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Ilustración: Luciana Peinado

Marché

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Los relatos de Baráibar que hemos venido publicando en Lento —este sería el tercero— unen el contexto político con situaciones íntimas en un tono confesional. En 2022, Baráibar lanzó la editorial Ocho Ojos, con la que, además de publicar a autores como Miguel Bardesio y los argentinos Romina Paula y Diego Muzzio, volvió a lanzar su novela Médanos, que hace una década y media revolucionó el ambiente de la literatura juvenil uruguaya.

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Estábamos en la marcha de los desaparecidos. Unos amigos y yo caminábamos entre susurros. No queríamos hablar para no ser irrespetuosos, pero no podíamos soportar el silencio. Cosa difícil no hablar; es como no hacer, te pone nervioso. Y escuchar el silencio de miles de personas es una experiencia trascendente. Si sos humano, conmovedora. Si sos un viejo lacra que mató, violó o fue cómplice de quienes mataron y violaron, debe ser al menos incómoda.

No podíamos soportar tanto silencio, por eso murmurábamos estupideces o nos señalábamos el detalle de un edificio o una paloma volando. No había celulares para justificar la evasión. Sólo estábamos nosotros y nuestra conciencia, alternando entre la seriedad militante y las irreverentes ganas de vivir.

Y en eso sentí que me tocaron la cintura. Una pequeña mano, unos deditos rosados que meses después conocería muy bien y años después extrañaría. Alguien, desde atrás, me toca la cintura en plena marcha de los desaparecidos. Me doy vuelta y una hermosa cara me sonríe. Es verdad que había habido buena onda en las pegatinas y las asambleas, es cierto que sentí más de una vez el roce de su mano al entregarle el mate… pero nunca había esperado ese saludo de su parte. Sin duda a ella también le urgía calar intersticios de alegría entre tanta seriedad. Nos damos un abrazo entre gritos sordos y exagerados, y a las dos cuadras ella sigue marchando por su lado.

La vuelvo a ver. Dice “presente” y me mira. Si era incómodo tratar de sostener una actitud seria contra mi voluntad, más incómodo es tratar de seguir sosteniendo la actitud seria y a la vez estar encarando a alguien. La pierdo de vista. Me parece que escucho su voz en el himno, precisamente en el momento del “tiranos temblad”. Todavía siento su cosquilleo en mi cintura.

Terminamos en un bar. Yo tenía diecinueve años y con mis compañeros de estudio nos parecía intelectual o artístico ir a bares malolientes a tomar alcohol. No sé cómo obtuvimos esa información, pero era un axioma. Ir a bares de viejo te hacía estar un poquito más cerca de Zitarrosa o de Arturo Ardao, aunque a tu guitarra hace años le faltara la cuarta cuerda y no hubiera más que un Historias de cronopios y de famas a medio leer en tu mesa de luz. La primera cerveza la bajamos con la pregunta “por qué no nos dicen dónde están”. Caras pensativas, hipótesis, intercambio de argumentos. Alguien propuso pasarse a la grappamiel y hubo consenso. Nos pasamos también al fútbol, a una película que se había estrenado y al recorrido del 7e7 rojo.

Podría decir que la encontré en la parada, pero no es verdad. Nos vimos de ómnibus a ómnibus. Ambos por la ventanilla. Ambos un poco borrachines. Ella también romantizaba el alcohol, no por el lado de lo artístico o intelectual; para ella significaba la liberación, específicamente sexual. Algo por lo que, a nivel práctico (como yo con el arte o el intelecto), ella hacía muy poco. Nos saludamos muy enfáticamente desde las ventanillas de nuestros respectivos ómnibus. Éramos compañeros, hablábamos cada tanto. Yo tenía su teléfono común y sabía dónde vivía. Pero eran las dos de la mañana, íbamos en buses separados y no teníamos celular. No había nada para hacer esa noche.

A los pocos días, aprovechando una excusa cualquiera, nos encontramos. Fuimos novios, compañeros, pasaron meses, celebramos un año juntos, dos. Y un día, no me pregunten por qué, le regalé un perrito. Era un perro hermoso, un cachorro incesante que llenó de pozos y excremento el pasto de su/nuestra casa en Lomas de Solymar. Era un ladrido estridente a las seis de la mañana. Era un tercero en nuestra cama de bizcochos domingueros. Le pusimos un nombre juntos, lo llevamos al veterinario, nos sacamos cientos de fotos. Pero un día desapareció.

Era travieso, le gustaba hacer pozos, correr bicicletas, asustar a incautos. Nosotros nos habíamos ido a La Paloma por el fin de semana largo y habíamos pasado llorando porque ni con todo el alcohol del mundo yo lograba ser el intelectual o el artista que quería ser ni ella la mujer liberada que pretendía. Cuando el domingo llamó a su madre para ver cómo iba la cosa, se enteró. Adelantamos la vuelta. Las cuatro horas de Núñez las sufrimos sin pronunciar palabra, escrutando, sin confesarlo, a cada can a la vista. Al llegar recorrimos todo el solar en busca de orificios agrandados en el tejido, túneles por debajo del murito e incluso manchas de sangre. No encontramos nada. Preguntamos a los vecinos. Recorrimos cuadras. De las próximas a las recónditas. No había pistas. Nadie nada. Alguien tiene que saber dónde está y no lo dice. Nos abrazamos, sus pulmones se inflaban y desinflaban, las gotas tibias de sus lágrimas se deslizaron por mi nuca. Cuando sentí su mano en mi cintura supe que la estaba sintiendo por última vez.

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