. Lineages of the Twenty-First Century. Londres, Nueva York: Verso.

Bayce, Rafael. 30/12/2015. “Etnocentrismo y terrorismo”, en Caras y Caretas. Montevideo.

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Ilustración: Ramiro Alonso

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  1. “La palabra como flecha”, decía Václav Havel. Refiero acá al ensayo elaborado por el escritor checoeslovaco Václav Havel La palabra... una flecha, leído en voz alta por el actor Maximilian Schell el 15 de octubre de 1989, en momentos en que le fuera concedido el Premio de la Paz por parte de la Asociación de Editores y Libreros de la República Federal de Alemania en consideración de su defensa de los derechos humanos. En una parte del ensayo Havel decía: “El poder de la palabra no es unidireccional ni transparente [...] Junto a la palabra de Rushdie está la de Jomeini. Junto a la palabra alcanzada por la paz y la verdad, está la palabra hipnotizada, fanatizada, peligrosa y mortífera. La palabra... una flecha [...] Una misma palabra puede suscitar esperanzas y enviarnos después un rayo destructor”. 

  2. Lenin, en cambio, creyó que la “clase en sí”, o sea, la clase consciente de la misión histórica de forjar el socialismo, no podía configurarse sino a partir de un reducido conjunto de militantes profesionales full time al servicio de la causa. Para Lenin, el proletariado, librado a sí mismo, no sería capaz de entender ni la naturaleza de la sociedad capitalista ni el fenómeno de la explotación ni la necesidad de construir el socialismo. Quedaría limitado a reivindicaciones salariales y mejoras laborales. En cambio, el partido sería el único capaz de transformar la “clase en sí” en una “clase para sí” a través de una obra educacional. 

  3. También dentro del “marxismo” contemporáneo hubo despistes. Para poner un solo ejemplo, Ernesto Che Guevara, reconocido por el economista belga Ernest Mandel en varios de sus textos, no parece haber leído bien las obras principales de Marx. En su artículo El socialismo y el hombre en Cuba, tras subrayar el papel de Fidel Castro como conductor indiscutible de la revolución y citar a Marx, Guevara destaca el rol de los incentivos morales para la producción del hombre nuevo. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social” (Guevara, 1965). El planteo de Guevara es referido con beneplácito por Ernest Mandel: “A nuestro entender, esta posición de Che Guevara y de Fidel Castro está de acuerdo con la tradición y las teorías marxistas” (Mandel, 1967). Sin embargo, el planteo de Guevara no guarda relación con el cuerpo teórico de Marx porque el tema moral es ajeno a este. Su foco fue el análisis crítico de la economía política de su época: a ello dedicó 40 años de su vida. Por otro lado, Guevara también destaca el papel del líder revolucionario en el mismo texto: a esto Marx no dedicó ni una sola línea. Marx enfatizó el rol del proletariado en términos de acción colectiva de masas. Es completamente extraño al enfoque marxiano el rol histórico de los líderes revolucionarios. Y esto por una razón simple: lo que para Marx mueve la Historia es la actuación de los colectivos humanos, no la acción de individuos. Estos no son más que una condensación de las contradicciones y los conflictos sociales. Por eso, los textos de Guevara, a diferencia de lo que sostuvo el economista Mandel, son ajenos a la arquitectura analítica de Marx. 

  4. En este malentendido también militó esa vulgata llamada marxismo-leninismo, encargada por Stalin a sus colaboradores. 

  5. En los hechos las medidas de la Comuna son una combinación de liberalismo radical, antimilitarismo, democracia participativa, pluralismo político y socialismo asociacionista. Marx y Engels mostraron no ser dogmáticos con la mezcla: sabían que las ideas no podían ser aterrizadas de una manera pura. 

  6. Marx y Engels impulsaron un socialismo cuyo medio para dar solución a los males del capitalismo reposaba en la socialización de la propiedad privada productiva, sin imaginar que eso pudiera derivar en una casta omnipotente y rentista y en un Estado total: único proveedor, único empleador, único dueño de riquezas, único poder sobre las personas. También hay que admitir que Marx y Engels fueron ambiguos en relación con el terror jacobino: nunca lo rechazaron, a diferencia de Rosa de Luxemburgo, una generación después. Sin embargo, mostraron ser más pragmáticos y proclives a una democracia desordenada pero popular al momento de evaluar fenómenos políticos reales como la Comuna de París. También hay que agregar que el llamado “terror jacobino” duró un año y que el Club de Salud Pública estuvo subordinado a la Convención, que proclamaba su carácter transicional y que tuvo que lidiar con el fuego cruzado de la guerra civil y la guerra europea. 

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